Episodios Nacionales: Zumalacárregui. Benito Pérez Galdós
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: Zumalacárregui - Benito Pérez Galdós страница 11

СКАЧАТЬ interpretaba a mi manera.

      – ¿Y cómo, señor mío – preguntó Ibarburu con asombro, – pasó usted de ese estado a otro tan diferente?

      – Fijándome en ello veo ahora que la diferencia no es tan grande. Al entrar en la vida eclesiástica, aun entrando por equivocación, yo llevaba los elementos de mi ser antiguo; yo ambicionaba la lucha por la fe, el martirio, la predicación a infieles, las misiones… No es tan diferente, Sr. Ibarburu, no es tan diferente… Resultó que no encontré terreno apropiado a mis anhelos… Sin saber cómo, en vez de las glorias eclesiásticas, fui a parar a la política cristiana, y de la política cristiana a la guerra de Dios…

      – Explíqueme usted otra cosa – dijo Ibarburu, lleno de dudas y buscando la lógica en las fluctuaciones del carácter de aquel extraño sujeto. – En presencia de la horrible tragedia de Ulibarri ¿no sintió usted que se le desgarraba el alma; no sintió espanto de la guerra, y piedad inmensa del inocente sacrificado?

      – Sí señor: sentí desgarrado mi corazón, porque yo había ofendido a Ulibarri, porque éste era un hombre honrado y bueno, porque me habían llevado a su presencia para que le perdonase los pecados, y él era, él, quien debla perdonarme a mí los míos. Por eso se conturbó mi alma horrorosamente.

      – Y después, al enterrarle, ¿no derramó usted lágrimas amargas, ofrenda de piedad al muerto, y a Dios, que nos enseñó las Obras de Misericordia?

      – Sí, señor: lloré, y lloré con el alma, porque yo había ofendido a D. Adrián… Su desastroso fin me anonadaba. Parecíame que era yo quien le había matado.

      – Y en aquellos angustiosos minutos, ¿empezó usted a sentirse guerrero?

      – Todavía no. En Falces, en Peralta, yo no sé lo que deseaba. El ardiente anhelo de tomar las armas estalló furibundo cuando vi por primera vez de mi vida al General Zumalacárregui, en el momento aquel de bajar de la torre las mujeres de los urbanos.

      – ¿Cuando las azotó?

      – Cuando las azotó… No, no; antes, en el momento de verle aproximarse, látigo en mano.

      – Explíqueme usted por qué la presencia del grande hombre del absolutismo, del realismo, mejor dicho, despertó tan súbitamente en usted ese anhelo…

      – En mí son frecuentes las explosiones de un sentimiento… ¿lo llamaré virtud, lo llamaré defecto? No sé cómo llamarlo. Lo mismo puede ser una cosa que otra. ¿Sabe usted lo que es? La emulación. Yo soy un hombre que en presencia de cualquier individuo que en algo se distinga, siento un irresistible empeño de sobrepujarle y hacer más que él.

      – Cualidad es ésa, amigo mío, que puede conducir a la gloria, o a grandes desastres y miserias… Ya comprendo. Vio usted al General y se dijo: «Todo lo que tú has hecho lo habría hecho yo. Aquí hay un hombre que se siente con bríos para eclipsar tus empresas».

      – Exactamente.

      – Antes de pasar adelante, dígame usted: al abrazar el estado eclesiástico, guiado, como ha dicho, por una vocación más o menos verdadera, ¿sintió usted también el estímulo de sobreponerse a las personas religiosas?

      – No he visto personas religiosas que despertaran en mí esa emulación. Ya ve usted que digo todo lo que pienso con absoluta sinceridad… Yo sentía, sí, anhelo de igualarme a los santos.

      – ¿A los santos? Brava ambición a fe mía.

      – Pero no he hallado atmósfera donde pudiera fomentarla. He conocido sacerdotes ejemplarísimos, sí; pero me ha parecido tan fácil igualarles y aun superarles, que la emulación apenas se ha manifestado en mí, y no he sentido por ello la menor inquietud… Pero si no he encontrado atmósfera de santidad, sencillamente porque no la hay, he encontrado atmósfera guerrera y política. La historia viva, tan patética y hermosa; la presencia de un hombre que rebasa la línea de la multitud, me han trastornado. Aquí, en el seno de esta dulce confianza que entre los dos se ha establecido, hablando con el amigo, con el confesor, yo me despojo de todo artificio de falsa modestia para decir: «Lo que ha hecho Zumalacárregui, lo habría hecho yo… no se ría usted de mí… lo habría hecho yo tan bien como él… y si me apuran, diré que mejor. Mi carácter ha sido siempre de una franqueza escandalosa. No oculto nada de lo que siento».

      – Señor mío – dijo Ibarburu, con un granito de sal irónica, – hace usted bien en manifestar tan sin artificio sus pensamientos. Ahora, vengan los hechos a demostramos que usted no se equivoca.

      – La realidad, la maldita realidad – afirmó el otro clérigo con pena, – siempre se compone de modo que mis ideas resulten burladas. Llegué tarde a la santidad; llego tarde a la guerra. Otro ha hecho lo que yo habría podido y sabido hacer. Crea usted que esto de organizar tropas, convirtiendo en batallones aguerridos las bandas de campesinos indisciplinados, es en mí un instinto poderoso que vengo alentando desde la tierna infancia. La obra de este hombre, hermosa en alto grado, paréceme que es obra mía, y que mi espíritu se ha introducido en él para inspirarle sus resoluciones… No se ría usted, que esto no es cosa de broma. Digo todo lo que siento… Pues bien: yo llego tarde al terreno de los hechos. ¿Qué puedo esperar? Que me pongan en filas, que me den el mando de una compañía…

      – Ciertamente: por algo se empieza; y si su valor y pericia responden a esos alientos, podrá usted prestar eminentes servicios a la causa sacratísima de la Religión y del Rey.

      – ¡Ay, amigo mío – replicó Fago con desaliento, – como digo lo uno digo lo otro! O sirvo para todo, o no sirvo para nada… Dudo que en una situación subalterna pudiera prestar servicios eficaces… Entendámonos: digo que lo dudo; no niego en absoluto que pueda prestarlos… Sea lo que quiera, he llegado tarde a la guerra, como llegué fuera de tiempo a la santidad.

      – ¡Quién lo sabe! En una y otra esfera no hay linderos para el hombre de gran corazón, de inteligencia poderosa.

      – Los hay, sí, señor, y la emulación queda reducida a un anhelo impotente, horrible suplicio del alma… Puesto que todo se ha de decir, sepa usted que toda mi vida he sentido en mí la conciencia estratégica la apreciación de las distancias, de las alturas, del obstáculo que ofrecen los ríos… Yo conocía que en mi espíritu se formaba un arte, una ciencia; pero no se me presentó nunca la ocasión de aplicarla… Ahora, ¿de qué me sirve sentir intensamente la geografía militar… y le advierto a usted que conozco la de este país palmo a palmo, porque si no guerrero he sido cazador, y allá se va lo uno con lo otro… de qué me sirve, digo, sentir la distribución, marcha y colocación de tropas sobre el terreno, y saber calcular, al menos yo me lo creo así, un ajuste perfecto entre el tiempo y la acción?… Si he de manifestar todo, todo lo que me bulle por dentro, sin falsa modestia, diré que hoy veo el desarrollo de la guerra, paso a paso; y puesto yo en el lugar de Zumalacárregui, me sería muy fácil llevar triunfantes las banderas de Carlos V a la orilla derecha del Ebro, ganar Burgos y Zaragoza, y plantarme en Madrid, terminando la campaña en cuatro meses.

      – Oh, no crea usted que me parece un disparate – dijo Ibarburu, frotándose los soñolientos ojos. – Yo no me siento, como usted, capaz de tan grande hazaña; pero de que puede y debe realizarse, no tengo duda.

      – ¿La realizará este buen señor?»

      Fatigado ya de tanta conversación, y contemplando con envidia el sueño beatífico del auditor, Ibarburu no respondió sino con monosílabos pronunciados en bostezos: «¿No le parece a usted, amigo Fago, que debemos echamos a dormir y dejar para mejor ocasión eso de si vamos o no vamos triunfantes a Madrid… la semana que viene?»

      Dicho СКАЧАТЬ