Episodios Nacionales: Zaragoza. Benito Pérez Galdós
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Название: Episodios Nacionales: Zaragoza

Автор: Benito Pérez Galdós

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ tuve ocasión de comprobar aquel mi prematuro juicio. Resplandecía en el rostro de Mariquilla una calma platónica y cierta seguridad de sí misma. A diferencia de la mayor parte de las mujeres, y semejante al menor número de las mismas, aquella alma se alteraba difícilmente, pero al verificarse la alteración, la cosa iba de veras. Blandas y sensibles otras como la cera, ante un débil calor sin esfuerzo se funden; pero Mariquilla, de durísimo metal compuesta, necesitaba la llama de un gran fuego para perder la compacta conglomeración de su carácter, y si este momento llegaba, había de ser como el metal derretido que abrasa cuanto toca.

      Además de su belleza, me llamó la atención la elegancia y hasta cierto punto el lujo con que vestía; pues acostumbrado a oír exagerar la avaricia del tío Candiola, supuse que tendría reducida a su hija a los últimos extremos de la miseria en lo relativo a traje y tocado. Pero no era así. Según Montoria me dijo después, el tacaño de los tacaños no sólo permitía a su hija algunos gastos, sino que la obsequiaba de peras a higos, con tal cual prenda, que a él le parecía el non plus ultra de las pompas mundanas. Si Candiola era capaz de dejar morir de hambre a parientes cercanos, tenía con su hija condescendencias de bolsillo verdaderamente escandalosas y fenomenales; pero aunque avaro, era padre: amaba regularmente, quizás mucho, a la infeliz muchacha, hallando por esto en su generosidad el primero, tal vez el único agrado de su árida existencia.

      Algo más hay que hablar en lo referente a este punto, pero irá saliendo poco a poco durante el curso de la narración, y ahora me concretaré a decir que mi amigo no había dicho aun diez palabras a su adorada María, cuando un hombre se nos acercó de súbito, y después de mirarnos un instante a los dos con centelleantes ojos, dirigiose a la joven, la tomó por el brazo, y enojadamente le dijo:

      – ¿Qué haces aquí? Y Vd., tía Guedita, ¿por qué la ha traído al Pilar a estas horas? A casa, a casa pronto.

      Y empujándolas a ambas, ama y criada, llevolas hacia la puerta y a la calle, desapareciendo los tres de nuestra vista.

      Era Candiola. Lo recuerdo bien, y su recuerdo me hace estremecer de espanto. Más adelante sabréis por qué. Desde la breve escena en el templo del Pilar, la imagen de aquel hombre quedó grabada en mi memoria, y no era ciertamente su figura de las que prontamente se olvidan. Viejo, encorvado, con aspecto miserable y enfermizo, de mirar oblicuo y desapacible, flaco de cara y hundido de mejillas, Candiola se hacía antipático desde el primer momento. Su nariz corva y afilada como el pico de un pájaro lagartijero, la barba igualmente picuda, los largos pelos de las cejas blanquinegras, la pupila verdosa, la frente vasta y surcada por una pauta de paralelas arrugas, las orejas cartilaginosas, la amarilla tez, el ronco metal de la voz, el desaliñado vestir, el gesto insultante, toda su persona, desde la punta del cabello, mejor dicho, desde la bolsa de su peluca hasta la suela del zapato, producía repulsión invencible. Se comprendía que no tuviera ningún amigo.

      Candiola no tenía barbas; llevaba el rostro, según la moda, completamente rasurado, aunque la navaja no entraba en aquellos campos sino una vez por semana. Si D. Jerónimo hubiera tenido barbas, le compararía por su figura a cierto mercader veneciano que conocí mucho después, viajando por el vastísimo continente de los libros, y en quien hallé ciertos rasgos de fisonomía que me hicieron recordar los de aquel que bruscamente se nos presentó en el templo del Pilar.

      – ¿Has visto qué miserable y ridículo viejo? – me dijo Agustín cuando nos quedamos solos, mirando a la puerta por donde las tres personas habían desaparecido.

      – No gusta que su hija tenga novios.

      – Pero estoy seguro de que no me vio hablando con ella. Tendrá sospechas; pero nada más. Si pasara de la sospecha a la certidumbre, María y yo estaríamos perdidos. ¿Viste qué mirada nos echó? ¡Condenado avaro, alma negra hecha de la piel de Satanás!

      – Mal suegro tienes.

      – Tan malo – dijo Montoria con tristeza, – que no doy por él dos cuartos con cardenillo. Estoy seguro de que esta noche la pone de vuelta y media, y gracias que no acostumbra a maltratarla de obra.

      – Y el Sr. Candiola – le pregunté – ¿no tendrá gusto en verla casada con el hijo de D. José de Montoria?

      – ¿Estás loco? Sí… ve a hablarle de eso. Además de que ese miserable avariento guarda a su hija como si fuera un saco de onzas y no parece dispuesto a darla a nadie, tiene un resentimiento antiguo y profundo contra mi buen padre porque este libró de sus garras a unos infelices deudores. Te digo que si él llega a descubrir el amor que su hija me tiene, la guardará dentro de un arca de hierro en el sótano donde esconde los pesos duros. Pues no te digo nada, si mi padre lo llega a saber… Me tiemblan las carnes sólo de pensarlo. La pesadilla más atroz que puede turbar mi sueño, es aquella que me representa el instante en que mi señor padre y mi señora madre se enteren de este inmenso amor que tengo por Mariquilla. ¡Un hijo de D. José de Montoria enamorado de la hija del tío Candiola! ¡Qué horrible pensamiento! ¡Un joven que formalmente está destinado a ser obispo… obispo, Gabriel, yo voy a ser obispo, en el sentir de mis padres!

      Diciendo esto, Agustín dio un golpe con su cabeza en el sagrado muro en que nos apoyábamos.

      – ¿Y piensas seguir amando a Mariquilla?

      – No me preguntes eso – me respondió con energía. – ¿La viste? Pues si la viste ¿a qué me dices si seguiré amándola? Su padre y los míos antes me quieren ver muerto que casado con ella. ¡Obispo, Gabriel, quieren que yo sea obispo! Compagina tú el ser obispo y el amar a Mariquilla durante toda la vida terrenal y la eterna: compagina tú esto, y ten lástima de mí.

      – Dios abre caminos desconocidos – le dije.

      – Es verdad. Yo tengo a veces una confianza sin límites. ¡Quién sabe lo que nos traerá el día de mañana! Dios y la Virgen del Pilar me sacarán adelante.

      – ¿Eres devoto de esta imagen?

      – Sí. Mi madre pone velas a la que tenemos en casa para que no me hieran en las batallas; y yo la miro, y para mis adentros le digo: – ¡Señora, que esta ofrenda de velas sirva también para recordaros que no puedo dejar de amar a la Candiola!

      Estábamos en la nave a que corresponde el ábside de la capilla del Pilar. Hay allí una abertura en el muro, por donde los devotos, bajando dos o tres peldaños, se acercan a besar el pilar que sustenta la venerada imagen. Agustín besó el mármol rojo: beselo yo también y luego salimos de la iglesia para ir a nuestro vivac.

      VIII

      El día siguiente, 22, fue cuando Palafox dijo al parlamentario de Moncey que venía a proponerle la rendición: No sé rendirme: después de muerto hablaremos de eso. Contestó en seguida a la intimación en un largo y elocuente pliego, que publicó la Gaceta (pues también en Zaragoza había Gaceta); pero según opinión general ni aquel documento ni ninguna de las proclamas que aparecían con la firma del capitán general eran obra de este, sino de la discreta pluma de su maestro y amigo el padre Basilio Boggiero, hombre de mucho entendimiento, a quien se veía con frecuencia en los sitios de peligro rodeado de patriotas y jefes militares.

      Excusado es decir que los defensores estaban muy envalentonados con la gloriosa acción del 21. Era preciso para dar desahogo a su ardor, disponer alguna salida. Así se hizo en efecto; pero ocurrió que todos querían tomar parte en ella al mismo tiempo, y fue preciso sortear los cuerpos. Las salidas, dispuestas con prudencia eran convenientes, porque los franceses, extendiendo su línea en derredor de la ciudad, se preparaban para un sitio en regla, y habían comenzado las obras de su primera paralela. Además el recinto de Zaragoza encerraba mucha tropa, lo cual a los ojos del vulgo era una ventaja, pero un gran peligro para los inteligentes, no sólo por el estorbo que esta causaba, sino porque СКАЧАТЬ