Episodios Nacionales: Zaragoza. Benito Pérez Galdós
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: Zaragoza - Benito Pérez Galdós страница 4

Название: Episodios Nacionales: Zaragoza

Автор: Benito Pérez Galdós

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

Серия:

isbn:

isbn:

СКАЧАТЬ nos retirábamos a la ciudad, llevonos Montoria a examinar las obras defensivas que a la sazón se estaban construyendo en aquella parte occidental. Había en la puerta del Portillo una gran batería semicircular que enlazaba las tapias del convento de los Fecetas con las del de Agustinos descalzos. Desde este edificio al de Trinitarios corría otra muralla recta, aspillerada en toda su extensión y con un buen reducto en el centro, todo resguardado por profundo foso que se abría hacia el famoso campo de las Eras o del Sepulcro, teatro de la heroica jornada del 15 de Junio. Más al Norte y hacia la puerta de Sancho, que da paso al pretil del Ebro, seguían las fortificaciones, terminando en otro baluarte. Todas estas obras, como hechas a prisa, aunque con inteligencia, no se distinguían por su solidez. Cualquier general enemigo, ignorante de los acontecimientos del primer sitio y de la inmensa estatura moral de los zaragozanos al ponerse detrás de aquellos montones de tierra, se habría reído de fortificaciones tan despreciables para un buen material de sitio; pero Dios ha dispuesto que alguien escape de vez en cuando a las leyes físicas establecidas por la guerra. Zaragoza, comparada con Amberes, Dantzig, Metz, Sebastopol, Cartagena, Gibraltar y otras célebres plazas fuertes tomadas o no, era entonces una fortaleza de cartón. Y sin embargo…

      IV

      En su casa, Montoria se enfadó otra vez con don Roque y conmigo, porque no quisimos admitir el dinero que nos ofrecía para nuestros primeros gastos en la ciudad, y aquí se repitieron los puñetazos en la mesa y la lluvia de porras y otras palabras que no cito; pero al fin llegamos a una transacción honrosa para ambas partes. Y ahora caigo en que me ocupo demasiado de hombre tan singular sin haber anticipado algunas observaciones acerca de su persona. Era D. José un hombre de sesenta años, fuerte, colorado, rebosando salud, bienestar, contento de sí mismo, conformidad con la suerte y conciencia tranquila. Lo que le sobraba en patriarcales virtudes y en costumbres ejemplares y pacíficas (si es que esto puede estar de sobra en algún caso), le faltaba en educación, es decir, en aquella educación atildada y distinguida que entonces empezaban a recibir algunos hijos de familias ricas. D. José no conocía los artificios de la etiqueta, y por carácter y por costumbres era refractario a la mentira discreta y a los amables embustes que constituyen la base fundamental de la cortesía. Como él llevaba siempre el corazón en la mano, quería que asimismo lo llevasen los demás, y su bondad salvaje no toleraba las coqueterías frecuentemente falaces de la conversación fina. En los momentos de enojo era impetuoso y dejábase arrastrar a muy violentos extremos, de que por lo general se arrepentía más tarde.

      En él no había disimulo, y tenía las grandes virtudes cristianas, en crudo y sin pulimento, como un macizo canto del más hermoso mármol, donde el cincel no ha trazado una raya siquiera. Era preciso saberlo entender, cediendo a sus excentricidades, si bien en rigor no debe llamarse excéntrico el que tanto se parecía a la generalidad de sus paisanos. No ocultar jamás lo que sentía era su norte, y si bien esto le ocasionaba algunas molestias en el curso de la vida ordinaria y en asuntos de poca monta, era un tesoro inapreciable siempre que se tratase con él un negocio grave, porque puesta a la vista toda su alma, no había que temer malicia alguna. Perdonaba las ofensas, agradecía los beneficios y daba gran parte de sus cuantiosos bienes a los menesterosos.

      Vestía con aseo, comía abundantemente, ayunando con todo escrúpulo la Cuaresma entera, y amaba a la Virgen del Pilar con fanático amor de familia. Su lenguaje no era, según se ha visto, un modelo de comedimiento, y él mismo confesaba como el mayor de sus defectos lo de soltar a todas horas porra y más porra, sin que viniese al caso; pero más de una vez le oí decir, que conocedor de la falta, no la podía remediar, porque aquello de las porras le salía de la boca sin que él mismo se diera cuenta de ello.

      Tenía mujer y tres hijos. Era aquélla doña Leocadia Sarriera, navarra de origen. De los vástagos, el mayor y la hembra estaban casados y habían dado a los viejos algunos nietos. El más pequeño de los hijos llamábase Agustín y era destinado a la Iglesia, como su tío del mismo nombre, arcediano de la Seo. A todos les conocí en el mismo día, y eran la mejor gente del mundo. Fui tratado con tanto miramiento, que me tenía absorto su generosidad, y si me conocieran desde el nacer no habrían sido más rumbosos. Sus obsequios, espontáneamente sugeridos por corazones generosos, me llegaban al alma, y como yo siempre he sido fácil en dejarme querer, les correspondí desde el principio con muy sincero afecto.

      – Sr. D. Roque – dije aquella noche a mi compañero cuando nos acostábamos en el cuarto que nos destinaron, – yo jamás he visto gente como esta. ¿Son así todos los aragoneses?

      – Hay de todo – me respondió – pero hombres de la madera de D. José de Montoria, y familias como esta familia abundan mucho en esta tierra de Aragón.

      Al siguiente día nos ocupamos en mi alistamiento. La decisión de aquella gente me entusiasmaba de tal modo, que nada me parecía tan honroso como seguir tras ella, aunque fuera a distancia, husmeando su rastro de gloria. Ninguno de Vds. ignora que en aquellos días Zaragoza y los zaragozanos habían adquirido un renombre fabuloso; que sus hazañas enardecían las imaginaciones y que todo lo referente al sitio famoso de la inmortal ciudad, tomaba en boca de los narradores las proporciones y el colorido de una leyenda de los tiempos heroicos. Con la distancia, las acciones de los zaragozanos adquirían dimensiones mayores aún, y en Inglaterra y en Alemania, donde les consideraban como los numantinos de los tiempos modernos, aquellos paisanos medio desnudos, con alpargatas en los pies y un pañizuelo enrollado en la cabeza, eran figuras de coturno. Capitulad y os vestiremos – decían los franceses en el primer sitio, admirados de la constancia de unos pobres aldeanos vestidos de harapos. – No sabemos rendirnos – contestaban – y nuestras carnes sólo se cubren de gloria.

      Esta y otras frases habían dado la vuelta al mundo.

      Pero volvamos a lo de mi alistamiento. Era un obstáculo para este el manifiesto de Palafox de 13 de Diciembre, en que ordenaba la expulsión de forasteros mandándoles salir en el término de veinticuatro horas, acuerdo tomado en razón de la mucha gente que iba a alborotar sembrando discordias y desavenencias; pero precisamente en los días de mi llegada se publicó otra proclama llamando a los soldados dispersos del ejército del Centro, desbaratado en Tudela, y en esto hallé una buena coyuntura para afiliarme, pues aunque no pertenecí a dicho ejército, había concurrido a la defensa de Madrid, y a la batalla de Bailén, razones que con el apoyo de mi protector Montoria, me valieron el ingreso en las huestes zaragozanas. Diéronme un puesto en el batallón de voluntarios de las Peñas de San Pedro, bastante mermado en el primer sitio, y recibí un uniforme y un fusil. No formé, como había dicho mi protector, en las filas de mosén Santiago Sas, fogoso clérigo, puesto al frente de un batallón de escopeteros, porque esta valiente partida se componía exclusivamente de vecinos de la parroquia de San Pablo. Tampoco querían gente moza en su batallón, por cuya causa ni el ni mismo hijo de D. José de Montoria, Agustín Montoria, pudo servir a las ordenes de Sas, y se afilió como yo en el batallón de las Peñas de San Pedro. La suerte me deparaba un buen compañero y un excelente amigo.

      Desde el día de mi llegada, oí hablar de la aproximación del ejército francés; pero esto no fue un hecho incontrovertible hasta el 20. Por la tarde una división llegó a Zuera, en la orilla izquierda, para amenazar el arrabal; otra mandada por Suchet acampó en la derecha sobre San Lamberto. Moncey, que era el general en jefe, situose con tres divisiones hacia el Canal y en las inmediaciones de la Huerva. Cuarenta mil hombres nos cercaban.

      Sabido es que impacientes por vencernos, los franceses comenzaron sus operaciones el 21 desde muy temprano, embistiendo con gran furor y simultáneamente el monte Torrero y el arrabal de la izquierda del Ebro, puntos sin cuya posesión era excusado pensar en someter la valerosa ciudad; pero si bien tuvimos que abandonar a Torrero, por ser peligrosa su defensa, en el arrabal desplegó Zaragoza tanto y tan temerario arrojo, que es aquel día uno de los más brillantes de su brillantísima historia.

      Desde las cuatro de la madrugada, el batallón de las Peñas de San Pedro fue destinado a guarnecer el frente de fortificaciones desde Santa Engracia hasta el convento de Trinitarios, СКАЧАТЬ