Episodios Nacionales: El terror de 1824. Benito Pérez Galdós
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СКАЧАТЬ style="font-size:15px;">      – Indudablemente es mi casa; pero mi casa no es así.

      Se incorporó en el canapé donde yacía, tocó la pared cercana, midió con la vista las distancias, y a medida que se aclaraba su entendimiento, más grande era su confusión. La semejanza entre su casa y aquella en que estaba era muy grande, pero también había diferencias, siendo las principales el aseo, los muebles y el orden perfecto de todo. Pero lo que más sorprendió al maestro de escuela fue ver en mitad de la encantada pieza una mesa puesta como para cenar, alumbrada por lámpara de pantalla, y que en la blancura de sus manteles y en el brillo de los platos revelaba las hacendosas manos que habían andado por allí. Como la mesa puesta, y puesta de aquel modo era el más grande fenómeno que podía presentarse ante los ojos de Sarmiento en su propia casa, creyose juguete de duendes o artes demoníacas. Probó a levantarse y pudo sostenerse en pie aunque apoyándose en la silla. Junto a la mesa había un sillón, y como Sarmiento lo creyese destinado a su persona, no vaciló en ocuparlo. En el mismo instante llegaron a su nariz olores de comida muy picantes y aperitivos. El anciano exclamó con mayor confusión:

      – No, esta no es mi casa.

      Decíalo por aquellos olores que hacía mucho tiempo habían dejado de acompañarle en su domicilio. A pesar de no ser supersticioso afirmose en la idea de hallarse bajo la acción de una magia o bromazo de Satanás. Y sin embargo, era la cosa más sencilla del mundo. Pronto se convenció de ello nuestro amigo viendo entrar a una joven vestida de negro, la cual se llegó a él sonriendo y le dijo:

      – Buenas noches, Sr. D. Patricio. ¿Ya se le pasó a usted el desmayo? Bien decía yo que no era nada. Sin embargo, mandamos llamar un médico.

      – ¡Por vida de cien mil chilindrones! – repuso Sarmiento, saliendo poco a poco del estupor en que había caído. – Pues no me queda duda de que estoy hablando con Solita en persona.

      – La misma – dijo la joven acercándose a la mesa y apoyando ambas manos en ella para contemplar más de cerca al viejo.

      ¿Y cómo es que estoy en mi casa y no estoy en ella?

      – Está usted en la mía.

      – ¡Ah! bien lo decía yo, bien lo decía. Estos platos, estos ricos olores, este arreglo no pueden existir en la casa de un pobre maestro de escuela sin discípulos. Como todos los cuartos de la casa son iguales, de aquí que… Pues con permiso de usted… me retiro a mi vivienda…

      – Antes cenará usted – dijo la muchacha sonriendo con bondad. – Me han dicho que no hay gran abundancia por allá arriba.

      – ¿Cómo ha de haber abundancia donde reina con imperio absoluto la desgracia? He caído, señorita D.ª Sola, a los más profundos abismos de la miseria. Vea usted en mí una imagen del santo patriarca Job. ¡Dios me ha quitado todo, me ha quitado a mi hijo!

      – Cómo ha de ser… Es preciso aceptar con resignación esos golpes y todos los que vengan detrás. Ahora cene usted, que Dios manda a los desgraciados no abandonarse al dolor y dar al cuerpo todo lo que el cuerpo necesita.

      – Usted me invita a cenar…

      – No invito, sino que obligo – afirmó Sola poniendo en la mesa pan y vino. – Aguarde usted un momento, que no le haré esperar.

      Al poco rato volvió con una cazuela de sopas, cuyo gratísimo olor despertó en Sarmiento las más dulces sensaciones y una generosa reconciliación con la vida.

      – Debe usted recordar, Srta. D.ª Sola – dijo el preceptor, cuando la joven le ataba las dos puntas de la servilleta detrás del cogote, – que yo fuí encarnizado enemigo de su padre de usted, porque jamás he transigido ni podré transigir con las perras ideas absolutistas.

      – Lo recuerdo, sí; pero eso no hace al caso.

      – Es que mi delicadeza – añadió Sarmiento tomando la cuchara, – no me permite aceptar un banquete… Con usted personalmente no hay resentimiento… pero ¿a qué negarlo? Usted y yo no podemos ser amigos hoy ni nunca… dígolo para que no se crea que adulo, que me dejo seducir y sobornar por este fino obsequio, que agradezco.

      – Cene usted, cene usted… – dijo Solita llenándole el vaso. – La mucha conversación podrá ser perjudicial a su cabeza, que según me han dicho, no está del todo buena.

      – Cenaré, señora, puesto que usted lo toma tan a pechos… Conste que yo no he mendigado esta cena; conste que me han traído aquí por fuerza; que no he solicitado esta amistad, conste, en fin, que no podemos ser amigos.

      – Aunque no quiera serlo mío, yo me empeño en serlo de usted y lo he de conseguir – dijo Soledad sonriendo, y hablando al viejo en el tono que se emplea con los chiquillos.

      – Dale, dale – repuso Sarmiento engullendo aprisa. – Conque amiguitos, ¿eh? ¡Chilindrón!… Como si no hubiera pasado nada…Usted no tiene memoria, sin duda.

      – Verdaderamente no tengo mucha para el daño recibido.

      – Su dichosito papaíto de usted y yo éramos como el agua y el fuego… Mi deber era perseguirle, denunciarle, no dejarle respirar… Yo siempre cumplo mi deber, yo soy esclavo de mi deber. Pertenezco a mi patria, una idea, ¿me entiende usted?

      – Entiendo.

      – Con nada transijo. El enemigo de la patria es mi enemigo, y la hija del enemigo de mi patria es mi enemiga. ¿Qué dice usted a eso?

      – Que no ha tratado a las sopas como enemigas de la patria.

      – No ciertamente, porque hace mucho tiempo que no las había comido tan buenas.

      – Ahora voy por la perdiz.

      – ¿Perdiz?… Vamos, esto parece un cuento de brujas… Si se empeña usted… pero conste que yo no he pedido la perdiz; que yo no he mendigado nada, que…

      Un momento después Sola partía la perdiz, ofreciéndola pedazo tras pedazo al hambriento anciano.

      – Está sabrosísima… Pero con la sorpresa de esta cena había olvidado… ¿Cuándo ha llegado usted, Sra. D.ª Solita? ¿Qué tal le ha ido en su viaje?

      – He llegado esta mañana. Los de Cordero me hablaron de usted… Dijéronme que estaba usted loco…

      – ¡Loco yo!

      – O poco menos. Que andaba usted mal de fondos.

      – Eso sí que es como el Evangelio.

      – Que había perdido usted a su hijo Lucas.

      – También ¡ay! es verdad.

      – Esperé verle a usted y ofrecerle algo de lo poco que yo tengo.

      – Gracias…

      – Pero usted había salido antes que yo llegara. Había ido, según me dijeron, a correr por las calles divirtiendo a los chicos, y sirviendo de entretenimiento, con sus discursos, a los desocupados de los cafés y de la Puerta del Sol.

      – ¡Yo!

      – Descansé un poco. Todo el día lo he empleado en arreglar mi casa. He buscado una sirviente, he hecho parte de lo mucho que hay que hacer cuando se ha tenido todo abandonado a causa de una СКАЧАТЬ