Episodios Nacionales: El terror de 1824. Benito Pérez Galdós
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СКАЧАТЬ dicen que todo esto es por obra y gracia de los condenados frailes… ¿Es verdad, Sr. D. Patricio?

      – Hijo mío, mucho me temo que esos bribones se venguen ahora de lo que les hicimos con razón. Y no serán como nosotros, generosos y templados en el condenar, sino fieros, vengativos y sanguinarios cual líbicas hienas… Hemos de ver lo que nadie ha visto, ¡por vida de la ch…!

      No pudo seguir su frase el buen preceptor, porque un voluntario realista se acercó al carro y brutalmente gritó:

      – Atrás, D. Camello, o le parto… ¡fuera de aquí, estantigua!

      Sarmiento corrió dando zancajos hacia el parador. Con su gran levitón, cuyos faldones se agitaban en la carrera, parecía una colosal ave flaca que volaba rastreando el suelo. Después de recoger del fango su sombrero que había perdido en la huida, confundiose entre la multitud para estar más seguro. Entonces oyó al coronel Garrote dar esta orden al capitán Romo.

      – Siga adelante el convoy. Custódielo usted con su media compañía. Tengo orden de que no entre en las calles de Madrid. Pase el río; tome la ronda a la izquierda hacia la Virgen del Puerto; adelante siempre, y subiendo por la cuesta de Areneros, diríjase al Seminario de Nobles, donde esperan a los presos. En marcha, pues. Guárdense los curiosos de seguir al convoy porque haré fuego sobre ellos. Marche cada cual a su casa y buenas noches.

      El convoy se puso en movimiento, carro tras carro, oyéndose de nuevo el rechinar áspero y melancólico de los ejes, que aun desde muy lejos se percibía clarísimo en el tétrico silencio de la noche. Los farolillos recogíanse poco a poco en el cuerpo de guardia como luciérnagas que corren a sus agujeros; se apagaron las hachas y se extinguieron los graznidos, cayendo todo en una especie de letargo, precursor del profundo sueño en que termina la embriaguez.

      Sarmiento se alejó de allí, y antes de tomar el camino de los Ocho Hilos para subir a la puerta de Toledo, parose para ver los carros que ya a mediana distancia iban por el paseo Imperial. Bien pronto dejó de verlos, a causa de la oscuridad, mas conocía su situación por el farolillo que el vehículo delantero llevaba. Con voz sorda habló así el viejo patriota:

      – ¡Oh! tú, el héroe más grande que han producido las edades todas, insigne campeón de la libertad española, soldado ilustre, Riego, amigo mío, si ahora vas conducido entre sayones en ignominioso carro, mañana tendrás un trono en el corazón de todos los españoles. Si te arrastran a suplicio afrentoso los infames verdugos a quienes perdonamos cuando éramos fuertes, tu nombre, que tanto repugna a despóticos oídos, será un símbolo de libertad y una palabra bendita cuando humillada la tiranía se restablezca tu santa obra. Subirás a la morada de los justos entre coros de patrióticos ángeles que entonen tu himno sonoro, mientras tu patria se revuelve en el lodo de la reacción domeñada por tus verdugos. ¡Oh, feliz tú, feliz cuanto grande y sublime! ¡Varón excelso, el más precioso que Dios ha concedido a la tierra, si fuera dable a este humilde mortal participar de tu gloria!… ¡Si al menos pudiera yo compartir tu martirio y entrar contigo en la cárcel, y oír juntos la misma sentencia, y subir juntos a la misma horca!… Este honor, yo lo ambiciono y lo deseo con todas las fuerzas de mi alma. Vacío y desierto está el mundo para mí, después que he perdido al lucero de mi existencia, a aquel preciosísimo mancebo inmolado como tú al numen sanguinario de la reacción… Quiero morir, sí, y moriré.

      Inflamado en furor que no tenía nada de risible, añadió corriendo con agitación:

      – Quiero morir gloriosamente; quiero ser víctima sublime; quiero ser mártir de la libertad; quiero subir al patíbulo… ¡Sicarios, venid por mí!

      Tropezando en un árbol, estuvo a punto de caer en tierra. Entonces añadió hablando consigo mismo:

      – ¡Ah, Patricio, tu noble arranque me causa la más viva admiración!… Mañana has de hacer algo digno de pasar a las más remotas edades. Sí, mañana. Vámonos a casa.

      Echó a andar, y al poco rato dijo:

      – ¿Pero en dónde está mi casa? Pues no se me ha olvidado dónde está mi casa…

      Miraba a la tierra como quien ha perdido el sombrero.

      – ¡Ah! Ya me acuerdo – exclamó sonriendo. – Tu casa está en la calle de la Emancipación Social, ¿no es verdad Patricio?

      Meditaba con el índice puesto en la punta de la nariz.

      – No… – dijo después de una pausa, en el tono gozoso del que hace un descubrimiento útil. – Es que yo solicité del Ayuntamiento que llamase calle de la Emancipación Social a la de Coloreros; pero no accedió y sigue llamándose calle de Coloreros. Allí vivo, pues.

      Entró en Madrid resueltamente. Subiendo por la calle de Toledo, dijo:

      – Tengo hambre.

      Pero después de registrar todos los bolsillos de su ropa que no bajaban de ocho, adquirió una certidumbre aterradora, que expresó en angustiosos suspiros.

      – Parece que se me doblan las piernas y que voy a caer desfallecido… ¡Comer! ¡que esto sea indispensable!… Miserable carne, ¿por qué eres así?… ¿A dónde iré?… Mi casa está vacía: no hay en ella ni una miga de pan… ¿Pediré limosna? Jamás. Los hombres de mi temple sucumben, pero no se humillan. A casa, Sr. D. Patricio; si es preciso se comerá usted el palo de una silla; ¡a casa!

      Al entrar en la calle de Coloreros encontrola oscura y desierta por ser muy avanzada la noche. Como su extenuación era grande, se habían debilitado sus sentidos, particularmente el de la vista, y necesitó palpar las paredes para encontrar la puerta. Sin saber por qué vino entonces a su mente un recuerdo muy triste, que ya otras veces había turbado profundamente su espíritu. Parecíale estar viendo delante de sí, en una noche oscura como aquella, al sin ventura Gil de la Cuadra arrojado en el suelo, arrastrando ignominiosa cadena, insultado por los polizontes. De todos los incidentes de aquella lúgubre escena, el más presente en la memoria de D. Patricio y el que le causaba más dolor era el ocurrido cuando su infeliz vecino preso pidió agua y Sarmiento, inspirándose en el más cruel fanatismo, se la negó.

      – Ya, ya lo sé – dijo D. Patricio cerrando los ojos para dominar mejor su terror, – ya sé que aquello fue una gran bellaquería.

      Y abriendo, no sin trabajo, la puerta, entró, apresurándose a cerrar tras sí porque le parecía que feos espectros y sombras iban en su seguimiento y que oía el lamentable son de la cadena de Gil de la Cuadra, arrastrando por las baldosas. Buscó en sus bolsillos eslabón y yesca para encender luz, mas nada halló de que pudiera sacarse lumbre. Sin desanimarse por esto, acometió la escalera con mucho cuidado y empezó a subir, deteniéndose en cada escalón para tomar fuerzas. Pero no había subido ocho cuando le fue preciso andar a gatas porque las piernas no podían con el peso del desmayado cuerpo.

      – Si me iré a morir aquí – dijo con angustia bañado en sudor frío. – ¡Oh! Dios mío. ¿Me estará reservada una muerte oscura, en mísera escalera, aquí, olvidado de todo el mundo…? Piedad, Señor…

      Sus fuerzas, a causa de la inacción, se extinguían rápidamente. Llegó a no poder mover brazo ni pierna. Entonces dio un ronquido y entregose a su malhadado destino.

      – ¡Oh! no, Señor – pensó allá en lo más hondo de su pensar; – no era así como yo quería morir.

      Sus sentidos se aletargaron; pero antes de perder el conocimiento, vio un espectro que hacia él avanzaba.

      Era un hermoso y brillante espectro que tenía una luz en la mano.

      III

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