Una vida aceptable. Mavis Gallant
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Читать онлайн книгу Una vida aceptable - Mavis Gallant страница 9

Название: Una vida aceptable

Автор: Mavis Gallant

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Impedimenta

isbn: 9788418668296

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      —No murió por eso —respondió Shirley, viendo su reflejo en miniatura en las gafas de la mujer—. Las cosas se superan… —murmuró de pronto.

      A Shirley, ese «te casas deprisa y corriendo» le parecía muy desacertado. Les había llevado semanas reunir los documentos necesarios para celebrar la boda entre un ciudadano francés y una extranjera. Recordaba, entre la docena de funcionarios impertérritos con los que tuvo que lidiar, a una mujer que se comportaba como si tuviese el poder de dar o quitar la vida a Shirley. Recordaba cómo lamió un sello, lo pegó justo en el borde inferior de una carta, lo firmó con sus iniciales, se sentó y escribió tres palabras a máquina, tomándose su tiempo, antes de mirar al otro lado del mostrador marrón que la separaba del resto de los mortales y sus solicitudes. «¿Es que no puede casarse con alguien de su país, señorita? —le preguntó—. ¿No hay hombres donde usted nació?» Era una víbora rechoncha, con un guardapolvo de nailon grasiento… Y las uñas grises. Cuando Philippe fue a ver a su padrino para preguntarle si podía hablar con alguien para adelantar la boda, aduciendo que Shirley estaba embarazada, el hombre le respondió: «Seguro que es mentira», y no hizo nada. Luego llegó la carta de advertencia de la madre de Shirley: «No olvides que se creen sagrados. Dios vela por ellos. Dios intervino en su nombre a través de Juana de Arco. He oído que en realidad era un hombre, o una lunática, o una hija bastarda del rey, pero nunca he leído ni una palabra que pusiera en entredicho la divinidad de su misión. Ese país está directamente vinculado al Todopoderoso, y los vínculos directos siempre son peligrosos. Lo que digo, querida, es: ¡PIÉNSATELO BIEN!».

      Shirley y Philippe leyeron la carta juntos, se echaron unas risas y un buen día se casaron en el Ayuntamiento del VI Distrito, no en una iglesia. Al día siguiente pusieron rumbo a Berlín en el dos caballos de Philippe, que tenía un encargo en la ciudad: «Un año después del Muro: el grito silencioso». Hubo algunas complicaciones al atravesar la zona Oriental, porque Philippe tuvo que parar continuamente donde no estaba permitido para que Shirley bajase a vomitar. Él tomaba nota de todo, con la intención de incluirlo en el artículo como un toque conmovedor a la par que cómico, pero luego se dio cuenta de que no le serviría. No podía escribir sobre una luna de miel en la que la mujer llevase unas doce semanas embarazada y presentar a Shirley como una persona que se mareaba en el coche la haría parecer tediosa. Al final, decidió eliminarla directamente. El largo relato del viaje en primera persona que se publicó en Le Miroir dejaba claro que Philippe había viajado solo.

      —Tenía prisa por casarme porque Philippe me parecía un regalo del cielo —dijo Shirley de repente—. Me parecía demasiado bueno para mí, que no me lo merecía. Yo tenía veinticinco años y todos los hombres que conocía o bien estaban casados o eran unos inmaduros, unos neuróticos u homosexuales.

      —Eso habría sido lo más prudente —comentó la señora Castle, quizá en referencia a los últimos.

      —No, señora Castle, ni mucho menos. ¿Dónde está la prudencia? Entre dos personas todo es ambiguo.

      —Será todo lo ambiguo que quieras, Shirl, pero te ahorras las náuseas matutinas.

      —Pues mire el príncipe Alberto —dijo Shirley—. La reina Victoria tuvo nueve hijos, y náuseas con todos y cada uno de ellos.

      Como esperaba que la mujer cuestionase su afirmación o, cuando menos, le pidiese pruebas, Shirley empezó a preparar su defensa —el famoso y silenciado escándalo del barón Schwartz-Midland le valdría, para empezar—, pero la señora Castle se limitó a responder con su característico acento de las praderas:

      —Tu abuela Woodstock tenía una jarra antiquísima para la leche con la imagen del príncipe Alberto. Estaba en la cocina, justo en el borde de un estante. Siempre parecía a punto de caerse. En ella guardaba el apio, el perejil. Esa jarra, que deberías tener tú, está en un museo de Búfalo. Así es como cuidamos nuestro patrimonio nacional… Por eso te he traído una cosa. Es mía, pero, conociendo a tu familia como la conozco, me da la impresión de que, si no te doy esto, nunca vas a tener nada.

      Se refería a una de sus dos guías. Se la dio a Shirley por encima de la mesa mientras la abría por la guarda. Con tinta sepia, en una letra liliputiense, alguien había escrito:

      Para Charlotte S. Mackie

      por su quinto cumpleaños,

      de Shirley Ann Horsburgh.

      5 de noviembre de 1873

      Debajo, en un color algo más fresco:

      Para la pequeña Cathie Murray Pryor,

      de su madrina

      Charlotte S. Woodstock.

      Regina, 2 de julio de 1892

      Luego, escrito con bolígrafo y con la letra alargada de la señora Castle, se podía leer:

      Para Shirley Norrington, recuerdo de nuestro encuentro en París, este libro vuelve a quien le corresponde por derecho.

      Catherine M. Castle, domingo de Pentecostés de 1963

      —Cuántas mujeres, ¿eh? —dijo la señora Castle—. Si hubiera esperado otra década, te habría podido dar una auténtica antigüedad: cien años. Pero no quería esperar tanto. Lo encontré el invierno pasado mientras ordenaba la casa antes de venir a Europa. Guardé un montón de cosas: todo aquello por lo que mis hijos no se ponían de acuerdo ni decidían quién iba a quedarse con qué. Lo guardé todo y punto. Que se peleen cuando me muera. Les dije que antes de mudarme a un pequeño apartamento y pasarme la vejez cuidando de… —Perdió el hilo de lo que quería decir—. El libro… Le tengo mucho apego, pero me imagino que te mereces tener algo de tu familia y, conociendo a los Woodstock como los conozco, probablemente esta sea la única herencia que vayas a recibir. No pongas esa cara de perplejidad. ¿Es que no te dicen nada estos nombres? Pues vaya, Shirl… Excepto por el mío, y considerando que se saltaron a tu madre sin querer, es tu linaje femenino. Esto sin duda demuestra que vivimos en un mundo de hombres. ¡Me apuesto lo que quieras a que te sabes todos los apellidos por parte de padre!

      —Woodstock me suena, aunque no me dice nada. Pero Pryor… ¡Anda, hay una Shirley! Siempre me dijeron que me llamaron así por una criada que teníamos.

      —Pryor soy yo —dijo la señora Castle—. Yo era Cat Pryor. Mackie es tu abuela, su apellido de soltera. A ti te he puesto como Norrington porque me cuesta seguirte la pista. ¿Qué has sido? ¿Higgins? ¿Perrigny? —Pronunció el segundo apellido con gran firmeza, acentuando la segunda sílaba—. Al menos, Norrington es como empezaste. En realidad, tu abuela no era mi madrina, pero se autoproclamó como tal. Yo nací, me bauticé y me confirmé como anglicana, y para las mujeres de tu familia eso equivalía a que el papa te tenía en el bolsillo. Aunque muchas se han vuelto más respetables desde entonces. Tu madre ya no cree en nada, excepto en la reencarnación. Eso es respetable. Digo que a nadie se le ocurriría atacarlo, pero que me aspen si quiero que mi alma acabe en otra persona que no sea yo. Yo, Shirl; yo ante todo. Antes no pensaba así, pero ese es el consejo que te doy. Cuando te levantes por la mañana, di para ti misma: «Por lo pronto, yo; los demás, ya veremos».

      Lo que la señora Castle le había dado no era una guía de viaje, sino que podría tratarse del mismísimo texto que la abuela de Shirley leía a los parados: el precio que habían tenido que pagar los pobres para comer huevos fritos en la cocina de los Woodstock.

      El pío nuestro de cada día

      o

      Una serie con las

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