Trece cuentos. Luisa Carnés
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Название: Trece cuentos

Автор: Luisa Carnés

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Hoja de Lata

isbn: 9788418918353

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СКАЧАТЬ en su totalidad la producción cuentística de Luisa Carnés publicada en la prensa de la época, a la que añadimos en este volumen tres relatos inéditos de la escritora. Así pues, esta antología contiene los mejores ejemplos de la narrativa breve de Carnés, cuentos escritos entre 1931 y 1963. Estos trece relatos siguen fieles al estilo de realismo social con tintes autobiográficos que caracteriza la obra de la autora, preocupada siempre por hacer de su obra literaria una extensión de sí misma como mujer emancipada y comprometida políticamente con la búsqueda de la justicia social. Cronológicamente se pueden dividir en cuatro grandes periodos: los escritos de la República, los de la guerra y la posguerra, los de temática mexicana y los de temática internacional.

      A los primeros pertenecen «Los mellizos», «Una mujer fea» y «[Olivos]», fechados entre 1931 y 1936. La vida de unos mellizos simbióticos, la situación de la mujer española, siempre dependiente y sometida al marido, y las condiciones misérrimas de los trabajadores agrarios son

      EN EL TRANVÍA

      (1931)

      Al penetrar en el tranvía la joven pareja, el ambiente se llena de un aroma exótico que atrae la curiosidad de una monja, único viajero del destartalado Sol-Ventas.

      Es joven. Tiene unas cejas negras y anchas. En la barbilla, una pequeña cicatriz le finge un hoyuelo gracioso. Sus ojos grandes, redondos, bobos, miraban al exterior vagamente, sin dejarse prender un solo instante por los agujeros de los balcones; las moles blancas, grises o rojas de los edificios; sus persianas verdes o amarillentas.

      Bajo la falda, de innumerables pliegues, le asoman las puntas chatas de las botas. Las manos se hunden en las profundas bocamangas de estameña obscura.

      Inmóvil. Solo la aparición de la joven pareja logra distender ligeramente sus labios apretados; solo la joven pareja consigue estremecer los párpados de sus redondos ojos bobos.

      Se sientan en un extremo del coche, muy juntos los cuerpos, y ella le pasa al hombre un brazo por debajo del suyo y le oprime con ternura.

      La monja desvía los ojos con un marcado mohín de desagrado y los dirige hacia el cobrador, que lía un cigarrillo en la plataforma, entre los dedos cortos y torpes. Pero enseguida los fija de nuevo en la joven pareja, que se contempla en silencio, y comienza a sentirse presa de extraña inquietud que la impele a sonreír. Ha cogido entre sus dedos redondos el borde de uno de aquellos pliegues innumerables de su hábito, y lo retuerce con fuerza. Luego se mira las punteras de sus botas horribles, y las esconde enteramente debajo de la falda pesada. Después se pone a observar al hombre, cuyos ojos entornados envuelven a la mujer en caricias imaginadas, cuyas manos delgadas, finas, buscan una mano desnuda de la amada, abandonada sobre su brazo.

      Tan próximos, que la misma sensación de vértigo que tiende a enlazarlas las aparta de pronto, y ambos miran fijamente al piso, coloreado por multitud de billetes rugosos, al tiempo que estrechan sus dedos muy fuerte.

      «¡Dios mío, se van a besar aún!», piensa la monja, y comienza a contar rápidamente las bolas negras de su rosario, evitando la influencia de la joven pareja. Pero sus ojos bobalicones, curiosos de súbito, no la obedecen, y se posan sobre los zapatos claros de la mujer; sobre sus piernas, encubiertas por un vestido obscuro; en sus uñas, pintadas de rojo, y en el perfil moreno del hombre; en la sombra que hacen las pestañas sobre sus ojos entornados.

      Los dedos ágiles de la monja vuelan sobre las cuentas del rosario. «Señor, se van a besar aquí.»

      Y el tranvía no llega nunca al punto de destino; trémulo, chirriante, se detiene frente a todas las señales eléctricas que halla al paso.

      La monja ya no puede sostener las bolas de su cadena de penitencia, ya no sabe dónde dirigir su mirada estúpida y curiosa, y la lleva a los letreros negros: «Se prohíbe fumar»; a los azules, «Sombreros baratos»; a los rojos, «El supremo laxante», para detenerla, finalmente, indefectiblemente, en la joven pareja.

      «¡Oh, se van a besar aquí!»

      La frente le arde.

      «¡Se van a besar aquí!»

      Pero no. Porque él hace de pronto una indicación rápida al tranviario, y se apean del coche.

      La monja vuelve la cabeza hasta verlos desaparecer entre la gente; suspira, turbada hasta el temblor; saca un breviario del bolsillo y comienza a mover muy deprisa los labios, fijos los ojos bobos en las páginas invertidas.

      LOS MELLIZOS

      (1932)

      Uno de ellos nació tres minutos antes que el otro, dándole este espacio de tiempo categoría de mayor edad ante el hermano que había nacido tres minutos después.

      No se sabe por qué el mayor de los mellizos apareció en este mundo con la pierna derecha un poco más corta que la izquierda (la madre murió víctima del esfuerzo que supone el echar dos hombres al mundo, y el nombre del médico que la asistió se perdió en la nebulosa de los recuerdos de la familia Pérez González, honesta raíz de la clase media española a la que pertenecían los mellizos).

      El renqueo fue la ligadura más fuerte que ató a los hermanos durante su larga vida. Al iniciar juntos sus primeros pasos, el mellizo de la pierna corta padeció un fugaz vértigo, determinado por su falta de equilibrio, y hubo de asirse a su hermano, con lo cual los dos fueron a dar en un piso de dura pizarra, que les hizo humedecer en un fuerte llanto simultáneo y les marcó con un doble chichoncete rosado.

      Este accidente mínimo señaló el punto de partida de la similitud en sus vidas de mellizos.

      Crecieron redondos. Eran dos bolas color de rosa, que rodaban juntas, unidas entre sí por el brazo derecho del hermano mayor, que buscaba el equilibrio de su cojera en el hombro del hermano tres minutos menor.

      Más tarde asomaron al cuadrito tierno de una escuela de barrio. Llegaban a clase de los primeros, y eran igualmente correctos con los condiscípulos y dóciles ante el señor maestro.

      Pero ¡cuánto hubo de luchar el profesor hasta conseguir que los mellizos pasaran sus lecciones sucesivamente! Porque ellos —extraños siameses unidos por el brazo derecho del hermano mayor—, cuando el nombre Pérez González era emitido por el profesor, se ponían en pie y lanzaban, simultáneamente, un monótono rosario de oraciones gramaticales.

      En los primeros días de curso fueron el hazmerreír de la escuela. Llegaban, confundidos en el mismo afán de aspiración a unas buenas notas en los próximos exámenes. Se envolvían en trajecillos a listas y andaban deprisa a saltitos parejos, y con idéntico ritmo en la mutua renquera.

      Porque los dos hermanos cojeaban. El menor habíase adaptado tan perfectamente al defecto físico del mayor que quien los miraba no podía apreciar con exactitud cuál de los dos era el cojo auténtico. Tan perfecta llegó a ser la adaptación, que cuando el mellizo menor se levantaba del banco del colegio, después de haber elevado hacia el profesor el aspa breve de su dedo índice, el entarimado de la clase se estremecía todo él con el ritmo de su renquera. Y la perfección culminó en un paso en falso, del mellizo sano, una vez en que le faltaron el brazo y el hombro del otro mellizo.

      Su credencial de cojo se la dio una mujer que los vio en la calle, camino del colegio, el brazo de uno en el del otro, cartera a la espalda y las piernas derechas dando cortes al viento frío de una mañana de enero.

      —¡Pobrecitos, СКАЧАТЬ