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      —Chitón —susurra él—. Para.

      Lo hacemos. Nos paramos.

      P me arrastra detrás de un árbol. Me coge la cara con ambas manos. Tiene unas manos grandes y me encanta su contacto. Me levanta la cabeza y me besa. Lo siento por todas partes, un aleteo que empieza en el centro de mi corazón y después se difumina. Aparta la mano de mi cara. La pone sobre mi caja torácica, justo al lado de mi pecho. Estoy expectante. Gimo.

      Seguimos besándonos. Fue tan apasionado. No podíamos estar más cerca el uno del otro. Sentía que me ardía todo el cuerpo. Me metió la mano por debajo de la blusa. No diré más sobre esto. Me olvidé del crujido en el bosque. Pero ahora lo sé. Deberíamos haber avisado a alguien. Entonces deberíamos haber dejado de adentrarnos en el bosque. Pero no lo hicimos. En lugar de eso, hicimos el amor.

      Estaba tan perdida en nuestro mundo, en lo que estábamos haciendo, que al principio ni siquiera oí los gritos. Creo que P tampoco los oyó.

      Pero los gritos siguieron y ¿sabéis cómo describe la gente las experiencias cercanas a la muerte? Pues fue algo así, pero al revés. Era como si los dos nos dirigiéramos hacia una luz maravillosa y los gritos fueran una cuerda que tirara de nosotros de vuelta, a pesar de que no deseábamos volver.

      Dejó de besarme. Y esto es lo terrible.

      Ya no volvió a besarme.

      Lucy volvió la página, pero no había más. Levantó la cabeza de golpe.

      —¿Y el resto?

      —No hay más. Dijiste que lo mandaran por partes, ¿te acuerdas? No hay más.

      Lucy volvió a mirar las páginas.

      —¿Estás bien, Luce?

      —¿Entiendes de ordenadores, no es así Lonnie?

      Él volvió a arquear la ceja.

      —Soy mejor con las mujeres.

      —¿Te parece que estoy de humor?

      —Vale, vale, sí, entiendo de ordenadores. ¿Por qué?

      —Necesito saber quién ha escrito esto.

      —Pero...

      —Necesito —repitió— saber quién ha escrito esto.

      Él la miró fijamente un segundo. Lucy sabía lo que quería decirle. Era ir en contra de todo lo que predicaban. Habían leído historias horribles en esa habitación, ese mismo año incluso una de un incesto padre-hija y nunca habían intentado identificar a la persona que lo había escrito.

      —¿Quieres explicarme de qué va esto?

      —No.

      —Pero quieres que me cargue toda la confianza que hemos conseguido construir.

      —Sí.

      —¿Tan grave es?

      Ella se limitó a mirarle.

      —Ah, bueno —dijo Lonnie—. Haré lo que pueda.

      3

      —Se lo aseguro —repetí—. Es Gil Pérez.

      —El chico que murió con su hermana hace veinte años.

      —Evidentemente, no murió —dije.

      No creo que me creyeran.

      —Puede que sea su hermano —dijo York.

      —¿Con el anillo de mi hermana?

      —Ese anillo es muy común —dijo Dillon—. Hace veinte años estaban de moda. Creo que mi hermana tenía uno. Se lo regalaron al cumplir los diecisiete, creo. ¿Estaba grabado el de su hermana?

      —No.

      —Pues no podemos estar seguros.

      Hablamos un rato, pero no había mucho más que añadir. La verdad es que yo no sabía nada.

      Dijeron que estarían en contacto. Localizarían a la familia de Gil Pérez, para que hicieran una identificación positiva. No sabía qué hacer. Me sentía perdido, atontado y confundido.

      Mi BlackBerry y mi móvil estaban enloquecidos. Ya llegaba tarde a una cita con el equipo de la defensa en el caso más importante de mi carrera.

      Dos universitarios ricos y jugadores de tenis de la lujosa población de Short Hills acusados de violar a una afroamericana de dieciséis años de Irvington llamada —no, su nombre no ayudaba nada— Chamique Johnson. El juicio ya había empezado, se había aplazado y ahora esperaba poder cerrar un trato de condena en prisión antes de que volviera a empezar.

      Los policías me acompañaron a mi oficina en Newark. Sabía que los abogados de la defensa pensarían que mi retraso no era más que una táctica, pero no podía remediarlo. Cuando entré en el despacho, los dos abogados de la defensa ya estaban sentados.

      Uno de ellos, Mort Pubin, se levantó y se puso a aullar.

      —¡Hijo de puta! ¿Sabes la hora que es? ¿Lo sabes?

      —Mort, ¿has adelgazado?

      —No me vengas con esa mierda.

      —Espera. No, no es eso. Estás más alto. Has crecido. Como un chico de verdad.

      —Ya está bien, Cope. ¡Llevamos una hora esperando!

      El otro abogado, Flair Hickory, siguió sentado, con las piernas cruzadas, como si no tuviera ninguna preocupación en la vida. Era de Flair de quien yo estaba pendiente. Mort era ruidoso, mal hablado y exagerado. Flair era el abogado defensor que yo más temía. No era lo que uno esperaba. De entrada, Flair (juraba que era su nombre real, aunque yo tenía mis dudas) era gay. Vale, no es para tanto. Hay muchos abogados gays, pero Flair era gay gay, como el hijo natural de Liberace y Liza Minnelli, criado sólo con Streisand y musicales.

      Flair no lo disimulaba en los juzgados, más bien le sacaba partido.

      Flair dejó que Mort se desahogara un rato, flexionó los dedos y se miró las uñas. Pareció satisfecho. Después levantó la mano e hizo callar a Mort con un gesto elegante.

      —Ya está bien —dijo Flair.

      Llevaba una camisa de color púrpura. O puede que fuera berenjena o vincapervinca, un color de esos. No entiendo mucho de colores. La camisa era del mismo color que el traje. El mismo que la gran corbata. El mismo que el pañuelo de bolsillo. El mismo —Dios nos ampare— de los zapatos. Flair reparó en que me estaba fijando en su ropa.

      —¿Te gusta? —preguntó Flair.

      —El dinosaurio Barney imita a Village People —dije.

      Flair hizo una mueca.

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