El bosque. Харлан Кобен
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El bosque - Харлан Кобен страница 6

Название: El bosque

Автор: Харлан Кобен

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788490067819

isbn:

СКАЧАТЬ a mirar.

      —No —dije.

      —¿Está seguro?

      Estaba a punto de confirmarlo. Pero algo me detuvo.

      —¿Qué pasa? —preguntó York.

      —¿Por qué estoy aquí?

      —Queríamos saber si le conocía...

      —Ya, pero ¿qué les hizo pensar que podía conocerle?

      Desvié la mirada a un lado y vi que York y Dillon intercambiaban una ojeada. Dillon se encogió de hombros y York recogió el testigo.

      —Llevaba su dirección en el bolsillo —dijo York—. Y llevaba un puñado de recortes sobre usted.

      —Soy un personaje público.

      —Sí, lo sabemos.

      Se calló. Me volví a mirarlo.

      —¿Qué pasa?

      —Los recortes no hablaban de usted. En realidad, no.

      —¿De qué hablaban entonces?

      —De su hermana —dijo—. Y de lo que pasó en el bosque.

      La temperatura de la sala bajó diez grados, pero estábamos en el depósito. Intenté mantener la calma.

      —Puede que fuera un fanático de los crímenes. Hay muchos de estos.

      York vaciló. Vi que volvía a intercambiar una mirada con su compañero.

      —¿Qué pasa? —pregunté.

      —¿A qué se refiere?

      —¿Qué más llevaba encima?

      York se volvió hacia un empleado del que yo ni siquiera había advertido la presencia y dijo:

      —¿Puede mostrar al señor Copeland los efectos personales?

      Seguí mirando la cara del difunto. Tenía marcas de viruela y arrugas. Intenté imaginármelo sin ellas. No le conocía. Manolo Santiago era un desconocido para mí.

      Alguien trajo una bolsa de pruebas de plástico rojo. La vaciaron sobre una mesa. Desde lejos distinguí unos vaqueros y una camisa de franela. Había una cartera y un móvil.

      —¿Han mirado el móvil? —pregunté.

      —Sí. Es desechable. El directorio está vacío.

      Aparté la mirada de la cara del difunto y me acerqué a la mesa. Las piernas me temblaban.

      Había hojas de papel dobladas. Desdoblé una con cuidado. El artículo del Newsweek. La foto de los cuatro adolescentes muertos, las primeras víctimas del «Monitor Degollador». Siempre empezaban con Margot Green porque su cuerpo fue localizado enseguida. Se tardó un día más en localizar a Doug Billingham. Pero el interés de verdad estaba en los otros dos. Se había encontrado sangre y ropa desgarrada perteneciente tanto a Gil Pérez como a mi hermana, pero no los cuerpos.

      ¿Por qué no?

      Es sencillo. Los bosques son inmensos. Wayne Steubens los había escondido bien. Pero algunas personas, esas que aman las conspiraciones, no lo creían así. ¿Por qué sólo no habían localizado a dos? ¿Cómo podía Steubens haber trasladado y enterrado los cuerpos tan rápidamente? ¿Tenía un cómplice? ¿Cómo lo había hecho? ¿Qué estaban haciendo esos cuatro en el bosque?

      Incluso ahora, dieciocho años después de que arrestaran a Wayne, la gente habla de los «fantasmas» del bosque, o de que hay una secta secreta viviendo en una cabaña abandonada o de pacientes escapados de un sanatorio u hombres con garfios en vez de manos o extraños experimentos médicos que salieron mal. Hablan del coco y de los restos de su campamento, todavía con los restos de huesos de los niños que se ha comido. Dicen que de noche todavía pueden oír aullar a Gil Pérez y a mi hermana, Camille, buscando venganza.

      Pasé muchas noches solo en ese bosque. Nunca oí aullar a nadie.

      Mis ojos pasaron de la foto de Margot Green a la de Doug Billingham. La fotografía de mi hermana era la siguiente. Había visto esa foto millones de veces. Los medios la adoraban porque en ella mi hermana parecía maravillosamente normal. Era una chica cualquiera, la canguro favorita, la adolescente encantadora que vivía a una manzana. Camille no era así. Era maliciosa, tenía unos ojos vivos y una sonrisa de niña mala que hacía perder la cabeza a los chicos. Esa foto no era ella. Ella era mucho más. Y tal vez eso le había costado la vida.

      Iba a coger la última fotografía, la de Gil Pérez, pero algo hizo que me detuviera.

      Se me detuvo el corazón.

      Sé que suena dramático, pero fue lo que sentí. Miré el montón de monedas que Manolo Santiago tenía en el bolsillo y lo vi, y fue como si una mano se introdujera en mi pecho y me estrujara el corazón tan fuerte que no le permitiera latir.

      Retrocedí.

      —Señor Copeland.

      Mi mano avanzó como si tuviera vida propia. Vi que mis dedos lo cogían y lo acercaban a mis ojos.

      Era un anillo. Un anillo de chica.

      Miré la foto de Gil Pérez, el chico que había sido asesinado junto a mi hermana en el bosque. Volví atrás veinte años. Y recordé la cicatriz.

      —¿Señor Copeland?

      —Enséñeme su brazo —dije.

      —¿Cómo dice?

      —El brazo. —Me volví hacia el cristal y señalé el cadáver—. Enséñeme su brazo, maldita sea.

      York hizo una seña a Dillon. Éste apretó el intercomunicador.

      —Quiere ver el brazo del fallecido.

      —¿Cuál? —preguntó la mujer del depósito.

      Me miraron.

      —No lo sé —dije—. Los dos, supongo.

      Parecían confundidos, pero la mujer obedeció. Bajó la sábana.

      Ahora su torso era peludo. Estaba más gordo, al menos catorce kilos más que en aquella época, pero eso no era sorprendente. Había cambiado. Todos habíamos cambiado. Pero no era eso lo que buscaba. Yo miraba el brazo en busca de una cicatriz irregular.

      Estaba allí.

      En el brazo izquierdo. No me sobresalté ni nada parecido. Era como si me hubieran despojado de parte de mi realidad y estuviera demasiado entumecido para hacer nada al respecto. Me quedé allí quieto.

      —¿Señor Copeland?

      —Le conozco —dije.

      —¿Quién es?

      Señalé СКАЧАТЬ