Название: Distancia social
Автор: Daniel Matamala
Издательство: Bookwire
Жанр: Социология
isbn: 9789563248982
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En 2017 el tono fue más duro. Y ese 54,58%, esos casi 3.800.000 votos, fueron esgrimidos como prueba de que la ciudadanía conectaba con ese discurso. Tras las reformas de Bachelet vendrían las contrarreformas de Piñera.
No se trataba solo de críticas específicas a las políticas públicas de Bachelet: una reforma educacional, una amputada reforma tributaria, un frustrado proceso constituyente y la despenalización del aborto en tres causales. Había algo más.
La homogénea élite político-empresarial vinculada en especial a los grandes grupos económicos y a la derecha política sentía todos los acontecimientos de los años previos como un ataque a sus fuentes de legitimidad y poder. Los escándalos de colusión, Penta y SQM habían deslegitimado el rol preponderante del gran empresariado en la escena de poder en Chile. En 2015, por primera vez, estaban en el banquillo de los acusados. La acusación del fiscal Carlos Gajardo a Penta (“es una máquina para defraudar al Fisco”) contrastaba con el discurso tradicional del empresariado (“Empresas Penta es una máquina para dar trabajo y aportar al progreso de Chile”, contestó Délano). Los casos fueron enterrados gracias a un pacto transversal de la clase político–empresarial, y su atrevimiento le costó el puesto a Gajardo. Recompuesta de ese momento en que se vio al borde del abismo, en 2017 la élite veía la oportunidad de reconstituirse como una homogénea clase dirigente.
Para ello se volcaron sin pudores a la campaña de la derecha. Hasta la primera vuelta, Sebastián Piñera obtuvo $282.159.540 en aportes públicos de directores de empresas, el 94,3% del total donado por ese segmento. Le siguió el candidato de la extrema derecha, José Antonio Kast, con $14.500.000 (4,9%). Apenas con migajas se quedaron Carolina Goic, de la Democracia Cristiana ($1.850.000, equivalentes al 0,6%), y Alejandro Guillier, candidato del resto de la Nueva Mayoría ($650.000, el 0,2%). Los otros cuatro candidatos en liza no recibieron un solo peso.
Las cifras no solo muestran la homogeneidad ideológica de los directores de empresas en Chile, sino también el abandono de su práctica histórica de “dar a todos”, aplicada en la época de las donaciones reservadas de empresas. Entonces la derecha se llevaba la parte del león, pero la Concertación también recibía aportes importantes, con la lógica de congraciarse con ese grupo de poder. Esto se acabó en la primera campaña presidencial que prohibió los aportes de empresas y obligó a hacerlos públicos. Ese cambio legislativo pudo tener cierto efecto, pero vino acompañado de una ruptura mayor: para la clase empresarial, la centroizquierda dejó de ser un socio confiable y pasó a convertirse en adversario. Había que derrotarlo, a golpes de billetera.
El efecto también fue denotar una gigantesca brecha entre las preferencias de esa élite y los ciudadanos. En la primera vuelta presidencial, los cinco candidatos de izquierda (Alejandro Guillier, Beatriz Sánchez, Marco Enríquez–Ominami, Eduardo Artés y Alejandro Navarro) sumaron la mitad de los votos: exactamente 49,55%. Y se quedaron con el 0,2% de los aportes empresariales. En contraste, los candidatos de derecha (Piñera y Kast) sumaron el 44,57% de los votos y el 99,2% del dinero vinculado a los grupos económicos.
Estos golpes de bolsillo se acompañaron con un coro de advertencias del tipo “la bolsa o la vida”. Precisamente el presidente de la Bolsa de Santiago, Juan Andrés Camus, tras donar el máximo legal permitido a la campaña de Piñera ($13.159.955), aprovechó su cargo para darle un empujoncito adicional. “Si no saliera elegido Piñera, la probabilidad de que tengamos un colapso en el precio de las acciones es alta”, pronosticó tras inaugurar la World Investor Week.
El triunfo de Piñera, entonces, se vivió con efervescencia. Bloomberg describía “la euforia de la comunidad empresarial” ante este nuevo gobierno que prometía la reivindicación del empresariado como el sujeto político principal de la nación, la locomotora de ese largo y angosto tren llamado Chile. “La elección de Sebastián Piñera ha impulsado la confianza de los inversores y de las empresas”, decía Andrés Abadía, economista sénior de Pantheon Macroeconomics. “Estoy seguro de que eso se traducirá en un aumento gradual de la inversión”. Y como las buenas noticias nunca llegan solas, la asunción de Piñera coincidió con una fuerte alza en las exportaciones de cobre, litio y frutas, gracias al aumento de la demanda desde China.
El Índice Mensual de Confianza Empresarial (IMCE), del Banco Central, que había llegado a un mínimo de 39,24 puntos a mediados de 2016, comenzó a subir con la campaña y tuvo un salto histórico con el triunfo de Piñera, pasando de 44,00 puntos en diciembre de 2017 a 53,79 en enero de 2018 y a 57,38 en febrero, el valor máximo desde 2013.
Era un verano de euforia en Cachagua.
Un gobierno sin complejos
Pero no se trataba solo de intereses económicos; estos están estrechamente atados a los ideológicos. Aquí el ejemplo estadounidense fue fundamental. Los sectores etiquetados como “neoconservadores” fueron ganando espacio en el Partido Republicano durante la década del 2000, poniendo un énfasis cada vez mayor en la interpretación de los debates públicos desde una óptica moral. El avance de posiciones progresistas en temas de derechos civiles, la “cultura de la cancelación” y lo políticamente correcto articularon a los sectores conservadores en torno a la defensa del statu quo, y las “guerras culturales” se convirtieron en el tema dominante de la discusión pública, sobre asuntos como el aborto, el matrimonio igualitario, la educación privada (especialmente la religiosa), el racismo, la inmigración e incluso la confianza en la ciencia.
La fallida candidatura a la vicepresidencia de Sarah Palin y el auge del Tea Party consolidaron estos movimientos, en un proceso que llegaría a su cénit con la elección de Donald Trump en 2016. En Chile, muchos tomaron nota: la “batalla cultural” parecía una herramienta idónea para ganar elecciones. Este diagnóstico se vio fortalecido con los triunfos de Mauricio Macri en Argentina (2015) y Pedro Pablo Kuczynski en Perú (2016): dos símiles de Piñera, que construyeron inéditas victorias para la derecha desde la gestión empresarial y una visión conservadora de la sociedad.
Para Piñera, los temas de derechos civiles (o “valóricos”, como se les suele designar en Chile) jamás han sido prioridad. Con una mirada personal más bien liberal, los usa de acuerdo a lo que la conveniencia política dicte. Pero los ejemplos de Trump, Macri y Kuczynski fueron convincentes, y su propia victoria consolidó el concepto. Nada de vestirse con arcoíris ajenos. Los “tiempos mejores” vendrían de la mano de un gobierno nítidamente conservador en lo valórico, y proempresarial en lo económico.
Para ello, Piñera se apoyaría en dos think tanks que empujaban esa línea. Uno clásico: el Instituto Libertad y Desarrollo (LyD), centro de lobby favorito del empresariado y guardián de la ortodoxia, y otro emergente, la Fundación Para el Progreso (FPP), creada a imagen y semejanza de combativos centros de trinchera como Atlas Society y Ayn Rand Institute. Como una marca de los nuevos tiempos, el histórico buque madre de la derecha liberal y del empresariado, el Centro de Estudios Públicos (CEP), quedaría en un segundo plano. Se le reprochaba su enfoque poco confrontacional y su énfasis en tender puentes intelectuales con otros sectores.
El histórico director del CEP, Arturo Fontaine, había representado esa mirada, invitando a conversar a los dirigentes estudiantiles de la gran protesta de 2011, criticando el lucro en educación y defendiendo la importancia del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. En una señal de la polarización que empezaba a mostrar la élite, en 2013 el Comité Ejecutivo del CEP, dominado por los grandes grupos económicos, le pidió la renuncia. Para el escritor Mario СКАЧАТЬ