Betty. Tiffany McDaniel
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Название: Betty

Автор: Tiffany McDaniel

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Sensibles a las Letras

isbn: 9788418918247

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СКАЧАТЬ un árbol dañado dar frutos buenos.

      Mateo 7, 18

      Cuando llegaban las primeras nieves del invierno, mi madre se aposentaba en el salón. Allí estaban los muebles que nuestro padre había fabricado, pero cuando me acuerdo de ella en esa habitación, veo el espacio casi vacío. Solo están las tablas del suelo de madera rayadas de arrastrar muebles o correr demasiado o jugar con cuchillos. Veo las cortinas de algodón de cada ventana y la antigua mecedora de madera color melaza. Mi madre se sienta en ella después de abrir todas las ventanas. Lleva su vestido de casa más bonito. Uno rosa claro con ramos de florecillas color crema y azul intenso. Estoy segura de que las flores suman un número impar. Está descalza. Flexiona los dedos de los pies mientras apoya el pie derecho encima del izquierdo.

      Dependiendo de la dirección en que sopla el viento, la nieve entra en casa. Al principio las ráfagas se derriten antes de posarse. Luego se amontonan suavemente como el polvo y traen su frío. Veo el aliento de mi madre y cómo se le pone la piel de gallina. Eso es el invierno para mí. Mi madre sentada con un vestido de primavera en medio del salón mientras la nieve entra. Papá que llega corriendo, cierra las ventanas y la envuelve con una manta. La nieve derretida en charquitos en el suelo de madera de la casa de Shady Lane en Breathed, Ohio. Eso es el invierno para mí. Eso es el matrimonio.

      Al principio las casas las construyen el padre y la madre. Algunas tienen tejados en los que nunca se forman goteras. Otras están hechas de ladrillo, piedra o madera. Algunas tienen chimeneas, porches, un sótano y un desván, todo construido por los padres con sus manos. Manos de carne, hueso y sangre. Pero también de otras cosas. Las manos de mi padre eran de tierra. Las de mi madre, de lluvia. No me extraña que no pudiesen abrazarse sin hacer demasiado barro para dos. Y, sin embargo, con ese barro nos construyeron una casa que se convirtió en un hogar.

      El mayor de nosotros nació en 1939 un día teñido de un tono marrón intenso como una fotografía color sepia. Ese hijo de ojos azules se llamó Leland. Desde el momento en que nació, supieron lo poco que se parecía a su padre y lo mucho que se parecía a su madre.

      —Tiene el pelo rubio de ella.

      —Y su piel pálida.

      —Y su labio con forma de arco de Cupido.

      Cuando nació su nuevo hijo, mamá y papá decidieron instalarse en Breathed, Ohio. Era el pueblo en el que papá se había criado después de que su familia se mudase de Kentucky. Le pareció un buen sitio para criar a su familia. Siempre cerca de un río, papá llevó al bebé a la corriente y lo hundió enérgicamente en el agua como haría con cada uno de nosotros cuando nacimos.

      —Así mis hijos podrán ser fuertes como el río —decía.

      Cinco años después de Leland llegó Fraya, en 1944. Leland quería a su hermana pequeña, pero su amor era como una bolsa de basura envasada al vacío.

      —Dios nos dio a Leland para que fuese nuestro hermano mayor —dijo Fraya una vez—. No puedo imaginar que Dios se equivocara.

      Cuando me acuerdo de Fraya, evoco la imagen borrosa de mil luces que se balancean. Partículas que brillan y centellean antes de desaparecer en la oscuridad y un zumbido que sé que es un sonido de abejas.

      —Dulce como la miel —decía Fraya.

      Conforme ella crecía, papá le levantaba los brazos cada año que pasaba.

      —Tú eres mi medida —le decía—. Tú medirás la distancia que separe todo lo que crezca en el huerto y la que separe los postes de la valla.

      —¿Por qué soy tu medida? —preguntaba siempre Fraya, aunque sabía lo que él iba a contestar.

      —Porque eres importante. —Él le estiraba las manos a cada lado—. Tú eres mi centímetro, mi pulgada y mi pie. La distancia entre tus manos es la distancia que mide todo entre el sol y la luna. Solo una mujer puede medir esas cosas.

      —¿Por qué? —inquiría Fraya para recordárselo a sí misma.

      —Porque eres poderosa.

      En 1945, Fraya se convirtió en hermana mayor cuando nació Yarrow. Después de sumergir a Yarrow en el río, papá cogió un cangrejo. A continuación, rascó suavemente la palma de la mano de Yarrow con la pinza del cangrejo.

      —Para que siempre agarres fuerte —le dijo.

      A partir de ese momento, el pequeño cogía de todo. Canicas. Piedras. Abalorios del bolsillo de papá. Yarrow aferraba esas cosas tan fuerte que papá lo llamaba Cangrejito. Yo nunca tuve ocasión de llamarlo así. Cuando tenía dos años, el niño que cogía de todo se quedó bajo el castaño de Indias del jardín con las manos abiertas hacia el cielo. Tenía una castaña alojada en la garganta. Tal vez creyó que, como tenía el exterior marrón brillante, la castaña era un pedazo de caramelo.

      Después de taparlo con tierra sembrada de semillas de milenrama, mamá y papá se llevaron a Leland y Fraya de allí. No solo se fueron de Breathed, sino de Ohio y todas sus casas peladas y su esplendor ensangrentado, como decía papá. No soportaban vivir en un estado cuyo símbolo era el castaño de Indias.

      Cuando se marcharon, se mudaron de sitio en sitio. Parecía que mamá se quedaba embarazada en un estado para luego tener el niño en otro. En 1948 estuvo a punto de morir dando a luz a Waconda en la orilla del río Solomon de Kansas. Papá calculó que la niña pesaba seis kilos cuando nació. La placenta salió antes que Waconda. Papá intentó volver a meterla, o al menos eso dice la historia.

      Pusieron al bebé el nombre del manantial de Waconda, que antiguamente existió cerca del río y era visitado por los indios de las Grandes Llanuras, que creían que tenía poderes sagrados. Agua espiritual. Así es como se traducía su nombre.

      Nuestra Agua Espiritual vivió diez días y lloró cada uno de ellos. Papá decía que se debía a que la sombra de un halcón que volaba en lo alto se había posado sobre Waconda y le había dado el grito del halcón. Papá trató de sacarle el grito frotando a Waconda en la garganta con una lombriz. Por las noches, mamá la acunaba con la esperanza de que se durmiese. Parecía que nada la ayudaba.

      El trágico día Waconda estaba llorando en la cuna. Papá se encontraba en la cocina poniéndose té negro en las ronchas de la urticaria con bolitas de algodón para que se le secasen.

      —Tranquilízate, Waconda, por favor —dijo—. Se te va a aguar el alma de tanto llorar.

      Mamá estaba en el dormitorio aplicándose avellano de bruja en la cara con una bolita de algodón.

      —¿Es que no se va a callar nunca esa niña? —preguntó mamá a su reflejo en el espejo.

      Leland, de nueve años, y Fraya, de cuatro, estaban en el suelo de la sala de estar haciendo ovejas con más bolitas de algodón.

      —Waconda —gritaban los dos tapándose los oídos.

      De repente todo se quedó tranquilo. En el silencio, encontraron a Waconda con una bolita de algodón metida en la boca.

      Tres años más tarde, en 1951, otra hija llegó a la familia. Se llamó Flossie y nació en una escalera de California, los bordes de cuyos escalones se clavaban en la espalda de mamá mientras se agarraba a un balaústre con una mano y empujaba con la otra contra la pared. Cuando no hacía más de un minuto que Flossie había nacido, papá cogió una judía seca y se СКАЧАТЬ