Название: Conflicto cósmico
Автор: Elena G. de White
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9789875678019
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Enrique sintió la necesidad de hacer las paces con Roma. Acompañado de su esposa y de un fiel sirviente cruzó los Alpes en pleno invierno para poder humillarse ante el Papa. Al llegar al castillo de Gregorio fue conducido a un atrio exterior. Allí, en medio del severo frío del invierno, con la cabeza descubierta y los pies desnudos, esperó el permiso del Papa para aparecer ante su presencia. Solamente después que había pasado tres días de ayuno y confesión, el pontífice le concedió el perdón. Y esto todavía con la condición de que debía esperar la autorización del Papa para volver a usar las insignias reales o ejercer su poder. Gregorio, envanecido con su triunfo, se jactó de que era su deber humillar el orgullo de los reyes.
Cuán notable es el contraste entre este despótico pontífice y Cristo, que se presenta a sí mismo pidiendo entrada a la puerta del corazón. Enseñó a sus discípulos: “El que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo” (S. Mateo 20:27).
Cómo se introdujeron las falsas doctrinas
Aun antes del establecimiento del papado, las enseñanzas de los filósofos paganos habían ejercido su influencia en la iglesia. Muchos aún se aferraban a los principios de la filosofía secular e instaban a otros a estudiarla como medio de extender su influencia entre los paganos. Así se introdujeron serios errores en la fe cristiana.
Entre las falsas doctrinas se destacan la creencia de la inmortalidad natural del hombre y su estado consciente después de la muerte. Esta doctrina forma el fundamento sobre el cual Roma estableció la invocación de los santos y la adoración a la Virgen María. De esto surgió también la herejía del tormento eterno para los que eran definidamente impenitentes, la cual se incorporó en la fe papal.
Estaba preparado el camino para otra invención del paganismo: el Purgatorio, empleado para aterrorizar a las multitudes supersticiosas. Esta herejía afirma la existencia de un lugar de tormento en el cual las almas de los que no habían merecido la eterna condenación sufren un castigo por sus pecados, y desde el cual, cuando son limpiados de la impureza, son admitidos en el cielo.
Aún se necesitaba otra impostura para permitirle a Roma sacar provecho de los temores y los vicios de sus adherentes: la doctrina de las indulgencias. Se prometía la completa remisión de los pecados pasados, presentes y futuros a todos los que se alistaran en las guerras del pontífice para castigar a sus enemigos o para exterminar a aquellos que osaran negar su supremacía espiritual. Mediante el pago de dinero a la iglesia, las personas podían liberarse de sus pecados y también liberar a las almas de los amigos muertos que sufrían en las llamas atormentadoras. De esta manera Roma llenó sus cofres y sostuvo la pompa, el lujo y el vicio de los pretendidos representantes de Aquel que no tenía dónde reclinar la cabeza.
La institución bíblica de la cena del Señor fue reemplazada por el sacrificio idólatra de la misa. Los sacerdotes papales pretendían convertir el sencillo pan y el vino en el verdadero “cuerpo y sangre de Cristo”.[1] Con blasfema pretensión, abiertamente reclamaban el poder de crear a Dios, el Creador de todas las cosas. Se exigía que los cristianos, bajo pena mortal, manifestaran su fe en esta herejía que afrentaba al cielo.
En el siglo XIII se estableció la más terrible maquinaria del papado: la Inquisición. En sus secretos concilios Satanás dominaba la mente de esos hombres malos. Invisible en medio de los mismos, un ángel de Dios tomaba nota de sus terribles e inicuos decretos y registraba la historia de hechos demasiado horribles para los ojos humanos. “Babilonia la grande” se vio “ebria de la sangre de los santos” (ver Apocalipsis 17:5, 6). Los cuerpos mutilados de millones de mártires clamaban a Dios por venganza contra ese poder apóstata.
El papado había llegado a ser el déspota del mundo. Reyes y emperadores se inclinaban ante los decretos del pontífice romano. Durante centenares de años la doctrina de Roma se recibía sumisamente. Sus clérigos eran honrados y sostenidos generosamente. Desde entonces nunca la Iglesia Romana alcanzó de nuevo tanto rango, brillo o poder.
Pero “el mediodía del papado era la medianoche del mundo”.[2] Las Escrituras eran casi desconocidas. Los dirigentes papales odiaban la luz que revelaba sus pecados. Habiéndose eliminado la ley de Dios, la norma de justicia, ellos practicaban el vicio sin restricción. Los palacios de los papas y prelados eran escenarios de viles francachelas. Algunos de los pontífices eran culpables de crímenes tan horrorosos que los gobernantes seculares intentaron destronarlos por ser monstruos demasiado viles para ser tolerados. Durante siglos Europa se estancó en materia de saber, arte y civilización. Una parálisis moral e intelectual había dominado a la cristiandad.
¡Tales fueron los resultados de desterrar la Palabra de Dios!
[1] Conferencias del cardenal Wiseman sobre “The Real Presence” [La presencia real], conf. 8, sec. 3, párr. 26.
[2] J. A. Wylie, The History of Protestantism [La historia del protestantismo], lib. 1, cap. 4.
Capítulo 4
Un pueblo que esparce la fe
Durante el largo período de la supremacía papal hubo testigos de Dios que conservaron la fe en Cristo como el único mediador entre Dios y los hombres. Consideraban la Biblia como la única regla de vida, y santificaban el verdadero día de reposo. Se los tildaba de herejes, sus escritos eran confiscados, adulterados o mutilados. Sin embargo, ellos permanecieron firmes.
Su historia ocupa un lugar escaso en los registros humanos, fuera de lo que se encuentra en las acusaciones de sus perseguidores. Roma trató de destruir todo lo “herético”, tanto personas como escritos. Se esforzó también por destruir todo registro de su crueldad hacia los que no estaban de acuerdo con ella. Antes de la invención de la imprenta, los libros eran escasos en número; por lo tanto, no era mucho lo que se podía hacer para impedir que los partidarios de Roma llevaran a cabo su propósito. Tan pronto como el papado obtuvo poder, la Iglesia Romana extendió sus brazos para aplastar a todo el que rehusara reconocer su dominio.
En Gran Bretaña, el cristianismo primitivo había echado raíces muy temprano, sin dejarse corromper por la apostasía romana. La persecución por parte de los emperadores paganos fue el único don que las primeras iglesias de Gran Bretaña recibieron de Roma. Muchos cristianos que huían de la persecución en Inglaterra hallaron refugio en Escocia; desde allí la verdad fue llevada a Irlanda, y en estos países fue recibida con alegría.
Cuando los sajones invadieron Gran Bretaña, el paganismo logró predominar, y los cristianos fueron obligados a refugiarse en las montañas. En Escocia, un siglo más tarde, la luz brilló hasta llegar a países muy distantes. Colombano y sus colaboradores llegaron desde Irlanda y convirtieron a la isla de Iona en el centro de sus labores misioneras. Entre estos evangelistas se hallaba un observador del sábado, y así la verdad fue introducida entre el pueblo. Se estableció una escuela en Iona, y de ella salieron misioneros para ir a Escocia, Inglaterra, Alemania, Suiza y aun a Italia.
Roma hace frente a la religión bíblica
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