Название: La música de la República
Автор: Eva Brann T.H.
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Estètica&Crítica
isbn: 9788437099590
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XII EL ARGUMENTO DE LA CAUSA (102 a-107 b)
Fedón retoma el hilo de su narración. Al principio, Sócrates habla con Simmias, pero pronto entra Cebes y sigue con Sócrates hasta el final mismo de esta última sección del argumento.
Llegamos a la sección más densa y laberíntica del diálogo. La base para toda la discusión es que los contrarios son mutuamente excluyentes, una exclusión que Sócrates retrata de modo mítico (y algo cómico) con el lenguaje del combate y la retirada. Sócrates pone el ejemplo de lo Grande y lo Pequeño. Argumenta que «lo Grande en nosotros no tolera lo Pequeño ni está dispuesto a que lo sobrepasen». Lo Grande y lo Pequeño se presentan en guerra el uno con el otro, como el placer y el dolor en la referencia anterior de Sócrates a Esopo. Las formas poseen identidades inviolables y esa virginidad hace que una forma sea enemiga de su opuesto. Ante la aproximación de su contrario, una forma debe «huir» o «perecer». En este punto, un oyente anónimo habla en voz alta y muestra que ha estado prestando mucha atención a la conversación durante todo el tiempo. (Tal vez no sea uno de los catorce nombrados porque no necesita estar a salvo de emociones inapropiadas y simplemente «siga el lógos» con gran interés.) Le recuerda a Sócrates que se había acordado que los contrarios, lejos de excluirse entre sí, salen el uno del otro. Sócrates replica a la objeción diciendo que la afirmación anterior no había sido sobre las formas, sino sobre las cosas. Entonces, devuelve a Cebes a la afirmación aparentemente indisputable de que «un contrario nunca lo será de sí mismo».
Sócrates insiste en ese aspecto pasando a otro ejemplo, lo Caliente y lo Frío y su influencia en el comportamiento del fuego y la nieve: las formas Frío y Caliente se comportan como suelen hacerlo los contrarios, según lo que se ha dicho hasta ahora. Cuando uno de ellos se aproxima, el otro «huye o perece». Pero el fuego y la nieve, dice Sócrates, también se comportan de esa manera. Cuando lo Caliente se aproxima a la nieve, la nieve que fue una vez fría no se transforma en nieve que ahora está caliente: puede «alejarse» o quedarse y perecer como nieve. Tampoco «se enfría» el fuego con la cercanía de la nieve. Debe «salirse del camino o perecer».
Sócrates extiende el argumento para incluir el comportamiento de Pares e Impares en relación a los números. ¿Por qué, nos preguntamos, ha escogido esos ejemplos en particular y esa secuencia? ¿Apuntan esos ejemplos, cuando se toman y exploran por separado, a las mismas o distintas conclusiones? ¿Tienden a reforzar el argumento o a debilitarlo? En cualquier caso, Sócrates parece ansioso por sacar una conclusión general: los contrarios, como resultado, no son los únicos que no se admiten el uno al otro; las cosas que contienen opuestos actúan del mismo modo.
En ese punto sucede algo inesperado. Sócrates lleva a Cebes de vuelta al principio del argumento y revisa el acuerdo anterior sobre la causa. Dice que ahora irá más allá de la primera respuesta, la segura y no aprendida sobre la presencia de una forma. Si alguien le pregunta: «¿Qué ha hecho que ese cuerpo se caliente?», Sócrates no dirá ahora que «el Calor», sino «el fuego». Con esa respuesta «más elegante» o sofisticada (una respuesta que, debemos advertir, sigue dependiendo de las formas) termina –de manera dudosa, por cierto– el argumento. Sócrates vuelve por fin al alma, considerada ahora «aquello por lo que el cuerpo vive». El razonamiento que habían personificado los ejemplos previos (Frío y Caliente, Par e Impar) se aplica ahora de forma incuestionable al alma en relación con el cuerpo. La Vida y la Muerte son contrarias. Las cosas que «contienen contrarios» se comportan como lo hacen los contrarios mismos: se excluyen mutuamente y son hostiles entre sí. Lo que no admite Muerte debe, sin embargo, ser inmortal, y el alma, que aporta la Vida a lo que posee, debe «contener» lo contrario a la Muerte. Por tanto, «el alma es algo inmortal». ¿Se ha demostrado suficientemente esa conclusión? Cebes, habitualmente escéptico, parece creerlo. Responde con un entusiasta «Muy adecuadamente demostrado, Sócrates». Sócrates añade una condición más cuestionable al argumento: que el alma se muestre tan imperecedera o inmune a la decadencia como inmortal. Cebes acuerda de buena gana que en verdad lo inmortal debe ser inmune a la decadencia. Sócrates concluye: «Cuando la Muerte le llega a un hombre, su parte mortal, como es probable que ocurra, muere, pero su parte inmortal sale y queda a salvo, sin decaer, apartándose del camino de la Muerte». Entonces Sócrates regresa a su punto anterior, uno de los constantes estribillos de su canción filosófica: si el alma «sale», debe haber un lugar al que salga. Ese lugar es el Hades, lo Invisible.
Cebes dice que ahora ya no desconfía de los argumentos anteriores. Anima a Simmias «o a cualquier otro» a hablar en voz alta mientras haya tiempo. También Simmias dice que ya no desconfía, «dado lo que se ha argumentado», pero matiza su acuerdo con Cebes. Confiesa una persistente desconfianza basada en la magnitud de lo que han estado hablando y, por contraste, la debilidad de la naturaleza humana. Sócrates responde reforzando esa desconfianza al tiempo que la transforma en una tarea de por vida. Despeja las vagas ansiedades de Simmias por la flaqueza diciéndole que se ponga a trabajar. Incluso nuestras «primeras hipótesis», dice Sócrates, «deben examinarse con más claridad». Presumiblemente se refiere, en particular, a la hipótesis de las formas.
Previamente en el diálogo, Sócrates había invocado la figura de Penélope. El verdadero filósofo no era como Penélope, cuya red se tejía solo para deshacerse. No dejará, una vez libre de enredos corporales, que su alma se repliegue vergonzosamente en el cuerpo. Pero aquí, al final de los argumentos del Fedón, Sócrates recuerda y rehabilita de forma indirecta la figura de Penélope. El verdadero filósofo es, de hecho, como la mujer de Odiseo. Al final de un argumento, cuando se ha «tejido» una conclusión, debe volver al principio, separar las hebras de las que se compone el argumento y deshacer la red del lógos. El lógos, cuyo regreso a la vida ha intentado lograr el nuevo Heracles, perdura precisamente en esa oscilación entre tejer y destejer. El argumento sigue y es, en cierto sentido, inmortal, no solo porque las almas valerosas lo conservan, sino porque el lógos filosófico es en sí mismo inherentemente incompleto y nunca «llega al final».
XIII LA VERDADERA TIERRA (107 b-115 a)
Sócrates pasa ahora del argumento, y de nuestra confianza y desconfianza en el argumento, a su mito sobre la verdadera tierra. Como los mitos que Sócrates presenta en otros diálogos, este tiene como punto central la importancia extrema de cuidar nuestras almas en nuestra vida mortal. El mito presenta un «cosmos» genuino, un todo bellamente ordenado. Podríamos decir que logra, aunque de modo mítico, lo que la Mente de Anaxágoras no había logrado. En lugar de las muchas referencias anteriores al Hades, Sócrates presenta una descripción elaborada de la forma y funcionamiento del Todo. Combina el lenguaje del cuerpo en proceso, el lenguaje de la física, con un relato de la suerte que corren almas distintas en el Todo.
Según el mito de Sócrates, la tierra en sí presenta tres capas: la tierra real, los huecos interiores donde moramos (creyendo que vivimos en la superficie) y la tierra bajo nosotros. La Tierra en sí, redonda, pura y resplandeciente, permanece en reposo como un todo en medio de los cielos. Para mantenerla en su sitio no se necesitan empujes ni tirones, Atlas ni aire, en otras palabras, fuerza externa. La «autosemejanza», es decir, el equilibrio de los cielos y el propio equilibrio de la tierra, es suficiente para mantenerla en reposo. La vida en la superficie de la verdadera tierra refleja esa situación cósmica. No se encuentran allí tiras ni aflojas, la agitación y violencia que marcan nuestras vidas en los huecos. La verdadera libertad, en otras palabras, es la escapatoria de todos los procesos y su seriedad correspondiente. Los habitantes de la superficie de la verdadera tierra flotan libres, residiendo sin disimulo, deleitándose en la percepción de las cosas que son, como turistas en unas vacaciones eternas. No hay ciudades montadas sobre facciones, de hecho no hay ciudades en absoluto sobre la superficie de la verdadera tierra.
En el mundo inferior, situado bajo lo que llamamos tierra, las cosas son muy distintas. La fuerza y la restricción, la agitación y la violencia caracterizan tanto el «aspecto» de ese mundo como СКАЧАТЬ