Название: Historia del pensamiento político del siglo XIX
Автор: Gregory Claeys
Издательство: Bookwire
Жанр: Социология
Серия: Universitaria
isbn: 9788446050605
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6) El tema de la glorificación de la violencia por la violencia misma, porque resulta «creativa» o porque se persigue algún fin psicológico que beneficia al perpetrador. Debemos pensar si existen vínculos entre lo destructivo y lo creativo y si ese «odio creativo», que Sorel despreciaba, al contrario que Jaurès (Sorel, 1969, p. 275), no es un oxímoron. Un asunto de fondo relacionado es el riesgo de egoísmo moral o de una suspensión religiosa o semiteológica de las normas morales (p. ej. un estado de gracia anómico o antinómico). A veces los anarquistas afirmaban que un individuo podía convertirse en «norma para sí mismo» (Vizetelly, 1911, p. 3), al modo de los adamitas y los anabaptistas del siglo XVI. Hubo precedentes de este tipo a principios de la época contemporánea; una bandera negra portada por irlandeses rebeldes en Wexford, en 1789, llevaba las siglas M.W.S., que algunos han interpretado como «asesinato sin pecado» (Murder Without Sin); con ella proclamaban que no constituía pecado matar a un protestante (Holt, 1838, I, p. 89). También este hecho se negó. La glorificación de la violencia por sus efectos psicológicos liberadores se retomaría en el siglo XX, sobre todo en el contexto de las guerras de Argelia, por parte del psiquiatra francés Frantz Fanon (Fanon, 1969; Perinbam, 1982). Existía un peligro evidente: que la legitimación de la tiranía provocara una sed de sangre que se autoperpetuara.
CONCLUSIÓN
Tras el colapso de la Unión Soviética en 1991, el ideal revolucionario secular identificado con «los principios de 1789» parecía haber seguido su curso, sólo para resurgir en un siglo en el que se plantearon nuevos retos a los regímenes autoritarios de todo el mundo. Sin embargo, la idea de la revolución sigue manchada por la promesa fallida de la necesidad histórica y por la acusación de totalitarismo implícito. Parece haberse hecho realidad la advertencia de Proudhon de que quienes están «fascinados con el cisma de Robespierre» serían «mañana los ortodoxos de la revolución» (Proudhon, 1923a, p. 127). Surgieron movimientos nacionalistas relacionados con la resistencia colonial y antiimperialista a lo largo y ancho del mundo. Pero lo que lograron fue, demasiado a menudo, estados-nación mal formados, corruptos y fracasados. Las identidades nacionales no siempre han logrado trascender o mitigar las enemistades étnicas, religiosas y tribales. Incluso en democracias relativamente maduras, exitosas en otros aspectos, las mujeres siguen sin poder votar y las minorías siguen siendo explotadas hasta el día de hoy. Actualmente se suele asociar al «radicalismo» básicamente a movimientos de extrema derecha, más que a la extensión del sufragio. Aunque en el presente el tema suscite poco entusiasmo entre la opinión pública, el republicanismo ha demostrado ser más exitoso a largo plazo, tras la extinción de algunas monarquías (desde principios o mitad del siglo XX) y la pérdida de las potestades constitucionales y de todo poder político real por parte de otras. Sin embargo, los debates sobre el «terrorismo» son tan encendidos hoy como a finales del siglo XIX y han absorbido gran parte de la controversia que una vez estuvo asociada a la revolución. A finales del siglo XIX cobraron impulso los movimientos antiimperialistas y anticoloniales, inspirados parcialmente en los ideales democráticos de las revoluciones europeas; llegarían a ser cruciales en la política mundial del siguiente siglo. Tras 1918, y aún más tras 1945, las ideas y movimientos mencionados se difundieron en gran medida lejos de Europa, a lo largo y ancho del mundo en desarrollo. Es evidente que, allí, la idea de revolución no se ha agotado en absoluto.
[1] Hay mucho escrito sobre el legado de la Revolución. Baker, 1987 y Hayward, 1991 son buenos puntos de partida. Nos gustaría agradecer a Pamela Pilbeam sus comentarios a este ensayo, así como a la Minnesota State Historical Society (St. Paul) por proporcionarnos una referencia.
[2] Muchos de los relatos modernos sobre la idea de revolución parten de Arendt, 1963. Ejemplos de diversos tipos de lenguaje revolucionario en Kumar, 1970.
[3] Estas metas se asociaban entonces al líder whig Charles James Fox (1749-1806). Fox negó haber «expresado principios republicanos, en referencia a este país, en el Parlamento o fuera de él» (Fox, 1815, IV, p. 209). Pero hay que tener en cuenta lo mucho que apreciaba la distinción de las antiguas repúblicas de Grecia y Roma (p. 229) y su proclamación de que era «republicano hasta tal punto, que daba su aprobación a todo gobierno en el que la res publica fuera el principio universal» (p. 232). Cfr. asimismo Barwis, 1793: «Y en cuanto a la palabra república, aunque suele aplicarse a cualquier gobierno que carezca de rey, hay reyes que han entendido el sentido original y genuino de atender al bien público (public weal) tan acertadamente, que sus gobiernos merecen con mucha mayor justicia el apelativo de republicano que muchos de los que siempre se han denominado republicanos aun siendo tiranos y grandes enemigos del bien público y las libertades de sus países» (Claeys, 1995, VII, p. 380). Paine también decía que «la república no es una forma concreta de gobierno».
[4] La bibliografía sobre el cartismo es, de nuevo, muy extensa. La obra contemporánea esencial es la de Gammage, 1854. Un resumen de los estudios recientes, en Chase, 2006 y Thomson, 1986. Sobre los principales debates teóricos, cfr. Stedman Jones, 1982a.
[5] Ruskin proclamó: «Una república es, en puridad, una comunidad política en la que el Estado, en su conjunto, está al servicio de los hombres y todos y cada uno de los hombres están al servicio del Estado (es decir, los pueblos pueden olvidarse de la última condición). El gobierno puede ser oligárquico (consular o decenviral, por ejemplo) o monárquico (dictatorial)» (Ruskin, 1872, II, pp. 129-130). Mi agradecimiento a Jose Harris por indicarme este uso.
[6] Algunos problemas de definición en Wardlaw, 1982, pp. 3-18. Wardlaw define el «terrorismo político» como «el uso o la amenaza del uso de la violencia, por parte de un grupo pequeño o un individuo, que actúa a favor o en contra de la autoridad establecida. Se trata de acciones destinadas a provocar una ansiedad extrema y a inducir temor en un grupo u objetivo que va más allá de las víctimas directas, con el propósito de obligar a ese grupo a acceder a las exigencias políticas de los perpetradores» (p. 16).
[7] Luft, 2006, pp. 136-165; aunque no distingue adecuadamente entre violencia revolucionaria y «terrorismo», ni aclara si Bauer hablaba de violencia contra quienes poseían el poder religioso y del Estado o contra un cuerpo mucho mayor de «inocentes».
[8] Conviene señalar que lo que era un «déspota» también cambió en esta época. Como afirma G. J. Holyoake: «Antes se consideraba que un hombre era un gobernante legítimo cuando reinaba por lo que se denominaba “derecho divino”. Desde que tenemos gobiernos representativos se considera un déspota a todo rey, a menos que gobierne ateniéndose a las leyes del Parlamento. Un gobernante puede ser bueno o malo, pero sigue siendo un déspota si gobierna por su propia autoridad o impide que otro gobierne por elección popular. Así, el asesinato de tiranos por razones de bien común, para atemperar o suprimir el despotismo no se considera asesinato por los moralistas. Al parecer es necesario para el progreso aquí y sólo en esta etapa, y únicamente es defendible cuando existen unas circunstancias en las que no cabe recurrir razonablemente a la resistencia armada. Cuando la opresión no lo justifica, asesinar tiranos es un error». Pero añadía: «Sin embargo, el buen déspota, que gobierna con justicia no debe ser asesinado porque el acto no aporta provecho; no se puede saber si el nuevo gobierno, impuesto СКАЧАТЬ