Название: Historia del pensamiento político del siglo XIX
Автор: Gregory Claeys
Издательство: Bookwire
Жанр: Социология
Серия: Universitaria
isbn: 9788446050605
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MAISTRE Y BONALD: MUJERES, PODER Y COSTUMBRES
Mallet du Pan comentaba, que, en épocas anteriores, cuando había habido cambios en el orden político, la mayoría permanecía al margen. Ahora, en cambio, «las revoluciones han penetrado hasta las raíces mismas de la sociedad» (citado en Goldstein, 1988, p. 12). Uno de los aspectos más originales del pensamiento contrarrevolucionario era la idea de «identificar al ámbito de lo social con el de lo político», insistiendo en que las «costumbres y hábitos, las relaciones de género y familiares, la religión y la economía» eran cuestiones políticas (Bradley, 1999, p. 24). Esto explica, en cierta medida, la afinidad existente entre los contrarrevolucionarios y los primeros socialistas franceses, sobre todo los saint-simonianos, que leían y admiraban tanto a Bonald como a Maistre. También puede explicar lo que han constatado algunos sociólogos del siglo XX, que Bonald fue un sociólogo avant la lettre (cfr. Nisbet, 1944). Pero el grueso del contenido del pensamiento sociopolítico de Maistre y Bonald tenía bien poco en común con el socialismo del siglo XIX o la sociología del siglo XX. Lo que querían al abrir los parámetros de lo político era bloquear los cambios sociales, sobre todo para las mujeres.
A Maistre y Bonald les preocupaba especialmente la forma en que la Revolución se había infiltrado en la familia, infectando los hábitos de mujeres y niños. Cuando Maistre afirmó que la Revolución era «radicalmente mala», mencionaba, sobre todo, que las jóvenes francesas habían perdido su modestia y se reían de «asquerosos detalles» que harían sonrojarse a un hombre (Maistre, 1994, pp. 38-39). La así llamada «libertad sancionada por la Revolución» había dado lugar a «terribles escándalos». «El matrimonio se ha convertido en prostitución legal; la autoridad paterna es inexistente, nadie teme cometer delitos, no hay cobijo para el indigente» (Maistre, 1994, p. 86). En una obra que lleva un título irónico, Bienfaits de la Révolution française, Maistre acusaba al gobierno revolucionario de poseer «un principio inmoral, un poder de corrupción indesligable del orden de las cosas» (Maistre, 1884, VII, p. 385). Recurriendo a diversos testimonios publicados, describe Francia durante el Terror como un lugar en el que la economía social se ha degradado, donde los bosques se han destruido y las carreteras resultan impracticables, donde hay más prostitución que nunca y se puede guillotinar a una mujer al día siguiente de haber dado a luz, donde los soldados revolucionarios violan a las mujeres antes de su muerte y después, donde se recurre a chicas desnudas en lugar de a sacramentos religiosos, donde se mata a todos sin distinción por razón de «edad o sexo» (Maistre, 1884, VII, pp. 394-395, 494-495). Este desenfreno, afirmaba Maistre, demostraba que la República francesa era, básicamente ilegítima (Maistre, 1884, VII, p. 396). Había esperanza, no obstante, en el carácter de las propias mujeres. Maistre se burlaba de Helen Maria Williams, escritora republicana, por escribir en el periódico liberal La Décade lamentando que las mujeres francesas no hubieran tomado parte en las fiestas patrióticas de la Revolución[5]. Maistre llama a Williams «loca» por lo que dice. Desde su punto de vista, las mujeres eran «excelentes jueces del honor», sobre todo las francesas, que eran «las más femeninas del universo», porque habían permanecido intocadas por el fervor revolucionario (no tuvo en cuenta que las mujeres, de hecho, participaron en los festivales revolucionarios) (Maistre, 1884, VII, pp. 406-407).
Como muestra este choque entre Maistre y Williams, la virtud de las mujeres era un premio muy codiciado en los debates políticos de la Francia posrevolucionaria. En la década de 1790, era un cliché muy manido decir que los hombres hacían las leyes y las mujeres eran las responsables del mantenimiento de las costumbres (Les hommes font les lois; les femmes font les moeurs). Se ha escrito mucho sobre los intentos de los republicanos de la década de 1790 de ganarse a las mujeres como instrumento para la regeneración de la moral francesa. El ideólogo Jean-Baptiste Say no decía nada nuevo cuando expresaba la esperanza, en su utopía republicana Olbie, de que las mujeres virtuosas pudieran republicanizar las costumbres corruptas de Francia, permitiendo así que arraigaran las instituciones republicanas. Pero los contrarrevolucionarios también proclamaban su fe en la utilidad de la virtud de las mujeres para su propio proyecto de regeneración moral en una línea monárquica. Además, en muchos casos, bebían en las mismas fuentes ideológicas que los republicanos para defender su causa, sobre todo en la imagen de las mujeres contenida en el Libro V del Emilio de Rousseau.
En Emilio, Rousseau afirma que siempre hay que juzgar a las mujeres en su calidad de madres, aunque no tengan hijos. Bonald estaba totalmente de acuerdo: afirmaba, como Rousseau, que la moral y por ende el orden político de cualquier sociedad requería que las mujeres reconocieran su vocación por la maternidad. «Todo tiene un fin al que tiende», escribe Bonald. «El fin natural y social de la mujer es el matrimonio o el cumplimiento de sus deberes en el seno de la familia, con su marido y sus hijos» (Bonald, 1864, I, p. 84). Por lo tanto, la educación de las mujeres debía ir dirigida a permitirlas cumplir su papel instrumental como esposas y madres (Bonald, 1864, I, pp. 783-786). Bonald afirmaba, que la vida licenciosa o libertad sexual, de hecho, era opresiva para las mujeres, al impedirlas realizar su función natural en la vida. Lo que preocupaba a Bonald no era la felicidad de mujeres individuales, sino la unidad de la familia primero y del cuerpo social después. El divorcio era su ejemplo favorito de cómo la conducta de las mujeres podía sostener o destruir el orden social.
Du Divorce, publicado en 1801, fue la obra más leída de Bonald y dio un gran impulso a las leyes que primero modificaron y luego derogaron (1814) la Ley de divorcio francesa de 1792 (cfr. Klinck, 1996, pp. 105-114). La mayoría de los argumentos ya aparecían esbozados en su Teoría del Poder Político, donde Bonald reprobaba el divorcio por considerarlo «desastroso para la moral pública» (Bonald, 1864, I, p. 622). En Du Divorce, Bonald estaba decidido a refutar la idea de que el divorcio era un asunto privado:
¿Cómo es posible hablar del divorcio, que separa a padre, madre e hijo, por no hablar de a la sociedad que los une? ¿Cómo se puede gobernar al estado privado de la sociedad o la familia, sin tener en cuenta al estado público o político que interviene en su formación para garantizar la estabilidad…? (Bonald, 1864, II, pp. 9-10).
Para Bonald el matrimonio no era un capricho individual sino (y lo expresó así a sabiendas) «un auténtico contrato social, el acto fundacional de una familia cuyas leyes están en la base de toda legislación política» (Bonald, 1864, II, pp. 37-38). El matrimonio era incluso anterior al cristianismo, pero siempre había sido tanto un acto religioso como civil. Bonald insistía en que estaba relacionado con todas las cuestiones fundamentales en torno al poder y a los deberes (Bonald, 1864, II, p. 41).
Bonald afirmaba que el divorcio era una pieza de la democracia que llevaba «reinando demasiado tiempo en Francia bajo diversos nombres» (Bonald, 1864, II, p. 41). El divorcio era político porque estaba en contradicción con los principios de la monarquía hereditaria e indisoluble que defendía Bonald. Este antagonismo extremo al divorcio era compartido por otros contrarrevolucionarios. En Du Pape, Maistre alababa al papado por haber mantenido resueltamente «las leyes del matrimonio frente a todos los ataques del todopoderoso libertinaje» (citado en Lebrun, 1965, p. 148). Esta insistencia en el vínculo matrimonial también era propia de los adversarios de la Revolución en otros lugares de Europa. En Alemania, Justus Möser lamentaba los esfuerzos de la Aufklärung por dotar a los hijos ilegítimos de los mismos derechos que a los legítimos, y afirmaba que «no es político dar a los no casados la misma condición que a los casados, ya que una familia unida es de mucho más valor para el Estado que un grupo de hombres y mujeres viviendo en un fluctuante amor libre» (citado en Epstein, 1966, p. 332). En Berna, Karl Ludwig von Haller afirmaba que una de las mejores formas de combatir la revolución era «proteger las relaciones familiares, ese germen inicial, ese modo originario de toda monarquía» (Haller, 1839, I, pp. 134-135). De igual modo, en la teoría de la unidad de Bonald, entre el Estado y la familia siempre debe reinar la armonía. Cuando imperaban el orden en el Estado y el desorden en las familias podían ocurrir una de dos cosas. O el Estado regulaba a la familia y restablecía СКАЧАТЬ