Название: Historia del pensamiento político del siglo XIX
Автор: Gregory Claeys
Издательство: Bookwire
Жанр: Социология
Серия: Universitaria
isbn: 9788446050605
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Las instituciones tradicionales constituían la base de una república de ese tipo, y Southey insistía en que había que protegerlas de la corrosiva influencia de los agitadores radicales. En sus escritos de posguerra, Southey apelaba al Estado para que hiciera uso de su poder y metiera en cintura a la agitación radical, pero, además, quería debilitar la base del apoyo a los radicales permitiendo que las elites tradicionales tomaran la iniciativa. Southey urgía a las clases superiores a responsabilizarse del bienestar de las clases más bajas regulando las condiciones de trabajo, creando fondos de ayuda a los pobres, mejorando la educación laica y religiosa de los más desfavorecidos y fomentando la migración interna e internacional (Southey, 1832c; Eastwood, 1989). Estas medidas, unidas al cambio de actitud de las elites necesario para implementarlas, garantizarían que las clases bajas recibieran no sólo lo justo para cubrir sus necesidades materiales cotidianas, sino asimismo control y guía. La supervisión de las elites iría dirigida a mejorar el desarrollo intelectual y moral del pueblo y a garantizar su lealtad al Estado. El apego a este no habría de basarse exclusivamente en el quid pro quo. Para Southey, al igual que para otros escritores románticos, los beneficios dispensados por el Estado no tenían su origen en una obligación política. Eran aspectos de una relación compleja sustentada en cualidades morales y afectivas. Para convertir al Estado en el foco de toda lealtad, había que restablecer los vínculos positivos entre la autoridad social y política y la cultura intelectual, moral y religiosa (Southey, 1829, I, p. 94; II, p. 265).
Si Wordsworth creía que la constitución tradicional era un modelo de rectitud moral y política, y Southey quería apuntalar esa estructura con las concepciones paternalistas que había hallado en el Estado renacentista y barroco, Coleridge alababa las virtudes de los neoplatónicos del siglo XVII. Decía haber hallado en sus escritos la distinción entre «razón» y «entendimiento», tan crucial para su propia filosofía. También identificó a un grupo de estadistas platónicos –Harrington, Milton, Neville y Sidney– que habían resistido a la primera oleada de materialismo político y cuyas acciones se habían inspirado en la apreciación de los fines morales del Estado (Coleridge, 1976, p. 96; Morrow, 1988). La reverencia de Coleridge hacia estos «nombres señalados» daban un aire distintivo a su teoría política: aunque reconocía las virtudes de la constitución tradicional de Iglesia y Estado, había trazas de republicanismo antiguo en todo su sistema. Hacía hincapié en la importancia moral y religiosa de la libertad de conciencia, se mostraba crítico con la Iglesia laudiana y especulaba con la idea de que Cromwell pudiera haber sido la cabeza de un «reino republicano, de una gloriosa Commonwealth con un rey como símbolo de su Majestad y pilar de su Unidad» (Coleridge, 1980-, II, pp. 1200-1201)[5]. Además, Coleridge quería someter a las instituciones y prácticas tradicionales al escrutinio de la «razón», para asegurarse de que el Estado desempeñaba el papel de promoción de la perfección moral e intelectual que le correspondía. Este escrutinio formaba parte de una teoría del Estado crítica y sofisticada, que poco tenía que ver con el apoyo complaciente de Southey y Wordsworth al elixir constitucional propuesto por los tories a principios del siglo XIX.
La versión más completa de esta teoría se encuentra en On the Constitution of the Church and the State, According to the Idea of Each (1829), donde Coleridge analiza el Estado en relación con la «idea» de constitución, es decir, en términos de su objetivo último, que identificaba con la puesta en práctica de los fines morales esbozados en The Friend (Coleridge, 1976, p. 12; 1969, II, pp. 201-202). Era un enfoque valiente, porque Coleridge reconocía que los aspectos históricos del Estado podían impedirle hacer realidad sus fines. De manera que no se podía afirmar, con Southey, Wordsworth y muchos otros tories, que había que preservar el sistema de gobierno vigente en su totalidad (Coleridge, 1976, pp. 13, 19; Coates, 1977, p. 502; Morrow, 1990, pp. 131-132). El análisis que hacía Coleridge de la constitución se basaba en una distinción entre la «constitución del Estado» (las ramas ejecutiva y legislativa del gobierno y los «poderes libres» de las instituciones extraparlamentarias) y la «constitución de la nación», que abarcaba al Estado y a la Iglesia nacional. La «nación» formaba una unidad orgánica que se sostenía gracias al principio de equilibrio, pero este principio también funcionaba en el seno del «Estado». El Parlamento fijaba las metas y ponderaba los intereses vinculados con el capital comercial y la nobleza rural. Tales intereses encarnaban a fuerzas morales y sociales esenciales («progreso» y «estabilidad»), cuya interrelación permitía a la sociedad beneficiarse de la actividad comercial sin abandonar por ello los valores éticos que Coleridge, al igual que muchos de sus contemporáneos, atribuía a la nobleza rural propietaria (Coleridge, 1976, pp. 23-25). El equilibrio, socialmente beneficioso, entre los diferentes intereses propietarios debía impulsarse desde la Corona e incrementarse gracias a la interacción entre el Parlamento y las fuerzas extraparlamentarias, que ejercían una influencia estimulante pero potencialmente desestabilizadora (Coleridge, 1976, pp. 41-42; Morrow, 1990, pp. 133-140). «Estabilidad» y «progreso» no eran «intereses» en el sentido convencional del término y no formaban parte de un equilibrio mecánico. Eran, más bien, aspectos o momentos de un orden político y social orgánico, cuya importancia no residía en su masa física, sino en que encarnaban estados anímicos complementarios que reflejaban la existencia de fuerzas sociales «progresistas» y «defensoras de la estabilidad». Coleridge recurrió al lenguaje del electromagnetismo, obviando la metáfora mecanicista[6].
Coleridge hizo hincapié en la importancia moral de los propietarios de la tierra en su segundo Lay Sermon de 1817, una obra escrita en respuesta a la dureza y la dislocación experimentadas tras la paz de 1815. Afirmaba que los intereses de la propiedad rural y del Estado coincidían, y atribuía muchos de los males de la Gran Bretaña de la posguerra a un «desequilibrio» a favor del «espíritu comercial» (Coleridge, 1972, p. 169). Estas observaciones reflejaban la preocupación de Coleridge por el hecho de que los propietarios de la tierra se estuvieran haciendo eco de los valores comerciales, minando así un contrapeso esencial en el seno del Estado. La avaricia y extravagancia de la gentry adquiría un aire de plausibilidad intelectual gracias a la efímera «ciencia» de moda: la economía política. Pero Coleridge insistía en que esta disciplina no especificaba adecuadamente los deberes y responsabilidades de los hombres de Estado ni de los terratenientes (Coleridge, 1972, pp. 169-170, 210-216; Kennedy, 1958; Morrow, 1990, pp. 115-121).
El núcleo de su crítica a la economía política y a la seducción experimentada por la nobleza rural era su visión romántica de las implicaciones del racionalismo ilustrado. Coleridge, al igual que Southey y Wordsworth, creía que el materialismo práctico, ejercido en interés propio por parte de los terratenientes, era producto del clima filosófico de la sociedad moderna, de manera que buscó una solución de carácter intelectual. Seleccionó formas de acción y pensamiento del platonismo cristiano, pero resultaron ser poco serias intelectualmente hablando, estériles desde el punto de vista teológico, y social y políticamente desastrosas. Coleridge sugirió una vuelta de las clases educadas a «estudios más austeros», sobre todo de filosofía y teología, así como la difusión de una religión intelectualizada y de un intelecto moralizado que identificaba con el platonismo (Coleridge, 1972, pp. 24, 39, 105-107, 193-195, 199; Morrow, 1990, pp. 121-125).
Esta propuesta de revitalización de las actitudes morales e intelectuales de las elites estaba muy relacionada con la insistencia de Coleridge en que la «idea de constitución» debía incluir una Iglesia nacional[7]. Afirmaba que, en el clima moral y político imperante en la Inglaterra de principios del siglo XIX, cobraba especial relieve el que se entendieran bien los rasgos esenciales de esta institución. No era ya que el país se viera amenazado por la terrible atracción ejercida por un espíritu de comercio fuera de control, sino que la institución cuya responsabilidad era encargarse de enderezar ese espíritu, la Iglesia de Inglaterra, se veía amenazada por la propuesta de eliminar los obstáculos impuestos a protestantes disidentes y católicos romanos para la adquisición СКАЧАТЬ