Название: Preguntemos a Platón
Автор: Paloma Ortiz García
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Fuera de Colección
isbn: 9788432159541
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ÁN.— Desde luego que sí, el mejor de todos.
SÓC.— Por tanto, también dirías que fue un buen maestro de su propia virtud, más que cualquier otro maestro.
ÁN.— Creo que sí, si él así lo hubiera querido.
SÓC.— ¿Y no habría querido, crees tú, que también algunos otros se hicieran buenos y honestos y, sobre todo, su propio hijo? ¿O crees que le tenía envidia, y que a propósito no le transmitió la virtud por la que era bueno? ¿O no has oído que Temístocles hizo que enseñaran a su hijo Cleofanto a ser un buen jinete? Se mantenía a pie derecho sobre los caballos y disparaba de pie desde los caballos, y hacía otras muchas cosas admirables en las que le había hecho educar y en las que le hizo experto en todo lo que dependía de los buenos maestros. ¿O no se lo has oído a los ancianos?
ÁN.— Lo he oído.
SÓC.— Luego no se podía echar a la culpa al hijo, a que fuera de mal natural.
ÁN.— Seguramente no.
SÓC.— ¿Y esto otro? Que Cleofanto, el hijo de Temístocles, fuera un hombre bueno y honesto como su padre, ¿eso se lo has oído a alguien, joven o viejo?
ÁN.— No, en absoluto.
SÓC.— ¿Y vamos a creer que quería educar a su hijo en eso, pero que no habría querido hacerle mejor que sus vecinos en la sabiduría en la que él era sabio, si la virtud hubiera podido enseñarse?
ÁN.— Seguramente no, ¡por Zeus!
SÓC.— Pues esa clase de maestro de virtud era el que tú incluso afirmas que fue el mejor entre los antiguos. Pero veamos otro caso, el de Aristides, hijo de Lisímaco. También reconoces que fue un hombre bueno, ¿verdad?
ÁN.— Desde luego, sin ninguna duda.
SÓC.— Y también este educó a su hijo Lisímaco lo mejor posible entre los atenienses en todo lo que dependía de los maestros, ¿y te parece que hizo de él un hombre mejor que cualquier otro? Tú has convivido con él y ves cómo es. Y si quieres, Pericles, un hombre tan magníficamente experto, ¿sabes que ha criado dos hijos, Páralo y Jantipo?
ÁN.— Desde luego.
SÓC.— Como tú también sabes, los enseñó a ser jinetes no inferiores a ningún ateniense, y los educó no peor que a nadie en las artes de las Musas y en la lucha y en todo lo demás que depende de una técnica. ¿Es que no quería que fueran hombres buenos? A mí me parece que sí que quería, pero me temo que es que no se puede enseñar. Y para que no creas que son pocos y los más viles de los atenienses los que han sido incapaces de esta tarea, acuérdate de que Tucídides también tuvo dos hijos, Melesias y Estéfano y los educó muy bien y sobre todo en aprender a luchar los que mejor de los atenienses —a uno lo llevó con Jantias y a otro con Eudoro. Y estos parecía que eran los que mejor luchaban de los de entonces… ¿o no te acuerdas?
ÁN.— Sí, de oídas.
SÓC.— Entonces, está claro que si ese enseñaba a sus hijos aquello en lo que había que hacer gastos para enseñarlo, aquello en lo que no había que gastar nada —hacerlos hombres buenos y honestos— ¿no se lo hubiera enseñado si se pudiera enseñar? ¿Quizá es que Tucídides era una mala persona y no tenía bastantes amigos entre atenienses y aliados? Además era de una familia importante y tenía mucho poder en la ciudad y entre los restantes griegos, de modo que si esto hubiera podido enseñarse, habría encontrado quien hiciera buenos a sus hijos, alguien de la ciudad o un extranjero, a menos que le hubiera faltado tiempo por causa de sus cuidados públicos. Pero es que me temo, querido Ánito, que la virtud no es enseñable.
ÁN.— ¡Me parece, Sócrates, que tú hablas mal de la gente con mucha facilidad! Yo te aconsejaría, si estás dispuesto a hacerme caso, que tengas cuidado. Porque tal vez en otra ciudad es más fácil hacer a los hombres daño que bien; en esta, mucho; y creo que tú también lo sabes[2].
SÓC.— Menón, me parece que Ánito se ha enfadado. Y no me extraña; cree, primero, que estoy acusando a esos hombres y, además, piensa que él también es uno de ellos.
Men. 92 e-95 a
9
Protágoras se jacta de enseñar la virtud
Durante su estancia en Atenas, Protágoras se anunciaba como un verdadero maestro de areté, comprometiéndose a enseñar a los jóvenes no ningún arte concreto, como hacían otros sofistas, sino las habilidades más apreciadas en el buen ciudadano: la de ser capaz de administrar los propios asuntos y la de actuar acertadamente en política.
En su debate con él, Sócrates esgrime aquí otra vez el argumento que opuso a las posiciones de Ánito: la virtud no se puede enseñar, pues si fuera posible enseñarla, quienes destacaron por su virtud política en los asuntos de la ciudad se la habrían transmitido a sus hijos... A ello añade otro argumento, el de la costumbre establecida en la democracia ateniense: en las materias propias de algún arte —la edificación, la construcción naval— los atenienses solo aceptan las opiniones de los expertos, mientras que en los asuntos generales de la ciudad admiten el consejo de quienquiera que aporte una idea útil. Y eso es, explica, porque mientras que las técnicas pueden ser aprendidas, el consejo prudente que se espera del hombre de areté, puede venir de cualquiera, sea cual sea su estatus o su formación.
SÓCRATES.— Este Hipócrates es de aquí, hijo de Apolodoro, de una casa grande y próspera, y por su natural parece que él mismo puede rivalizar con los de su edad. Y me parece que quiere llegar a ser de los que cuentan en la ciudad y piensa que como mejor podría llegar a ocurrirle es si tratara contigo.
Prot. 316 b-c
PROTÁGORAS.— Si Hipócrates viene a mí no le pasará lo que le pasaría tratando con algún otro sofista, pues los demás echan a perder a los jóvenes; porque aunque estos hayan rehuido los saberes técnicos, los llevan contra su voluntad y los introducen otra vez en los saberes técnicos, enseñándoles el cálculo, la astronomía, la geometría y las artes de las Musas —y al mismo tiempo miraba a Hipias—, pero si viene a mí, no aprenderá más que aquello por lo que viene. Mi enseñanza es el consejo prudente sobre sus propios asuntos, para que administre su casa lo mejor posible, y sobre los de la ciudad, para que en política sea lo más capaz posible de actuar y de hablar.
Sóc.— ¿Acaso estoy siguiendo bien tu discurso? —dije yo—. Me parece que te estás refiriendo al arte política, y que estás prometiendo hacer a los hombres buenos ciudadanos.
Prot.— Eso mismo, Sócrates —dijo—, es lo que prometo.
Prot. 318 d-319 a
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