Preguntemos a Platón. Paloma Ortiz García
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Preguntemos a Platón - Paloma Ortiz García страница 8

Название: Preguntemos a Platón

Автор: Paloma Ortiz García

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Fuera de Colección

isbn: 9788432159541

isbn:

СКАЧАТЬ es’, de modo que el alma sea capaz de soportar la visión del brillo del ser» (Rep. 518 d). Esa facultad del alma de volverse de lo terreno al mundo Ideal será la que le permita desempeñar correctamente sus funciones, pues es la que la conduce a su excelencia, es decir, la téchne adecuada para alcanzar la areté.

      LA POSTURA TRADICIONAL

      Para quienes se habían educado en la tradición, la virtud era en parte algo innato (vigor físico, inteligencia despierta, medios de fortuna, linaje antiguo), pero requería también un marco adecuado para poder desplegarse, que era la aceptación social. Esto último era el resultado de haber aprendido a conocer y manejar las redes sutiles de amistades y alianzas de la sociedad ateniense. Al revés que el primer grupo de capacidades, esto segundo no era innato, y la vida social era para el joven un territorio inexplorado en el que para moverse con soltura y seguridad era preciso contar con guías. Tradicionalmente eran el padre, los parientes o los amigos de la familia quienes mediante el trato cotidiano en gimnasios, simposios, negocios y encuentros fortuitos ponían al joven en situación de participar plenamente y con éxito en la vida social ciudadana. Las promesas de los sofistas de enseñar mediante estipendio el éxito social eran interpretadas por los más apegados a la tradición como una amenaza, y ese parece ser el caso de Ánito, que rechaza airadamente tanta novedad.

      7

      Rechazo de los sofistas

      MENÓN.— Pero ¿te parece que no hay maestros de virtud?

      SÓCRATES.— Aunque investigo muchas veces si hay maestros de ella, por más que lo hago todo, no soy capaz de hallarlos. Y eso que estoy buscando entre mucha gente y de ellos, sobre todo, entre los que creo que son los más expertos en la materia. Pero mira, Menón, justo ahora en buen momento se ha sentado con nosotros Ánito, al que entregamos la investigación, pues es natural que la pongamos en sus manos: este Ánito, lo primero, es hijo de un padre rico y sabio, Antemión, que se hizo rico no por azar ni porque alguien se lo diera, como el tebano Ismenias, que acaba de recibir las riquezas de Polícrates, sino habiéndolo adquirido por su propia habilidad y cuidados; y luego, en lo demás no parecía un ciudadano desdeñoso ni pomposo ni cargante, sino un hombre educado y ordenado. Y además a este lo crió y lo educó bien, según parece a la mayoría de los atenienses, pues lo eligen para las magistraturas más importantes. Y es justo investigar con hombres así sobre los maestros de virtud si existen o no y quiénes son.

      Y tú, Ánito, investiga con nosotros —conmigo y con este huésped tuyo, Menón— sobre el asunto este, qué maestros podría haber […].

      Men. 89 e-90 b

      Él [scil., Menón], Ánito, hace rato que me dice que desea esa sabiduría y virtud con la que los hombres administran bien las casas y las ciudades y cuidan a sus padres y saben recibir y despedir a ciudadanos y extranjeros como corresponde a un hombre de bien; para esta virtud, mira a quién lo enviaríamos que lo enviáramos correctamente. ¿O está claro, según tus palabras de hace un momento, que lo enviaríamos a quienes aseguran que son maestros de virtud y hacen ver que la comunicarían a cualquiera de los griegos que quisiera aprenderla tras fijar y cobrar una paga por ello?

      ÁNITO.— ¿Y quiénes dices que son esos, Sócrates?

      SÓC.— Sabes sin duda tú también que son esos a los que la gente llama sofistas.

      ÁN.— ¡Por Heracles, Sócrates, no digas cosas de mal augurio! ¡Que no le entre la manía a ninguno de los míos —ni de casa, ni amigos, ni ciudadano ni extranjero— de ir a ellos a que los maltraten, porque está claro que esos son la ruina y la perdición de los que están con ellos!

      SÓC.— ¿Cómo dices, Ánito? ¿Son estos los únicos, de cuantos pretenden saber aportar un beneficio, que se distinguen tanto de los otros que no solo no aportan, como los demás, el beneficio de lo que uno les haya pagado, sino que por el contrario causan la perdición? ¿Y a cambio de eso piden abiertamente cobrar dinero? ¡Yo es que no puedo creerte!

      Conozco a un hombre, Protágoras, que ha conseguido de esta sabiduría más dinero que Fidias, que manifiestamente hizo bellos trabajos, y otros diez escultores. Pero me dices algo tremendo si los que hacían antiguamente los zapatos o los que remendaban los mantos no habrían podido pasar desa­percibidos ni treinta días si hubieran devuelto los mantos y el calzado peor de como los recibieron —caso de hacer algo así, pronto hubieran muerto de hambre—, mientras que Protágoras, sin que nadie en Grecia se entere, ha corrompido a los que convivían con él y los ha devuelto peores de como los recibió durante más de cuarenta años —creo que murió cuando estaba cerca de los setenta y con cuarenta años de estar en el oficio— y en todo ese tiempo hasta el mismísimo día de hoy no ha dejado de tener buena fama, y no solo Protágoras, sino también muchísimos otros que hubo antes que aquel y que aún hoy existen. ¿Afirmaremos, según tu discurso, que engañan y estropean a los jóvenes a sabiendas o que tampoco ellos se percatan? Y en ese caso, ¿pensaremos que están locos esos de los que dicen algunos que son los más sabios de los hombres?

      ÁN.— Andan lejos de estar locos, Sócrates, pero lo están mucho más los jóvenes que les dan dinero, y aún más que ellos los que los tienen a su cuidado, sus parientes, y mucho más que todos las ciudades, que les permiten instalarse y no los expulsan, lo mismo si quien intenta hacer algo de eso es extranjero como si es ciudadano.

      SÓC.— Pero Ánito ¿es que te ha ofendido algún sofista?

      ¿O por qué estás tan enfadado con ellos?

      ÁN.— ¡Por Zeus! ¡Desde luego que ni yo he estado nunca hasta ahora con ninguno de ellos ni se lo permitiría a ningún otro de los míos!

      SÓC.— Entonces, ¿careces completamente de experiencia con esos hombres?

      ÁN.— ¡Y que siga así!

      SÓC.— Entonces, bendito, ¿cómo podrías saber de este asunto, en el que careces por completo de experiencia, si tiene en sí algo de bueno o de malo?

      ÁN.— ¡Fácil! Conozco a los que son así, tanto si me falta experiencia con ellos como si no.

      SÓC.— Tal vez eres adivino, Ánito, puesto que, por lo que tú mismo dices, me sorprendería que sepas mucho de ellos. Pero no estábamos investigando quiénes son esos junto a los cuales Menón, si fuera a ellos, se volvería un malvado —sean esos, si quieres, los sofistas—, sino que dinos los otros, y hazle un favor a este amigo tuyo por lazos familiares y dile a quién tiene que ir en esta ciudad tan grande para conseguir ser digno de mención respecto a la virtud que yo venía exponiendo.

      ÁN.— ¿Y por qué no se lo has dicho tú?

      SÓC.— Le dije los que yo creía maestros de eso, pero viene a ser que no he dicho nada, según afirmas tú. Y quizá aciertas.

      Men. 91 a-92 d

      8

      La virtud se aprende de los buenos y honestos

      SÓCRATES.— Pero tú, a tu vez, dile a qué atenienses puede ir, dile el nombre de quien quieras.

      ÁNITO.— ¿Por qué ha de oír el nombre de un solo individuo? Sea quien sea aquel de los atenienses buenos y honestos con que se tope no hay ninguno que no le haga mejor, salvo los sofistas, si quiere hacerme caso.

      SÓC.— ¿Acaso estos hombres buenos y honestos se hicieron así espontáneamente, y a pesar de no haberlo aprendido de nadie son capaces de enseñar a los demás lo que ellos no aprendieron?

      ÁN.— СКАЧАТЬ