100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
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Читать онлайн книгу 100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери страница 78

Название: 100 Clásicos de la Literatura

Автор: Люси Мод Монтгомери

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782378079987

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СКАЧАТЬ que tocara a muerto; aquellas palabras aparecían como un sueño, aunque claras y apremiantes como la realidad.

      El sol estaba ya muy bajo, y yo aún permanecía sentado en la orilla, saciando mi apetito, que se había tornado voraz, con una galleta de avena, cuando vi que un barco de pescadores tocaba tierra cerca de donde yo me encontraba, y uno de los hombres me trajo un paquete; traía cartas de Ginebra, y otra de Clerval, instándome a reunirme con él. Me decía que ya había transcurrido casi un año desde que salimos de Suiza y aún no habíamos visitado Francia. Así pues, me pedía que abandonara mi isla solitaria y me reuniera con él en Perth al cabo de una semana, y entonces podríamos planear nuestros siguientes pasos. Aquella carta me devolvió de nuevo a la vida y decidí abandonar mi isla al cabo de dos días.

      Sin embargo, antes de partir había una tarea que tenía que llevar a cabo, y en la cual me daba escalofríos pensar: debía embalar mi instrumental químico; y con ese propósito debía volver a entrar en la habitación que había sido el escenario de mi odioso trabajo; y debía manipular los utensilios, cuando la sola visión de los mismos me ponía enfermo. Al día siguiente, al amanecer, reuní el valor suficiente y abrí la puerta del taller. Los restos de la criatura a medio terminar, que yo había destruido, yacían dispersos por el suelo, y casi sentí como si hubiera destrozado la carne viva de un ser humano. Me detuve un instante para recobrarme y luego entré en la sala. Con manos temblorosas, fui sacando los aparatos fuera de la habitación; pero pensé que no debía dejar los restos de mi obra allí, porque aquello horrorizaría y haría sospechar a los campesinos, así que lo puse todo en una cesta, junto a una buena cantidad de piedras y, apartándola a un lado, decidí arrojarla al mar aquella misma noche; y, mientras tanto, volví a la playa y estuve limpiando y ordenando mi instrumental químico.

      Nada podía ser más absoluto que el cambio que había tenido lugar en mis sentimientos desde la noche en que apareció el demonio. Antes había considerado mi promesa con una sombría desesperación, como algo que debía cumplirse, cualesquiera que fueran las consecuencias; pero ahora me sentía como si me hubieran quitado una venda de los ojos y, por vez primera, pudiera ver con claridad. La idea de volver a mi trabajo ni siquiera se me pasó un instante por la cabeza. La amenaza que había escuchado pesaba en mis pensamientos, pero no creía que pudiera hacer nada para apartarla de mi cabeza. Había decidido conscientemente que crear otro ser diabólico como aquel que ya había hecho sería un acto del más vil y atroz egoísmo, y aparté de mi mente cualquier pensamiento que pudiera conducirme a una conclusión diferente.

      Entre las dos y las tres de la madrugada salió la luna, y entonces, colocando la cesta en el interior de un pequeño bote de vela, me adentré unas cuatro millas en el mar. El lugar estaba absolutamente solitario; solo algunas barcas regresaban a tierra, pero yo procuré alejarme de ellas. Me sentía como si fuera a cometer algún espantoso crimen y, con temblorosa ansiedad, evité cualquier encuentro con mis semejantes. Entonces, la luna, que hasta entonces había estado clara, se cubrió repentinamente con una espesa nube, y aproveché el momento de oscuridad para arrojar la cesta al mar. Escuché el burbujeo mientras se hundía y luego me aparté de aquel lugar. El cielo se había nublado; pero el aire era puro, aunque venía helado por la brisa del noreste que se estaba levantando. Pero me reanimó y me imbuyó de sensaciones tan agradables que decidí prolongar mi estancia en el agua y, fijando el timón, me tumbé en el fondo de la barca. Las nubes ocultaron la luna, todo estaba oscuro, y solo podía oír el sonido del barco cuando la quilla cortaba las olas. Aquel sonido me arrullaba y poco después me quedé profundamente dormido.

      Yo no sé cuánto tiempo permanecí en esa situación, pero cuando me desperté, descubrí que el sol ya estaba muy alto. Se había desatado un fuerte viento y las olas constantemente amenazaban la seguridad de mi pequeño bote. Comprobé que el viento era del noreste y que debía de haberme alejado bastante de la costa en la que había embarcado. Intenté variar el rumbo, pero de inmediato supe que si volvía a intentarlo de nuevo, el barco se llenaría de agua al momento. En semejante situación, mi única solución era navegar a favor del viento. Confieso que sentí un poco de miedo. No llevaba brújula y estaba muy poco familiarizado con la geografía de aquella parte del mundo, así que el sol era lo único que podía ayudarme. El viento podría arrastrarme al Atlántico abierto y sucumbir a todas las penalidades de la inanición… o podrían tragarme las aguas insondables que rugían y se levantaban amenazantes a mi alrededor. Ya llevaba muchas horas en el bote y comenzaba a sentir las punzadas de una sed ardiente… un preludio de mayores sufrimientos. Miré a los cielos, que aparecían cubiertos con nubes que volaban con el viento solo para ser reemplazadas por otras. Observé el mar. Iba a ser mi tumba.

      —¡Maldito demonio! —exclamé—. ¡Tu deseo se ha cumplido!

      Pensé en Elizabeth, en mi padre, y en Clerval… y me sumí en una ensoñación tan desesperada y aterradora que incluso ahora, cuando el mundo está a punto de cerrarse ante mí para siempre, tiemblo al recordarla.

      Así transcurrieron algunas horas. Pero poco a poco, a medida que el sol iba descendiendo hacia el horizonte, el viento se fue transformando en una ligera brisa, y el mar se vio libre de grandes olas; pero aquello dio paso a una fuerte marejada; me sentí enfermo y apenas capaz de sostener el timón, cuando de repente vi el perfil de tierra firme hacia el sur. Casi agotado por el cansancio y el sufrimiento, aquella repentina esperanza de vivir me embargó el corazón como una cálida alegría, y mis ojos derramaron abundantes lágrimas. ¡Qué mudables son nuestros sentimientos, y cuán extraño es ese apego tenaz que tenemos a la vida incluso cuando estamos sufriendo horriblemente! Preparé otra vela con parte de mi indumentaria e intenté poner rumbo a tierra con ansiedad. La orilla tenía un aspecto rocoso, pero a medida que me fui aproximando más, vi claramente señales de cultivos. Vi algunos barcos cerca de la orilla y de repente me vi transportado de nuevo junto a la civilización humana. Recorrí con inquietud las formas del terreno y descubrí con alegría un campanario, el cual vi elevarse a lo lejos, tras un pequeño promontorio. Como me encontraba en un estado de extrema debilidad después de tanto esfuerzo, decidí dirigirme directamente hacia la ciudad, porque sería el lugar donde podría procurarme algún alimento más fácilmente. Por fortuna, llevaba dinero.

      Al rodear el promontorio, descubrí un pequeño pueblecito, y un puerto en el que entré, con el corazón rebosante de alegría ante mi inesperada salvación.

      Mientras yo estaba ocupado amarrando el barco y arriando las velas, varias personas se congregaron en el lugar. Parecían muy sorprendidas ante mi aparición, pero, en vez de ofrecerme su ayuda, susurraban y hacían gestos que en cualquier otro momento podrían haberme producido una leve sensación de alarma. Pero en tales circunstancias, simplemente observé que hablaban inglés y, por tanto, me dirigí a ellos:

      —Amigos míos —dije—, ¿serían tan amables de decirme cómo se llama este pueblo… y dónde estoy?

      —Pronto lo sabrá —contestó un hombre bruscamente—. Puede que haya llegado a un lugar que al final no le guste mucho. Pero no le van a preguntar dónde le apetece alojarse, se lo aseguro.

      Yo estaba extraordinariamente sorprendido al recibir una respuesta tan desapacible por parte de un extraño, y también me quedé perplejo al ver los rostros ceñudos y enojados de las personas que lo acompañaban.

      —¿Por qué me contesta con tanta brusquedad? —repliqué—. Desde luego, no es costumbre de los ingleses recibir a los extranjeros de un modo tan poco amistoso.

      —No sé cuáles son las costumbres de los ingleses —dijo aquel hombre—, pero la costumbre de los irlandeses es detestar a los criminales.

      Mientras se desarrollaba aquel extraño diálogo, me di cuenta de que rápidamente aumentaba el número de personas congregadas. Sus rostros expresaban una mezcla de curiosidad y enfado que me molestaba y en cierta medida me asustaba. Pregunté por dónde se iba a la posada, pero nadie me contestó. Entonces di un paso adelante, y СКАЧАТЬ