3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio
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Название: 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

Автор: Adela Zamudio

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: 3 Libros para Conocer

isbn: 9783985944521

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СКАЧАТЬ ratos de tristeza, he tenido impresiones desagradables, revelaciones desesperantes y, sin embargo, a pesar de todo, siento un inmenso regocijo porque he visto desdoblarse de mí misma una personalidad nueva que yo no sospechaba y que me llena de satisfacción. Tú, yo, todos los que andando por el mundo tenemos algunas tristezas, somos héroes y heroínas en la propia novela de nuestra vida, que es más bonita y mil veces mejor que las novelas escritas.

      Es esta tesis la que voy a desarrollar ante tus ojos, relatándote minuciosamente y como en las auténticas novelas todo cuanto me ha ocurrido desde que dejé de verte en Biarritz. Estoy segura de que mi relato te interesará muchísimo. Además he descubierto últimamente que tengo mucho don de observación y gran facilidad para expresarme. Desgraciadamente estos dotes de nada me han servido hasta el presente. Algunas veces he tratado de ponerlos en evidencia delante de tía Clara y Abuelita, pero ellas no han sabido apreciarlos. Tía Clara no se ha tomado siquiera la molestia de fijarse en ellos. En cuanto a Abuelita, que como es muy vieja, tiene unas ideas atrasadísimas, sí debe haberlos tomado en consideración porque ha dicho ya por dos veces que tengo la cabeza llena de cucarachas.

      Como puedes comprender ésta es una de las razones por las cuales me aburro en esta casa tan grande y tan triste, donde nadie me admira ni me comprende, y es esta necesidad de sentirme comprendida, lo que decididamente acabó de impulsarme a escribirte.

      Sé muy bien que tú sí vas a comprenderme. En cuanto a mí no siento reserva ni rubor alguno al hacerte mis más íntimas confidencias. Tienes ante mis ojos el dulce prestigio de lo que pasó para no volver más. Los secretos que a ti te diga no han de tener consecuencias desagradables en mi vida futura y, por consiguiente, sé desde ahora que jamás me arrepentiré de habértelos dicho. Se parecerán en nuestro porvenir a los secretos que se llevan consigo los muertos. En cuanto al cariño tan grande que pongo para escribírtelos creo que tiene también cierto parecido con aquel tardío florecer de nuestra ternura, cuando pensamos en los que se fueron «para no volver».

      Te escribo en mi cuarto cuyas dos puertas he cerrado con llave. Mi cuarto es grande, claro, empapelado de azul celeste, y tiene una ventana con reja que da sobre el segundo patio de la casa. Del lado afuera de la ventana, muy pegadito a la reja, hay un naranjo, y más allá, en cada una de las otras esquinas, hay otros naranjos. Como yo he colocado mi escritorio y mi sillón muy cerca de mi ventana, mientras pienso echada atrás la cabeza contra el respaldo del sillón, o apoyada de codos sobre la blanca tabla del escritorio, estoy siempre mirando mi patio de los naranjos. Y es tanto lo que tengo pensado mirando hacia arriba, que ya conozco hasta el más mínimo detalle de la verde filigrana sobre el azul del cielo…

      Ahora, antes de comenzar mi relato, sin mirar naranjos, ni cielo, ni nada, he cerrado un instante los ojos, me he puesto sobre ellos las dos manos entrelazadas y muy claramente, durante unos segundos te he visto de nuevo, tal como dejé de verte allá en el andén de la estación de Biarritz: andando primero, corriendo después junto a la ventanilla de mi vagón que se alejaba, y luego tu mano, y por fin tu pañuelo que me decían a gritos: ¡Adiós!… ¡Adiós!…

      Recuerdo muy bien que cuando ya no pude verte más, me alejé de la ventanilla, que así, a distancia, me quedé un rato inmóvil ante el acelerado correr de casas y de postes, que por fin le di la espalda, que me senté después en el asiento, que miré frente a mí en el espejo del vagón y que vi mi pobre carita tan triste, tan pálida, entre aquellos crespones negros que la rodeaban que tuve por primera vez la conciencia intensa de mi soledad y abandono. Me acordé de las niñas asiladas y me pareció ver simbolizada en mí la imagen de la orfandad. Tuve entonces un momento de angustia, una especie de ahogo horrible, que quería estallar en sollozos y salírseme en un torrente de lágrimas por los ojos. Pero de repente miré a Madame Jourdan… ¿Te acuerdas de Madame Jourdan, aquella señora distinguida, de pelo gris, que en el hotel tenía su mesa junto a la nuestra y que fue luego la encargada de acompañarme hasta París…? Pues bien, miré de reojo a Madame Jourdan, que estaba sentada al otro extremo del vagón, y vi que me consideraba con curiosidad y con lástima. Al comprobar esto reaccioné de pronto y en mi espíritu se disipó la tormenta. Y es que en aquel momento, como ahora, como siempre, soy más o menos la misma que tú conociste. No lloro nunca a pesar de que tendría razones para llorar a mares. Tal vez porque siempre me ha escoltado la tristeza, es por lo que he aprendido a escondérsela a todos, con un movimiento instintivo, como esconden ciertos niños pobres sus zapatitos rotos delante de la gente rica y bien vestida.

      Por fortuna, Madame Jourdan, que resultó ser una persona encantadora fue, poco a poco, distrayendo mi tristeza con su conversación. Comenzó preguntándome por ti. Al principio, al vernos siempre juntas y hablando español nos había tomado por hermanas. Luego, cuando le relataron la muerte repentina de papá, y le preguntaron si querría encargarse de acompañarme hasta París, comenzó a interesarse muy vivamente por mí. Había perdido ella una niña, hija única, a los cinco años, la cual sería ya una muchacha grande como nosotras. Después, me preguntó mi edad. Cuando le dije que acababa de cumplir dieciocho años, ella contestó entrecortando las frases con sentidos suspiros:

      —¡El mundo es un rompecabezas sin arreglar!… ¡Las piezas andan sueltas sin encontrar quien las encaje!… ¡Yo entro en el desierto de mi vejez tan sola porque se fue mi hija, y usted se marcha a esa gran batalla de la juventud sin el amparo y sin la sombra de su madre!…

      Y esto del «desierto de su vejez» y lo de «la gran batalla de mi juventud» lo dijo de una manera tan bonita y con una voz tan suave y tan armoniosa, que comencé a sentir de repente gran admiración por ella. Me acordé de aquellas actrices, que tanto a ti como a mí nos entusiasmaban de un modo frenético por el prestigio de su voz y por el encanto de sus movimientos. Pensé que Madame Jourdan debía ser como ellas, que sin duda era muy inteligente, que tal vez sería alguna artista, alguna de esas novelistas que escriben bajo seudónimo, y abandonando entonces mi asiento y mi ventanilla, impulsada por la más viva y reverente admiración, fui a sentarme junto a ella.

      Al principio y en vista de su superioridad me sentía algo tímida, algo cohibida, pero me puse a hablarle, y le conté entonces que iba a emprender un largo viaje, que me venía a América donde tenía mi abuela materna y algunos tíos y primos que me querían mucho. Conversamos luego sobre los viajes, sobre los distintos climas, sobre la hermosura de la naturaleza tropical, sobre lo alegre que era la vida a bordo de un trasatlántico, y a las dos horas, disipada ya mi timidez del principio, éramos tan amigas y habíamos simpatizado tanto, que a mí me parecía haber encajado ya en una de mis casillas correspondientes del rompecabezas. Créeme, Cristina, y esto, por supuesto sin que lo sepa Abuelita, ¡de buena gana me hubiera quedado viviendo para siempre con aquella encantadora Madame Jourdan!

      Pero por desgracia pasó el trayecto, vino una hora en que llegamos a París, y entonces tuvo ella que ir a depositarme en casa de mis nuevos chaperons, el señor y la señora Ramírez, matrimonio venezolano, amigos íntimos de mi familia, entre cuyas manos ya definitivamente facturada debía venir hasta La Guaira.

      Estos Ramírez me fueron muy simpáticos desde el principio, porque eran alegres, obsequiosos, amables, y porque tenían la admirable costumbre de no darme nunca ninguna clase de consejos, cosa ésta bastante rara, pues, como ya te habrás fijado tú también, es por este sistema de consejos que los superiores en edad, dignidad o gobierno acostumbran desahogar su mal humor, diciéndonos a nosotros, pobres inferiores, las cosas más duras y desagradables del mundo.

      Vivían los Ramírez en un hotel elegante. Cuando llegué acompañada de Madame Jourdan salieron ellos a recibirme, cariñosos y atentos. Después de las presentaciones consabidas comenzaron por condolerse de mi situación, cosa que por lo visto es de rigor al tratarse de mí. Luego me hablaron de Caracas, de mi familia, de nuestro próximo viaje, y terminaron entregándome unos cincuenta mil francos, remitidos por mi tío y tutor para gastos de toilette y de bolsillo, suponían ellos, puesto que el dinero para los gastos del viaje se había girado ya.

      Bueno, СКАЧАТЬ