Las Tragedias de William Shakespeare. William Shakespeare
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Название: Las Tragedias de William Shakespeare

Автор: William Shakespeare

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 4064066446482

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СКАЧАТЬ — Pues lo mismo.

      CASIO. — Hubo tres vítores. ¿A qué obedeció el último aplauso?

      CASCA. — Pues a lo mismo.

      BRUTO. — ¿Le ofrecieron tres veces la corona?

      CASCA. — Sí, a fe mía, así fue, y la apartó por tres veces, cada una más suavemente que la anterior, y a cada vez que la apartaba vociferaban mis honrados vecinos.

      CASIO. — ¿Quién le ofreció la corona?

      CASCA. — Pues Antonio.

      BRUTO. — Contadnos cómo pasó, amable Casca.

      CASCA. — ¡Que me ahorquen si puedo decir como fue aquello! Fue pura farsa, apenas me fijé. Vi a Marco Antonio ofrecerle una corona —aunque no era tampoco una corona, sino una especie de coronilla—, y, como os decía, la apartó una vez, pero, a pesar de todo, pienso que le habría gustado tenerla. Entonces se la ofreció otra vez, nuevamente la rechazó, pero tengo para mí que se le hizo muy pesado retirar de ella los dedos. Y luego se la ofreció por tercera vez; por tercera vez la alejó de sí. Y mientras de este modo la rehusaba, la chusma vitoreó y aplaudió con sus callosas manos, echando por alto sus gorros mugrientos y exhalando tal cantidad de aliento pestífero porque César había desdeñado la corona, que medio lo asfixiaron, pues se desmayó y rodó por el suelo. Y en cuanto a mí, no me atreví a reírme, de miedo de abrir la boca y tragar aquellas miasmas.

      BRUTO. — Pero despacio, por favor. ¡Cómo! ¿Se desmayó César?

      CASCA. — Cayó al suelo en la plaza del mercado, echando espumarajos por la boca, y quedó sin habla.

      BRUTO. — Es muy posible. Padece de vértigos.

      CASIO. — No, César no padece de vértigos. Somos nosotros, vos, yo y el honrado Casca, quienes sufrimos vértigos.

      CASCA. — No sé qué queréis decir con eso, pero lo cierto es que César cayó. Y si no es verdad que la canalla le palmoteó y le silbó a medida que le gustaba o disgustaba, como acostumbra hacerlo con los actores en el teatro, consiento en que me tengáis por embustero.

      BRUTO. — ¿Qué dijo al volver en sí?

      CASCA. — Por mi fe, antes de caer, cuando él vio que aquel rebaño de populacho se alegraba de que rehusase la corona, me pidió que le desabrochara su justillo y presentó el cuello para que se lo cortasen. A ser yo uno del oficio, le hubiera cogido la palabra, aunque tuviese que ir al infierno en compañía, de los tunantes. Y en esto, cayó. Al volver en sí manifestó que, si había dicho cohecho algo digno de represión, deseaba que sus señorías lo atribuyesen a su mal. Tres o cuatro mujerzuelas que se hallaban junto a mí, exclamaron: «¡Ay qué buen alma!», y le perdonaron de todo corazón. Pero de ésos no hay que hacer caso. Si César hubiese apuñalado a sus madres no habrían dicho menos.

      BRUTO. — ¿Y fue entonces cuando se marchó así, tan abatido?

      CASCA. — Sí.

      CASIO — ¿Dijo algo Cicerón?

      CASCA. — Sí, habló en griego.

      CASIO. — ¿Con qué fin?

      CASCA. — Pues que no os mire más a la cara si puedo -decirlo, pero los que le entendieron se sonreían, moviendo la cabeza. En cuanto a mí, aquello estaba en griego. Puedo daros además otras noticias: Marulo y Flavio han sido reducidos al silencio por haber despojado de sus adornos las estatuas de César. ¡Adiós! ¡Más tonterías podría contaros si las recordara!

      CASIO. — ¿Queréis cenar conmigo esta noche, Casca?

      CASCA. — No, he prometido hacerlo fuera.

      CASIO. — ¿Comeríais conmigo mañana?

      CASCA. — Sí, si estoy vivo, si no cambiáis de opinión y si vuestra comida vale la pena de ser comida.

      CASIO. — Bueno, os esperaré.

      CASCA. — Hacedlo así. ¡Adiós uno y otro!

      (Sale CASCA.)

      BRUTO. — ¡Qué carácter rnás áspero se ha vuelto! Era de fino temple cuando iba a la escuela.

      CASIO. — Y lo sigue siendo, a pesar de esa apariencia tosca, si se trata de ejecutar cualquier empresa noble o arriesgada. Su rudeza es el condimento de su buen criterio, que hace que el estómago de las gentes digiera sus palabras con mejor apetito.

      BRUTO. — Así es, en efecto. Os dejo por ahora. Si queréis hablar conmigo mañana, iré a vuestra casa, o, sí preferís venir a la mía, os aguardaré.

      CASIO. — Iré a veros. Hasta entonces, reflexionad en lo que nos rodea.

      (Sale BRUTO.)

      ¡Bien, Bruto, eres noble! No obstante, veo que, dispuesto como está, tu honrado metal puede forjarse. He aquí la conveniencia de que las almas nobles asocien siempre a sus iguales. Porque ¿quién hay tan firme que no pueda ser seducido? Cesarme soporta con dificultad, pero ama a Bruto. Si yo fuera ahora Bruto, y Bruto fuera Casio, él no ejercería influjo en mí. Esta noche arrojaré' a sus ventanas escritos de distintas procedencias, que parezcan provenir de vanos ciudadanos. Todos expresarán la alta opinión que Roma tiene de su nombre. En ellos se aludirá embozadamente a la ambición de César. Y después, que piense César en afirmarse bien, porque le echaremos abajo o sufriremos días peores.

      (Sale)

      SCENA TERTIA

      El mismo lugar. — Una calle

      Truenos y relámpagos. Entran por opuestas direcciones CASCA, con la espada desmida, y CICERÓN

      CICERÓN. — ¡Buenas tardes, Casca! ¿Habéis conducido a César a su casa? ¿Por qué estáis sin aliento y tan espantado?

      CASCA. .— ¿No os conmovéis cuando se estremecen en masa los cimientos de la tierra como una cosa vacilante? ¡Oh Cicerón! He visto tempestades en que los irritados vientos rajaban las nudosas encinas y he contemplado al ambicioso océano hincharse y mugir espumoso para alzarse tan alto como las amenazadoras nubes; pero nunca hasta esta noche, nunca hasta ahora mismo presencié una tempestad que destila fuego. ¡De por fuerza hay empeñada en el cielo una guerra civil, o el mundo, demasiado insolente con los dioses, los provoca a consumar la destrucción!

      CICERÓN. — ¡Qué! ¿Habéis visto algo aún más que asombroso?

      CASCA. — Un siervo ordinario, a quien conocéis de vista, levantó su mano izquierda, de la cual brotaron llamas, y ardió como veinte antorchas juntas, y, no obstante, su mano, insensible al fuego, permaneció ilesa. Aún hay más, y desde ese momento no he vuelto a envainar mi espada: frente al Capitolio hallé un león, que me miró con ojos encendidos y se alejó encolerizado, sin hacerme mal. Y sobre un alto he encontrado un grupo como de cien mujeres, pálidas, demudadas por el terror, que juraban haber visto recorrer las calles arriba y abajo a hombres completamente envueltos en, llamas. Y ayer, el ave de las tinieblas se posó en pleno día sobre la plaza del mercado, graznando y chillando. Cuando СКАЧАТЬ