Memorias de Cienfuegos. Alberto Vazquez-Figueroa
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Memorias de Cienfuegos - Alberto Vazquez-Figueroa страница 7

Название: Memorias de Cienfuegos

Автор: Alberto Vazquez-Figueroa

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Novelas

isbn: 9788418811012

isbn:

СКАЧАТЬ día siguiente nos despertó un cañonazo de «La Niña», que marchaba en vanguardia, notificando que el vigía había divisado tierra, pero aunque se agradeció a los cielos tal portento con una sonora salve que la mayoría rezó de hinojos, pasaron las horas y la promesa se diluyó en una oscura nube que al final demostró que en su seno no ocultaba más que un agua que empapó las cubiertas. De la Cosa lamentó no llevar a bordo un sacerdote, y muchos veían en esa carencia la mano del Almirante, que había preferido no compartir con la Iglesia el honor de arribar por primera vez a las costas de Oriente, o que temía que tratase de arrogarse la tarea de imponer el cristianismo a los paganos del Cipango.

      –Esa era, y sigue siendo, nuestra principal obligación.

      –Pero por lo que algunos cuentan Colón era un converso y no debía verlo así. Al oscurecer del jueves escuchamos pájaros, y poco antes de la medianoche acudí al alcázar de popa a señalarle a Luis de Torres que olía a tierra por la cuarta de babor queriendo saber si el Almirante me entregaría el jubón de seda y los diez mil maravedíes. Me observó unos instantes, descolgó una bolsa que jamás abandonaba y la hizo tintinear. «Si hueles tierra, cóbrate con el sonido, rapaz –me replicó burlón–. El mandato especifica que el premio será para quien divise en primer lugar las costas de Oriente. No hace mención a los olores».

      –Y la razón le asistía.

      –Visto después de tantos años así es, pero yo aún seguía siendo un iluso. Cerca de las dos de la mañana resonó la voz de un vigía de «La Pinta», al que todos llamaban Rodrigo de Triana: «¡Tierra! –gritó hasta desgañitarse–. ¡Tierra por la cuarta de babor!».

      –¡Gran momento debió ser aquel!

      –Gran momento, en efecto, pero su Excelencia don Cristóbal Colón, que a partir de esos momentos recibía el fabuloso título de Almirante de la Mar Océana y Virrey de las Indias, atajó de inmediato la alegría de Rodrigo. «Hace más de tres horas que divisé una luz en ese punto –dijo–. Y me reservo por tanto el derecho a la recompensa».

      –Me niego a creerlo.

      –Pues os juro que es verdad. Tras pleitear inútilmente por sus derechos, Rodrigo de Triana emigró a Argel abjurando de su religión para abrazar el islamismo y dedicar el resto de su vida a luchar contra quienes habían cometido una notoria injusticia que había indignado igualmente al resto de la tripulación. Ver una luz es como oler tierra, y el Almirante podía cobrarse por tanto con el brillo de una moneda. Me duele en el alma, si es que la tengo, descubrir que las leyes, incluso las que imparten personalmente los reyes, no tienen idéntico valor para todos.

      –¿Qué sentisteis en el momento de pisar el Nuevo Mundo?

      –En primer lugar, alivio; no por pisar un supuesto Nuevo Mundo, que poca noción tenía de ello en ese instante, sino por el simple hecho de pisar tierra firme, fuera las que fuera, debido a que pensaba, y creo que aún lo sigo pensando, que los barcos son unos trastos diabólicos; celdas bamboleantes y malolientes sobre las que siempre cuelga una espada de Damocles en forma de rayo o de tormenta.

      –Admito que tampoco me merecen confianza y que en cuanto abandonan el río se me revuelven las tripas.

      –Lo segundo que experimenté fue sorpresa ante la belleza de una isla que podría considerarse un paraíso, y la tercera asombro al ver aparecer hombres y mujeres totalmente desnudos pero cuyo color de piel o cuyos rasgos nada tenían en común con los chinos que íbamos buscando. Un grumete me comentó que el Almirante había montado en cólera.

      –¿Montado en cólera? –se sorprendió Fray Anselmo?–. ¿Y por qué? Había alcanzado su primer objetivo.

      –Para los hombres como don Cristóbal no existe un primer objetivo, padre; existe «el objetivo», y el suyo era desembarcar en un puerto rodeado de grandes edificios de los que surgirían mandarines con hermosas togas de seda, no en una larga playa rodeada de cocoteros de los que descendían salvajes en pelotas. ¡Un auténtico fracaso!

      –Pero fue el día que marcaría un antes y un después en nuestra historia.

      –¿Conoce el cuento de los dos vascos que van a buscar setas?

      –No.

      –De pronto uno empieza a dar saltos porque se ha encontrado una pepita de oro, pero el otro le riñe recordándole que no han ido a buscar oro sino setas. El Almirante era como ese vasco; quería un viejo chino arrugado, no una hermosa nativa de grandes pechos y piel tersa que le estaba haciendo comprender una vez más que sus cálculos estaban errados.

      –¿Y el resto de los hombres qué sentían?

      –La mayoría, al igual que yo, alivio, puesto que había sido una singladura harto agitada con los nervios a flor de piel, y en segundo lugar una perentoria necesidad de dar salida a sus impulsos más primarios, puesto que aquellas atractivas muchachas les hacían señas para que las siguieran a la foresta.

      –¿Acaso no temían que pudiera tratarse de una trampa?

      –¿Acaso cuando una hermosa muchacha te sonríe en cualquier lugar del mundo no te estás arriesgando a caer en una trampa? –fue la rápida respuesta–. En ese aspecto el Nuevo Mundo es tan viejo como el Viejo, y no hubo capitán, gaviero o grumete que no cayera en la tentación de perderse de vista en la espesura.

      –¿Incluso Vos, pese a vuestro desorbitado amor por la alemana?

      –Incluso yo, porque admito que en aquellos momentos estaba convencido de que jamás volvería a verla. El único que no se encontraba a gusto era el Almirante puesto que, aunque interrogamos de todas las formas posibles a los nativos dibujando palacios, pagodas y hombres y mujeres vestidos con lujosos ropajes, ni uno de ellos dio muestras de haber visto nada semejante.

      –¡Tremenda frustración!

      –En este caso el grado de frustración dependía del grado en la escala de mandos. Cuanto más se descendía del castillo de popa al sollado de proa menos te importaban las riquezas de la China y el Cipango y más los placeres de Guanahani. Por desgracia el Almirante no estaba por la labor y ordenó levar anclas con el fin de llevarnos dando tumbos de isla en isla hasta que recalamos en Cuba, donde aprendí a fumar.

      –Para nuestra desgracia… –se lamentó el marqués.

      –Y mi alegría. Cuba se me antojo el Edén, aún sigo creyéndolo, y la mejor prueba está en que cuando decidí apartarme de todo me retiré a una de sus islas. Os aconsejo que vayáis a conocerla.

      –Ya me gustaría, ya, pero estoy de acuerdo en que los barcos son trastos diabólicos y por demás malolientes. Continuad.

      –Cuba tampoco resultó del agrado del Almirante puesto que la fisonomía de los nativos seguía siendo la misma, por lo que continuamos hasta toparnos con otra isla, a la que denominó La Española, en la que decidió embarrancar la nao capitana.

      –¿Cómo que decidió embarrancar la nao capitana? ¿Qué disparate y diabólica calumnia es esa?

      –Ningún disparate ni diabólica calumnia. Es una verdad que sufrí en carne propia y les costó la vida a muchos compañeros. Cuando el Almirante comprendió que si regresaba sin chinos y sin oro su costosa expedición financiada por los reyes y por banqueros judíos sería considerada un rotundo fracaso, decidió sacrificar «La Marigalante» con buena parte de su tripulación.

      –¡Esa afirmación es СКАЧАТЬ