Mosko-Strom. Rosa Arciniega
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Название: Mosko-Strom

Автор: Rosa Arciniega

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Crisálida

isbn: 9786124416248

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СКАЧАТЬ a sonar la segunda señal, la del comienzo de la jornada, y los rezagados, apenas ahogado el motor, saltaban de los baquets, dejando abiertas las portezuelas, sorteando a pasos precipitados los zig-zags de aquel bosque mecánico, corriendo a incrustarse en su respectiva fila, en su celdilla exacta, para llegar a tiempo de acoplarse en aquella formidable rueda dentada que, de un momento a otro, iba a empezar a rodar.

      Participaba Max Walker desde su alta atalaya de las inquietudes de estos obreros presurosos que, seguramente, en estos momentos no habrían perdido su atropellada carrera por saludar a un ser querido cruzado de improviso en su camino ante la inminencia de la segunda llamada. El espíritu matemático del ingeniero se revolvía contra estos «rezagados dormilones» que, por un minuto de retraso, amenazaban con entorpecer el funcionamiento normal del gran engranaje. «He aquí —pensaba Walker— la única máquina inexacta, el único motor que nunca funciona bien: el hombre. Esa y no otra es la causa de su malestar».

      Y, acostumbrado a pensar en cálculos, el ingeniero director de las inmensas fábricas de automóviles y tractores r. e. t. —Rudolf Et Thompson—, instintivamente empezaba a esbozar en su pensamiento la teoría de si no podría reducirse a fórmulas exactas materia tan maleable y dúctil como la humana, en tanto que el acero, el hierro y todas las materias inorgánicas respondían tan a la perfección, se hacían tan obedientes a cálculos prefijados en los laboratorios.

      Para él, todos los malestares sociales, todo el desconcierto actual, radicaban en la inexactitud, en el «desconcierto» precisamente en que los hombres se empeñaban en situarse. Y, bruscamente, sin gradaciones, se imaginaba a la Humanidad, tal como burlonamente se la presentaba Jackie Okfurt en los corredores de la Universidad Central, al modo de una formidable máquina perfectamente regulada y dirigida desde su despacho de trabajo; todos los hombres matemáticamente acoplados en su sitio exacto; dando matemáticamente un rendimiento previsto, descansando matemáticamente lo establecido por un ingeniero director...

      2

      La gran explanada circular era ahora —un minuto después de sonar el segundo toque de las sirenas— una nube de vapor, una trepidación de motores, un martillazo, un estruendo, un rugido. Temblaban los cristales de los despachos sacudidos por este violento vendaval mecánico, y el aire puro de la mañana se convertía por momentos, bajo los vómitos negruzcos y amarillentos de las chimeneas, bajo las explosiones de gas de los tractores, bajo las nubecillas de vapor escapadas de las válvulas, en una atmósfera opaca e irrespirable de cráter de volcán en ignición.

      Max Walker, pegada todavía su frente al mirador, seguía con la vista, voluptuosamente satisfecho, este hervor de enjambre, de hormiguero en actividad; las evoluciones de este moderno ejército de la Industria, en que cada soldado conocía su obligación, ejecutándola matemáticamente a punto, con arreglo a un plan táctico preconcebido, sin estorbar a sus compañeros de guerrilla, sin preocuparse más que de su cometido, sin derrochar más energías que las previamente calculadas.

      Admiraba su propio plan de racionalización impuesto en la enorme factoría. Como un director de orquesta que ejecuta su propia sinfonía sin atender al papel, notando, sin embargo, las más leves disonancias, Max Walker, aun desentendido ahora de su papel de ingeniero director, percibía desde su atalaya los más insignificantes fallones del enorme motor que jadeaba a sus pies; corregía, con leves movimientos de cabeza, las más mínimas equivocaciones; daba su asentimiento cuando la ejecución orquestal era unánime y perfecta.

      Iba anotando deficiencias y errores para corregirlos después: «En aquel montón de chatarra, una de las grúas ha estado detenida un cuarto de minuto por no haber vagón disponible a punto. Es necesario poner una línea más». «Aquel tractor de arrastre se ha retrasado cuatro metros con arreglo a sus paralelos; ¿qué hace ese mecánico que no lo sustituye en seguida por otro?». «Supone una pérdida de tres o cuatro segundos cada vez que un mismo obrero lime y acople el ajuste de los chasis. En lo sucesivo, vendrán ya ajustados del taller...».

      Se exaltaba hasta llegar a olvidarse de su propia fatiga, de su propio sueño, contemplando aquella máquina, la más formidable de todas —«máquina de construir máquinas», según una frase suya—, funcionando a la perfección, si se exceptuaban aquellos fallones, imperceptibles para un profano; viendo aquella «cadena», aquella correa de transmisión en perenne movimiento rotatorio, aquel chorro incesante que comenzaba allá, al otro extremo de las fundiciones, para venir a morir aquí, en esta explanada, convertido en centenares y centenares de automóviles, ya dispuestos y equipados.

      Recordando ahora sus sueños de momentos antes, su ingreso y vida en la Universidad Central, gozaba Max Walker pensando en lo que diría Jackie, el escéptico y enigmático Jackie Okfurt, de poder presenciar desde esta ventana el magnífico espectáculo de un trabajo perfectamente racionalizado y dirigido con arreglo a un plan táctico confeccionado por él. ¡Lo que daría por tenerle aquí! De fijo no pondría ante esta realidad aquella cara ligeramente burlona con que acogía sus teorías sobre el Progreso y su hermana menor la Técnica, expuestas tantas veces en sus polémicas universitarias ante la sonrisa paternal del profesor Stanley.

      Y se exaltaba, imaginando el gesto de asombro de su amigo ante esta increíble exactitud en que se desenvolvía el poderoso ejército burocrático y proletario que evolucionaba a sus órdenes. ¡Ah, la Técnica; esa maravillosa conquista de nuestro tiempo, destinada a resolver todos los problemas planteados al mundo por las exigencias económicas de las grandes aglomeraciones humanas! ¡La Técnica, esa formidable fuerza motriz, inexplotada casi hasta ahora, llamada a revolucionar el mundo de arriba a abajo, a libertar al hombre de la esclavitud de los trabajos rudimentarios para darle, con el mínimo esfuerzo, el máximo de comodidades y bienestar! Técnica, racionalización. Es decir, acoplamiento, ajuste, colectivización de voluntades y esfuerzos en uno solo; cada hombre en su puesto, en su sitio, cumpliendo exclusiva y matemáticamente su función, como las diversas piezas de una máquina, para conseguir un grandioso resultado. Técnica, racionalización. Es decir, eliminación del estéril esfuerzo desarticulado, la peligrosa anarquía individual, la inexactitud, el «desconcierto».

      ¡Ah, Jackie irónico y zumbón! Seguramente cambiaría ahora de parecer al palpar los resultados de una y otra teoría.

      3

      Un ruido de puertas abiertas, de pupitres cerrados con estrépito, de máquinas de escribir, que provenía de los despachos contiguos, hizo retirarse al ingeniero Max Walker de su atalaya de la ventana.

      Eran los empleados de oficina, su estado mayor, que también empezaban su diaria jornada. Solo entonces se dio cuenta Max Walker de que todavía no se había lavado y aseado después de veinticuatro horas de trabajo continuo, trece de las cuales había invertido íntegras en la solución de aquel jeroglífico de líneas y números que se extendía sobre la mesa, sin conseguirlo. Allí estaba, para su desesperación, pinchado por sus cuatro costados con chinchetas, como una gran mariposa azul, aquel plano de nuevo motor, indomable, rebelde también a la exactitud y al cálculo, hermético y esquivo, como una amante que solo a fuerza de repetidas caricias y ruegos va descubriendo poco a poco sus virgíneas reconditeces.

      Y Max Walker, encontrando exacta esta metáfora (que no era suya), hacía un recuento de las horas de porfía amorosa invertidas en la seducción de esta nueva querida irreductible; la noche entera pasada en vela junto a ella apurando las caricias de sus argumentos, hurgando aquí y allá, en todas las partes más sensibles de su organismo geométrico, sin conseguir la violación definitiva, sin llegar siquiera a vislumbrar sus ocultos secretos.

      Sintió de pronto una rabia incontenible, una mezcla de odio y de desdén por esta arisca cortesana que, desde el papel, parecía querer humillarlo con sus negativas rotundas, y alargó la mano hasta el plano para rasgarlo en mil pedazos. «¡La gran ramera! No se reiría de él».

      Pero se contuvo. No, no СКАЧАТЬ