Название: Aportes del psicoanálisis para una teoría de la inteligencia
Автор: Silvia Bleichmar
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Perfiles
isbn: 9789875388178
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En su Lección inaugural de la Cátedra de Semiología del Collège de France, Roland Barthes asegura que “el honor puede ser inmerecido, pero la alegría nunca lo es”. Por ese motivo, Noveduc agradece la alegría de ser el puente para que estos textos de Silvia Bleichmar lleguen hoy a sus lectores.
Tengo un texto en la cabeza
Marina Calvo1
“Tengo un texto en la cabeza”, así comenzaba mi madre a pergeñar las páginas que luego completarían un libro, darían forma a una de las clases del Seminario que sostuvo a los largo de más de diez años, o le permitirían por lo menos desahogar el grito que se le armaba cada vez que un dato del mundo la conmocionaba, haciéndole sentir que algo seguía sin ordenarse del modo en que ella y una parte de su generación hubieran deseado. Y en ese momento algún teclado –aliado de turno, comenzando por la vieja Olivetti Lettera– recibía el embate febril de sus dedos. La escuchábamos de chicos, de grandes, yo aún la escucho.
Ahora, a mi vez, he pasado el día armando un texto, tratando de escurrirme entre anécdotas e historias, imaginándome cómo haría esa mente curiosa, desobediente, para organizar un pensamiento tan singular en el cual a partir de correntadas de realidad se generaban hipótesis que luego, transformadas en enunciados, causaban una doble perplejidad; porque si bien uno percibía que en su profunda originalidad las palabras empleadas para cercar el fenómeno no podrían haber sido otras, no podía dejar de sentir que algo de lo dicho era de alguna manera familiar a su percepción.
Tal vez el oficio de analista –pero mucho más probablemente una sensibilidad muy particular que antecedía al oficio– le permitía operar como una especie de vibrante antena que, captando fragmentos irregulares, podía organizar ondas complejas para que siguieran su camino.
En los últimos encuentros de su Seminario, además del trabajo erudito y original al que nos tenía acostumbrados, mi madre dejó entrever algo de su pensamiento en relación a la trascendencia, la muerte y la herencia en sus alcances en tanto don y responsabilidad. A modo de broma, relataba a sus alumnos de cada lunes cómo se había abocado a la tarea de despejar su escritorio y biblioteca de textos y resabios de pensamientos –muchas veces apenas formulados– que consideraba los restos de una expedición. Decía algo así como que llevaba un tiempo deshaciéndose de cosas que sentía de poca importancia, porque no quería que nosotros, sus hijos, nos sintiéramos obligados a conservarlo todo –más allá del carácter enigmático que dicha conservación nos implicara–, simplemente por llevar a cabo acciones de preservación cargadas de fetichismo.
Lejos de una mirada talmúdica sobre la herencia psicoanalítica, respetaba profundamente la honestidad del pensamiento que llevaba a la reformulación de hipótesis. Creyó siempre en poner a prueba sus teorías en el trabajo diario y en aferrarse solamente al objeto, que para ella era claramente el aparato psíquico, pero que no le permitía perder de vista ni por un momento al sujeto sufriente que se esforzaba de manera infructuosa por apropiarse de sus propios pensamientos. En ese sentido, se resistía a los actos de fe que llevaban a adherir de manera acrítica a las propuestas sin fisuras, a las teorías que pretendían contener dentro de sí todas las preguntas y todas las respuestas.
Mi madre admiraba profundamente a Stephen Jay Gould –paleontólogo y filósofo de la ciencia que murió también joven, hace pocos años–, que solía defender a rajatabla la teoría de la evolución en su complejidad creadora de belleza, no como síntesis absoluta monocausal, y que añadió a su comprensión de la misma una mirada atenta a sus aspectos azarosos y contingentes, sosteniendo que entenderla como un proceso exitoso poblado de pruebas de perfección –“las cosas no podrían haber sido de otro modo”– llevaba a reificar a la naturaleza y sus leyes, convirtiéndola en una nueva entidad divina.
Mi madre acaba de morir, y antes de hacerlo fijó claramente una posición y un deseo en relación a todos aquellos que, como nosotros, habríamos de heredar –bajo la forma de una Obra– el pensamiento de una autora original, atenta a los modos en que un objeto siempre elusivo falseaba sus teorías, y honesta como para poder revisar una y otra vez ciertos enunciados siempre que no fueran los que consideraba de base a los que, como solía decir, “reemplazaré el día que encuentre algo mejor con qué reemplazarlos, pero no por un problema de moda ni de creencia”. Mi madre, Silvia Bleichmar, ya no está para dar sentido a sus palabras, para explicar el porqué de las elecciones hechas, y seremos nosotros quienes nos veamos obligados a hacer trabajar sus hipótesis como ella trabajó la de los autores que la precedieron, poniendo cada concepto en una red conceptual que los articulara y diera sentido.
Nosotros, quienes con ella nos formamos, ahora deberíamos imponernos hacer trabajar el psicoanálisis –y la obra de quienes pensaron al psicoanálisis antes que nosotros– del modo en que ella pretendió transmitirnos: cuidadosamente, amorosamente, pero también con una cuota de irreverencia que no prescinda del rigor, el compromiso y la lucidez.
Ahora veo, sin embargo, que esta herencia en relación a las tareas impuestas no alcanza ni mínimamente para describir su generosidad y todo lo que recibí y sigo recibiendo de ella. Hoy, Lorenzo y Sara –mis hijos, sus nietos– cargan sobre sí la tristeza sin consuelo que quien siente que ha perdido mucho. Pero, como diría mamá, no se puede perder lo que nunca se tuvo. Hemos tenido mucho. Y este enorme espacio vacío solo puede ser llenado por ella misma, por la forma en que llevamos dentro de nosotros su mirada, sus abrazos, los sabores de su comida, sus humores y programas muchas veces cambiantes, su entusiasmo permanente cargado por momentos de desesperación.
Descubrimos con ella, en nuestro exilio mexicano, una Latinoamérica que resultaba hasta ese momento –para nosotros, niños porteños– inédita. Pero también hemos viajado a lugares a los que nunca terminamos de ir: cruzamos los Andes a caballo, nos internamos en la selva amazónica, recorrimos Beijing y Moscú. Hemos descubierto también junto a ella textos que podían ser considerados prohibidos: no había limitaciones en nuestro acceso a la biblioteca, con lo cual podíamos acercarnos sin censura a conspicuas fotos que daban cuenta del erotismo en Grecia y Pompeya, mezclándolas en nuestra voracidad con los textos más dramáticos de Sartre o más abigarrados de Marx. Esto era siempre alentado. Aunque cada tanto su autoridad se volviera monolítica para espetarnos de un modo que no admitía la discusión frases tales como “Nunca olviden que son argentinos”.Su voz madrugadora, justificada en su proveniencia “del campo”, como le gustaba decir, resonaba cada mañana en mi casa con un “Hola, nena”, que hoy en su ausencia me hace sentir repentinamente adulta y profundamente sola, habiendo perdido a la vez a una mamá con la que nos quisimos y acompañamos, pero también una parte de mí misma. Hoy me siento extraña… me falta ese diálogo cotidiano, divertido, estimulante con el que nos encontrábamos a veces más de una vez por día. Mantengo uno interno casi permanente, y así como bromeábamos por la cantidad de veces en que ella olvidaba saludarme al encontrarnos o mencionarme una cita familiar –asumiendo que, si ella lo sabía, yo debía saberlo, ya que era una parte de ella misma–, hoy me falta una parte que reaparece siempre como una voz de cuidado que, desde las cosas más sencillas, me habla desde adentro: “Peinate, Marinita, peinate”.
Me doy cuenta entonces que no puedo pretender tener un único texto en la cabeza. Son cientos los textos que se cruzan, dando forma al modo en que agradecida recuerdo y llevo conmigo a una mamá –a su vez abuela, maestra, cocinera, cómplice…– que desde pequeña definí como “exuberante” y para quien las palabras resultan evidentemente insuficientes.
Nota