El hijo del siciliano - El millonario y ella. Sharon Kendrick
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El hijo del siciliano - El millonario y ella - Sharon Kendrick страница 12

Название: El hijo del siciliano - El millonario y ella

Автор: Sharon Kendrick

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Libro De Autor

isbn: 9788413489254

isbn:

СКАЧАТЬ deslizó las manos hasta su entrepierna, tocando la indiscreta erección, y él murmuró algo que sonaba como una palabrota en siciliano. Como si no pudiera soportar depender de sus sentidos, aunque lo disfrutaba.

      –¿Así?

      –Sí, exactamente así. Ah, Emma… –musitó con voz ronca.

      Una bruja, eso era.

      Vincenzo pasó las manos por su cuerpo, ese cuerpo que conocía tan bien, como si lo estuviera haciendo por primera vez. Y quizá así era, porque le parecía otro. No sólo estaba mucho más delgada, sus pechos también parecían tener una forma diferente… o al menos eso era lo que le parecía tocándola por encima de la ropa.

      –Quítate el vestido –le pidió.

      Pero a pesar del clamor de su cuerpo, Emma seguía nerviosa. No esperaría que se levantase y empezara a quitarse la ropa para él como había hecho tantas veces cuando estaban recién casados. En vista de su situación, eso sería imposible. Se sentiría como si Vincenzo estuviera comprándola.

      ¿Y no era así?, le preguntó una vocecita interior.

      Pero Emma decidió no escucharla.

      –Quítamelo tú.

      –Si insistes… –murmuró él.

      Eso se le daba bien, por supuesto. ¿A cuántas mujeres habría desnudado desde la última vez que la tuvo a ella entre sus brazos?, se preguntó Emma mientras le quitaba la prenda y la dejaba caer al suelo.

      Sus ojos negros la quemaban como un diabólico rayo láser.

      –Deja que te mire.

      Emma sintió ganas de cruzar los brazos sobre el pecho para ocultarse.

      –¡Medias de algodón! ¿Desde cuándo usas medias de algodón? –exclamó Vincenzo entonces.

      Desde que dejó de ser la posesión de un millonario, pensó ella. Quizá su marido no sabía que usar medias de seda y ligueros no era compatible con levantarse al amanecer para darle el pecho a un niño.

      Pensar en Gino fue suficiente para quedarse momentáneamente inmóvil. Quería parar y decirle que aquello era absurdo. Pero para entonces Vincenzo le había quitado las medias y estaba hundiendo la cabeza entre sus piernas… besándola allí, por encima de las bragas, hasta que ella empezó a moverse, impaciente, con un deseo que era casi insoportable.

      –Vincenzo…

      –¿Quieres que nos vayamos a la cama?

      ¿Parar? ¿Tener tiempo para pensar en lo que estaba haciendo? ¿Dejar que la razón y la lógica arruinasen algo que la hacía sentirse viva por primera vez en casi dos años? Sabía que aquello era una locura, pero su cuerpo tenía otras ideas. Y Vincenzo seguía siendo su marido, pensó luego…

      –No –susurró, enredando los dedos en su pelo negro como había hecho tantas veces en el pasado–. Vamos a hacerlo aquí.

      Su capitulación provocó en él un gemido ronco de placer. Le gustaba su rápida transformación de reina del hielo a sirena. Pero siempre le había encantado la fiera pasión que había bajo ese frío exterior. Esa sensualidad que él había logrado despertar, al menos durante los primeros meses de matrimonio.

      Él le había enseñado todo lo que sabía, ¿por qué no iba a disfrutar de los frutos de su labor una vez más, para ver si había mejorado durante ese tiempo?

      –Quítame la camisa.

      Emma, con dedos temblorosos, hizo lo que le pedía, apartando la suave seda de la más sedosa piel de su torso, acariciando el vello que crecía allí… pero, de repente, Vincenzo apretó su mano.

      –Más tarde –le dijo–. Habrá tiempo para eso más tarde, pero ahora…

      Estaba quitándose el cinturón mientras Emma pensaba que no habría un «más tarde».

      «Díselo ahora», le urgía la vocecita interior.

      Pero no le hizo caso. No podía hacerlo porque un gemido escapó de su garganta al sentir los labios de Vincenzo sobre sus hombros y su cuello. Emma se encontró besando su duro y orgulloso mentón, oyendo el gemido de placer masculino.

      Qué cruel podía ser el sexo, pensó. No sólo cruel sino insidioso, porque te hacía sentir cosas que no eran reales. Podía hacerte creer que aún seguías amando a alguien… y ella no amaba a Vincenzo. ¿Cómo iba a amarlo después de todo lo que había pasado?

      Después de quitarse el pantalón, la tumbó sobre el sofá y se colocó sobre ella. Y, por un momento, el tiempo se detuvo. Vincenzo se quedó inmóvil, como un coloso dorado antes de entrar en su ansiosa y húmeda cueva.

      –Vincenzo… –gimió mientras la penetraba con una larga y deliciosa embestida, llenándola completamente.

      Él se detuvo y la miró con sus ojos negros opacos de deseo. Y en ellos había un brillo de algo más, algo que parecía ira. Pero no podía ser ira en un momento como aquél.

      –¿Vincenzo?

      Vincenzo sacudió la cabeza y empezó a moverse de nuevo, odiando el poder que Emma tenía sobre él. Un poder que lo convertía en un muñeco a su merced.

      Miró la visión que había debajo de él, los ojos cerrados, las mejillas enrojecidas mientras levantaba sus perfectas piernas para enredarlas en su cintura.

      ¿No había visto esa misma escena en sueños durante casi dos años? Pero, con toda seguridad, aquello haría que la olvidase para siempre.

      –Mírame –le ordenó–. Mírame, Emma.

      A regañadientes, ella abrió los ojos. Con los ojos cerrados podía dejar volar a su imaginación. Inventar, fingir que aquello estaba pasando sólo porque dos personas se querían la una a la otra. Qué lejos de la verdad estaba eso, qué complejos eran los motivos que los habían llevado allí.

      –Oh, Vincenzo…

      –¿Soy el mejor amante que has tenido nunca? –preguntó él con voz ronca, metiendo las manos bajo sus nalgas.

      –Tú sabes que sí –contestó Emma, a punto de llegar a aquel sitio mágico donde sólo él podía llevarla. Y antes de lo que esperaba.

      Como si estuviera siendo catapultada a las estrellas para bajar luego de manera lenta, deliciosa.

      –Vincenzo… oh, oh… sí, sí, sí…

      Él sintió sus espasmos y tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse. Veía cómo Emma echaba la cabeza hacia atrás, clavando las uñas en sus hombros. Y entonces se dejó ir, disfrutando de su propio placer. Y no recordaba que nunca hubiera sido tan intenso, dejándolo saciado y profundamente exhausto.

      El orgasmo parecía no terminar nunca, pero incluso después de haber terminado se quedó dentro de ella un momento.

      Miró entonces su enrojecido rostro, el pelo rubio empapado de sudor. En el pasado lo habría apartado con ternura, pero no ahora… pues tal СКАЧАТЬ