Una chica como ella. Marc Levy
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Название: Una chica como ella

Автор: Marc Levy

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: HarperCollins

isbn: 9788491395690

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      —Confirmado: ¡estás como una cabra!

      —Si la hubieras visto no dirías eso —contestó Sanji.

      —¿Cómo era? —exclamó Sam.

      Sanji se alejó sin contestarle.

      Al pasar por el edificio donde trabajaba su tío, levantó la cabeza hacia las ventanas de la octava planta y se preguntó si su pasajera habría conseguido el papel. Ojalá, pensó, y siguió andando. En Union Square, en medio de un concierto de bocinas ensordecedor, renunció a tomar un taxi y se adentró en el metro.

      Salió en Spanish Harlem. Allí no había edificios de piedra sillar, ni marquesinas en las aceras y mucho menos porteros con librea. Simples casas de ladrillo rojas y blancas compartían el espacio con grandes torres de viviendas de protección oficial. Los efluvios, los colores, las fachadas agrietadas, el asfalto agujereado, la basura que cubría las aceras y la mezcla de lenguas formaban un paisaje abigarrado mucho más parecido a las calles de su juventud.

      De vuelta en el apartamento, Sanji encontró a Lali sentada en el sofá del salón, inclinada sobre una labor de bordado. Entre muecas se esforzaba por retener sus gafas, que se le resbalaban sobre la nariz, mientras Deepak ponía los cubiertos en la mesa de la cocina.

      —¿Cenas con nosotros? —le preguntó a modo de saludo.

      —¿Y qué tal si os invito a cenar fuera?

      —Hoy no es jueves, que yo sepa —contestó Deepak.

      —Qué buena idea —terció Lali—. ¿Dónde podríamos ir para variar un poco? —añadió, mirando a su marido.

      —Me gustaría probar la cocina americana —sugirió Sanji.

      Deepak soltó un largo suspiro y guardó los cubiertos en el aparador. Descolgó su gabardina del perchero de la entrada y esperó. Lali dejó su labor y le guiñó un ojo a su sobrino.

      —Está a tres manzanas de aquí —anunció Deepak abriendo la marcha.

      En el cruce, Lali se aventuró por la calzada aunque el semáforo acabara de ponerse en rojo. Deepak no la siguió, y retuvo a su sobrino agarrándolo del cuello del abrigo.

      —¿Ha ido todo bien con la señorita Chloé?

      —Le he conseguido un taxi, ¿por qué?

      —Por nada, bueno…, me ha hecho preguntas sobre ti.

      —¿Qué clase de preguntas?

      —No es asunto tuyo.

      —¿Cómo que no es asunto mío?

      —Mi ascensor es un confesionario, estoy obligado al secreto profesional.

      El semáforo se puso en verde, y Deepak siguió andando como si nada. Un poco más tarde se detuvo delante del cristal abigarrado del restaurante El Camarada.

      —En este barrio la cocina local es puertorriqueña —dijo abriendo la puerta.

      *

      En el número 12 de la Quinta Avenida el señor Rivera colocaba su radio debajo del mostrador. Sintonizó una emisora que comentaba un partido de hockey y se enfrascó en la lectura de una novela policiaca. La noche era suya.

      Hacía un buen rato que los Bronstein habían vuelto a casa.

      En la séptima planta, los Williams habían pedido la cena a domicilio. Comida china para el señor, que redactaba su crónica en su despacho, italiana para la señora, que dibujaba en el suyo. De lo que el señor Rivera concluyó que su xenofobia no les impedía apreciar la cocina extranjera.

      El señor y la señora Clerc veían la televisión en su saloncito. Cuando la cabina pasaba por la sexta planta, se distinguía el sonido del televisor, cuyo volumen subían cada vez que hacían el amor.

      Los Hayakawa habían abandonado la ciudad los primeros días de la primavera para marcharse a su casa de Carmel, de la que no regresarían hasta el otoño.

      El señor Morrison, el propietario del tercero, estaba en la ópera o en el teatro como cada noche, y como cada noche cenaría en el restaurante Bilboquet y volvería borracho como una cuba, a eso de las once.

      Los Zeldoff no salían nunca más que para ir a la iglesia las tardes de misa mayor. La señora leía en voz alta un libro sobre los mormones y el señor la escuchaba, aburriéndose religiosamente.

      En cuanto al señor Groomlat, hacía rato que había dejado su despacho en la primera planta. Sus respectivos horarios les impedían encontrarse, salvo la primera quincena de abril, pues el contable trabajaba hasta tarde. Su temporada alta, como le gustaba decir, pues sus clientes debían enviar su declaración de la renta antes del 15. En diciembre coincidían también, por los aguinaldos.

      A las once el señor Rivera dejó su novela, convencido de haber resuelto la intriga, y ayudó al señor Morrison a entrar en su casa, lo cual no fue fácil, visto el estado en el que, una vez más, volvía ese borrachín empedernido. Tuvo que acompañarlo hasta su habitación, sostenerlo hasta la cama y quitarle los zapatos, antes de volver a su puesto detrás del mostrador.

      A medianoche cerró con llave la puerta del edificio, se guardó en el bolsillo el móvil de trabajo, un hallazgo de los vecinos para poder contactar con él en cualquier momento, y subió por la escalera de servicio. Llegó sin aliento a la quinta planta, se enjugó el sudor de la frente y empujó con suavidad la puerta de servicio, que estaba entornada.

      La señora Collins lo esperaba en la cocina, con una copa de burdeos en la mano.

      —¿Tienes hambre? —le preguntó—. Seguro que no te ha dado tiempo a cenar.

      —Me he comido un bocadillo antes de dejar la residencia, pero me vendría bien un vaso de agua —dijo besándola en la frente—. Estas escaleras acabarán con mis piernas.

      La señora Collins le sirvió un gran vaso de agua, se sentó en su regazo y apoyó la cabeza en su hombro.

      —Vámonos a la cama —murmuró—, se me ha hecho largo el día esperándote.

      El señor Rivera se desvistió en el cuarto de baño, donde lo aguardaba un pijama nuevo, lavado y planchado, doblado sobre la repisa de mármol del lavabo. Se lo puso y se reunió en la cama con la señora Collins.

      —Es precioso, pero no era necesario.

      —He ido a Barney’s a curiosear, estaba segura de que te sentaría de maravilla.

      —Parece hecho a medida —contestó el señor Rivera, admirando la caída del pantalón.

      Se metió entre las sábanas, comprobó que la alarma del despertador estaba puesta a las cinco y apagó la lamparita de noche.

      —¿Cómo está? —susurró la señora Collins.

      —Estaba tranquila, casi de buen humor, los médicos han vuelto a ajustarle las dosis. Me ha confundido con el pintor que está renovando el pasillo y me ha felicitado por mi trabajo. Todavía recuerda que le gusta el azul.

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