La luz del Oriente. Jesús Sánchez Adalid
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Название: La luz del Oriente

Автор: Jesús Sánchez Adalid

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Harper Bolsillo

isbn: 9788417216788

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СКАЧАТЬ La noche había caído del todo. La habitación estaba en penumbra, iluminada tenuemente por una lucerna que permanecía siempre encendida, aunque fuera pleno día.

      —Bien —dijo Menipo—, es hora de que descanses, y yo me siento en pecado, pues prometí a tu padre no hacer proselitismo contigo, sino cuidar únicamente de tu herida.

      Menipo se marchó. Cuando quedé solo en el lecho, volví a sentir que las cosas suceden siguiendo un plan, a pesar de lo que habíamos estado hablando. Pero en ese momento no me sentí perseguido, sino que una paz profunda acudió a mi alma.

      13

      Hasta pasados quince días no me encontré repuesto de la herida. El mes de junio había llegado y las Megalensias tocaban a su fin, por lo que me perdí el espectáculo más esperado por todos: las luchas de los gladiadores y los números con fieras en el anfiteatro. Pero quedaban aún las representaciones teatrales y la magna celebración de la resurrección de Atis como colofón.

      Lico fue a recogerme con una litera y por el camino me puso al corriente de las novedades, sobre todo de una que no me sorprendió: como todo el mundo nos había visto la noche de los coribantes, por la ciudad corrió el rumor de que había algo entre Eolia y yo, y algún malintencionado lo había puesto en oídos de mi padre. El asunto se presentaba feo, pero Lico me tranquilizó, porque el mismo Hiberino lo había suavizado poniéndose a mi favor: «Ya sabes cómo es Emerita, no podían pasar unas Megalensias sin un chisme que llevarse a la boca —le había dicho a mi padre—. Será mejor que no disgustes a Félix para que se reponga cuanto antes».

      Cuando llegué a la casa, me encontré a toda la familia en el vestíbulo, dispuesta a salir para ir al teatro. Aunque sentía la boca seca y las piernas algo débiles, no quería quedarme solo y pedí que me llevaran, haciendo ver que me encontraba totalmente repuesto.

      —Está bien —dijo mi padre—, un poco de diversión y aire fresco no puede sentarte mal.

      Me vi de nuevo en la litera, acompañado por mi hermanastra Salia. Estuvo seria al principio, pero después se mostró cariñosa.

      —Deseaba verte más que otra cosa —dijo con ojos sinceros—. He temido mucho por ti desde que supe lo que te había pasado.

      Enseguida nos envolvió la barahúnda de la gente que se dirigía al teatro y me sentí extraño entre aquel alboroto, acostumbrado como estaba al silencio de la casa de Mitra. Frente a la puerta principal y en los alrededores habían formado largas calles de tenderetes, en los que se vendían aceites perfumados, imágenes, joyas, espejos y juguetes. El último clamor de las fiestas estaba allí, junto al aroma del vino fresco y los pasteles de miel que ofrecían los vendedores ambulantes.

      Cuando accedimos a la cávea, las gradas estaban ya casi al completo; escuché varias veces mi nombre entre el murmullo y noté que la gente me miraba. Muchos conocidos se acercaron para saludarme y, una vez en mi asiento, me envanecí por aquella popularidad. Traté entonces de imaginar lo que sucedería cuando Eolia y mi tío llegaran, tarde como siempre, a sus sitios, pues ambos estaban dispuestos a continuación de los nuestros.

      La representación comenzó con una de esas comedias cómicas tan populares en aquellos tiempos, en la que todo se desenvolvía en un confuso enredo entre un bonachón (Pappo), un astuto y jorobado que todo lo sabe (Doseno) y el pobre tonto (Macco) que salía siempre molido a palos. Cuando le tocó recibir la paliza, este último papel lo desempeñó un esclavo, elegido por sorteo entre los obreros de la escena. Todo el mundo esperaba este momento, pues el desgraciado, disfrazado con la máscara de Macco, era entonces perseguido por el resto de los actores y acababa recibiendo un sinfín de golpes propinados con estacas verdaderas de palo, que resonaban en todo el teatro haciendo las delicias del público.

      Tras esta representación hubo un descanso, en el que llegó Hiberino a la cávea, acompañado por algunos de sus amigos, pero sin Eolia. Como ahora tenían lugar las representaciones más serias, entraron también las autoridades para ocupar la platea.

      Era media tarde; daba comienzo la gran representación que traía a la escena los misterios de la Magna Mater, que terminaba con la gran pira que ensalza el triunfo de la diosa y la resurrección de Atis, y que debía encenderse al caer la oscuridad para resaltar más el efecto.

      En el centro de la escena había un gran pino coronado de violetas, como símbolo de la muerte del joven pastor del cual la diosa se había enamorado. Los mimos transportaban el ataúd cubierto de flores y los coros entonaban los cantos de lamentación. Luego una solista imploraba la compasión de la diosa y pedía el perdón para su compañero. Los coros cantaban de nuevo, ensalzando la hermosura y las virtudes del joven, y cómo este se había mutilado y finalmente había muerto. Después se escuchaba a la diosa hablar desde un trasfondo oscuro, y cuando cesaba su monólogo todo el teatro quedaba en silencio durante un buen rato. Entonces tenía lugar el momento más emocionante de la representación: la diosa irrumpía en la escena conduciendo un carro tirado por dos grandes caballos blancos, cuyas testas estaban cubiertas por máscaras que figuraban cabezas de leones. Los coros intensificaban los cantos y el público se levantaba de sus asientos prorrumpiendo en un gran clamor de entusiasmo. Entonces ardían el pino y la gran pira que había dispuesta detrás de él y que estaba impregnada con material combustible. Cuando la luz llenaba el escenario, Atis salía de su ataúd, con el cuerpo ungido con brillante aceite que relucía frente al fuego; se subía con Cibeles en el carro y ambos recorrían triunfantes la escena.

      Aunque llevaba el rostro cubierto por la máscara, el cuerpo y los ademanes de la actriz que interpretaba a la diosa me resultaron familiares.

      —¡Es la bella Eolia! —gritó alguien detrás de mí.

      Era ella, en efecto: aquellos eran sus hombros y sus delicados brazos. Cuando descendió del carro para saludar al público, casi pude adivinar sus ojos verdes mirándome alegres desde el interior del rostro de la diosa. Entonces recordé que la noche de los coribantes me había anunciado como un secreto que interpretaría a Cibeles en la Magna Celebración, pero, como otras cosas que ocurrieron aquella noche, yo lo había olvidado.

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