El amante de Lady Chatterley. D. H. Lawrence
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Название: El amante de Lady Chatterley

Автор: D. H. Lawrence

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Clásicos

isbn: 9786074570007

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СКАЧАТЬ durante la guerra a fin de sacar madera para las trincheras. La colina entera, que se elevaba con suavidad a la derecha del camino, estaba desnuda y extrañamente abandonada. La cima de la loma, donde antaño proliferaban los robles, mostraba su desnudez, y desde allí podían verse, por encima de los árboles, la vía férrea de la mina y las nuevas fábricas de Stacks Gate. Connie se había detenido y miraba, se trataba de una brecha en el virtuoso aislamiento del bosque. Una fisura que permitía la entrada del mundo. Pero nada le dijo a Clifford.

      Ese sitio desnudo siempre encolerizó a Clifford. Había estado en la guerra y sabía lo que significaba, pero nunca se enojó tanto como cuando vio esa colina desnuda. Aunque había ordenado que la replantaran, eso no lo eximió de odiar a Sir Geoffrey.

      Clifford mantuvo una expresión invariable mientras la silla ascendía con lentitud. En la cumbre, la detuvo; no deseaba correr riesgos en el descenso largo y ajetreado. Miraba el verdoso trayecto de descenso, una despejada senda entre los helechos y los robles, que al pie de la colina viraba y desaparecía. El camino desplegaba una curva sencilla y encantadora, perfecta para damas y caballeros en sus educadas monturas.

      —Creo que éste es realmente el corazón de Inglaterra —dijo Clifford a Connie sentado allí bajo el tenue sol de febrero.

      —¿De veras? —preguntó ella, mientras se sentaba en un tocón al lado del sendero con su vestido azul de punto.

      —¡Claro que sí! Esta es la vieja Inglaterra, su corazón, y quiero mantenerlo intacto.

      —¡Oh, sí! —dijo Connie. Y escuchó las sirenas de las once de la mañana de la mina de Stacks Gate. Clifford estaba tan acostumbrado a ese sonido que no lo escuchó.

      —Quiero este bosque perfecto, intocado. Deseo que nadie pase por aquí —dijo Clifford.

      Había cierto patetismo. El bosque conservaba algo del misterio de la vieja y salvaje Inglaterra, aunque las talas de Sir Geoffrey durante la guerra habían constituido un duro golpe. ¡Qué inmóviles estaban los árboles, con sus innumerables ramas retorcidas recortándose contra el cielo, y sus obstinados troncos grises elevándose desde los helechos marrones! ¡Con qué seguridad los pájaros revoloteaban entre el follaje! Alguna vez allí había habido ciervos, arqueros, monjes que viajaban sobre asnos perezosos. El sitio recordaba, seguía recordando.

      Bajo el sol pálido, la luz acariciaba el pelo suave y rubio de Clifford, su inescrutable rostro sonrosado.

      —Cuando vengo aquí, más que en cualquier otro momento, me duele no haber tenido un hijo —declaró.

      —El bosque es más antiguo que tu familia—dijo con delicadeza Connie.

      —¡Mucho más! —dijo Clifford—. Y lo hemos preservado. De no ser por nosotros habría desaparecido, como el resto de los bosques. ¡Hay que cuidar la vieja Inglaterra! —¿Hay que hacerlo? —dijo Connie—. ¿Tiene que ser preservada contra la nueva

      Inglaterra? Es triste, lo entiendo.

      —Si no protegemos la vieja Inglaterra, no habrá Inglaterra en absoluto —dijo Clifford—. Y los que poseemos este tipo de propiedades y las amamos, tenemos el deber de preservarlas.

      Hubo una pausa triste.

      —Sí, durante un tiempo —dijo Connie.

      —¡Durante un tiempo! Es todo lo que podemos hacer, nuestra pequeña parte.

      Desde que tenemos este lugar, cada hombre de mi familia ha hecho su parte. Debemos oponernos a los convencionalismos, pero mantener la tradición.

      De nuevo hubo una pausa.

      —¿Qué tradición?

      —¡La tradición de Inglaterra! ¡De todo esto!

      —Sí —dijo Connie con tranquilidad.

      —Por eso tener un hijo ayuda —dijo Clifford—. Somos eslabones de una cadena. A Connie no le interesaban las cadenas, pero no dijo nada. Pensaba en la curiosa impersonalidad del deseo de Clifford de tener un hijo.

      —Siento mucho que no podamos tener un hijo —declaró.

      Clifford la miró con toda la intensidad de sus ojos de un azul pálido.

      —Casi sería bueno que tuvieras un hijo de otro hombre —dijo—. Si lo educáramos en Wragby nos pertenecería y pertenecería a este lugar. No tengo gran aprecio por la paternidad. Si pudiéramos criarlo sería nuestro, continuaría la tradición. ¿No crees que vale la pena considerarlo?

      Connie al fin se dignó mirarlo. Su niño, el niño de ella, para él era sólo algo necesario.

      —¿Y quién podría ser el hombre? —preguntó.

      —¿Tiene importancia? ¿Nos afectan profundamente esas cosas? Tenías un amante en Alemania, ¿y qué ocurrió? Casi nada. Me parece que esos pequeños actos, esas pequeñas relaciones que hacemos en la vida no importan gran cosa. La gente muere, ¿y ahora dónde está? ¿Dónde... dónde están las nieves de antaño? Es lo que perdura en nuestras vidas lo que importa; me importa mi propia vida, su larga continuidad y desarrollo. ¿Qué importancia tienen las relaciones ocasionales? ¡Especialmente las relaciones sexuales ocasionales! Si la gente no les diera tan ridícula importancia se verían como el apareamiento de las aves. Y así debe ser. ¿Qué importancia tienen? Es el compañerismo de una vida lo que vale. Vivir juntos el día a día, y no el hecho de acostarse juntos una o dos veces. Tú y yo estamos casados y eso no lo cambia lo que pueda sucedernos. Tenemos el hábito del otro. Y el hábito, a mi modo de ver, es mucho más vital que cualquier excitación circunstancial. Un asunto amplio, lento y duradero, es por lo que vivimos, no por un espasmo ocasional. Poco a poco, al vivir juntas dos personas forman una especie de unísono, vibran de manera intrincada la una con la otra. Ese es el secreto del matrimonio, no el sexo; o no solamente la función sexual. Tú y yo estamos entretejidos en el matrimonio. Si nos apegamos a eso podríamos arreglar este asunto del sexo, así como podemos concertar una cita con el dentista, puesto que físicamente el destino nos ha acorralado ahí.

      Connie escuchaba sentada, en parte con asombro y en parte temerosa. No lograba descifrar si Clifford tenía razón o no. Allí estaba Michaelis, a quien ella amaba, o al menos eso se decía a sí misma. Pero ese amor era sólo una excursión de su matrimonio con Clifford, del largo y moroso hábito de la intimidad forjado a través de muchos años y paciencia. Tal vez el alma humana necesitase excursiones, y no había por qué negárselas. Pero después de la excursión había que volver a casa.

      —¿Y no te importaría con quién tuviera el hijo? —inquirió Connie.

      —¿Por qué, Connie? Confiaría en tu natural instinto de decencia y selección. Tú no permitirías que te tocara alguien inapropiado.

      ¡Ella pensó en Michaelis! Representaba completamente la idea de Clifford del tipo inapropiado.

      —Hombres y mujeres podemos tener idea distinta del hombre inapropiado.

      —No —replicó Clifford—. Tú piensas en mí. No creo que te interese un hombre que me resulte antipático. Tu temperamento no te lo permitiría.

      Ella guardó silencio. Esa lógica era incontestable porque estaba absolutamente equivocada.

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