Название: La Chica Y El Elefante De Hannibal
Автор: Charley Brindley
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Жанр: Историческая литература
isbn: 9788835416616
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El chico que me había amenazado con su bastón en el bosque se acercó a Yzebel. Me sorprendió verlo y me pregunté por qué vendría a su hogar.
Buscó en la olla un trozo de carne, pero Yzebel le agarró la mano y se la apartó.
—Mira lo sucias que tienes las manos. Ya sabes que así no.
—Tengo hambre.
—Puedes esperar como hacemos todos. ¿Llevaste la leña a Bostar como te dije?
Asintió con la cabeza, pero sus ojos estaban sobre mí y mi cuenco de contu luca.
—Ha robado la capa de Tendao.
—No, no la ha robado.
Tomé un gran trozo de carne de mi cuenco y lo mordí. Estudié al chico, que parecía mayor que yo, quizás un verano. A diferencia de los ojos marrones de Yzebel, los suyos eran de un indolente gris.
¿De qué color son mis ojos? Espero que sean marrones como los suyos.
—¿Entonces por qué se la pone? —preguntó el chico con voz quejumbrosa. Su actitud hacia Yzebel era arisca, y me miró con desprecio, como si le diera asco.
Yzebel golpeó su cuchara de madera en el borde de la olla con tanta fuerza que pensé que se iba a romper. Luego miró fijamente al muchacho hasta que él bajó los ojos.
—Si no aprendes a contener tu lengua, alguien acabará cortando esa daga rencorosa de tu boca. ¿Me entiendes?
—Sí —dijo mientras me miraba de reojo.
¿Creerá que soy la culpable de esa reprimenda? Tiene la lengua fea y se la ha merecido.
Tomé otro nabo de la cesta.
Tal vez no aprendió nada de las palabras de Yzebel, pero yo sí. Y por la forma en que lo trata quizás sea su hijo, hermano de Tendao. Lástima que no se parezca en nada a él.
Quería saber más sobre la Reina Elisa y sus largos rizos, su dulce sonrisa y sus maneras ingeniosas, pero no quería que Yzebel continuara la historia con el chico presente. Quería que me la contara a mí sola, para poder guardarla hasta el día en el que pudiera pasársela a otra niña tonta que no supiera de cosas bellas.
Terminé de cortar la cáscara del nabo y, después de cortarlo en la olla, miré a Yzebel y señalé la cesta. Ella asintió, y yo tomé otro para continuar.
El chico se secó las manos en su túnica después de lavárselas y se arrodilló en la tierra. Cogió un nabo y lo peló con el cuchillo que sacó de la funda de su cinturón.
—Jabnet —dijo Yzebel—. ¿Ves dónde está el sol?
Entonces, su nombre es Jabnet. Un nombre estúpido para un chico estúpido. El nombre que elegí para mí es mucho mejor, y también noble, tal vez incluso regio.
Jabnet miró hacia el oeste, donde el sol ya había caído bajo las copas de los árboles del otro lado del campamento.
—Sí, madre.
Era casi tan alto como ella y, si sonreía de vez en cuando, podía incluso parecer guapo. Pero su expresión amarga empañaba toda su imagen.
—¿Qué tienes que hacer cada día cuando se pone el sol?
—Limpiar las mesas. —Bajó los hombros y se quedó mirando al suelo—. Y sacar los tazones, el vino y las lámparas.
Dejó caer el nabo parcialmente pelado en la cesta y se limpió el cuchillo en la manga.
—¿Tengo que recordarte todos los días lo que debes hacer?
—No, madre.
Jabnet frunció el ceño y volvió a meter el cuchillo en su funda. Cuando se volvió para hacer sus tareas, deliberadamente me pisó el pie descalzo con su sandalia. El borde de su sandalia me cortó en la parte superior del pie, pero me negué a darle la satisfacción de oírme gritar o quejarme a su madre.
—Cuando vengan los soldados —dijo Yzebel—, encontraremos un lugar para que duermas. ¿Te gustaría quedarte en mi tienda esta noche?
—¿Soldados?
No me gustaban. Eran malos y feos. Sabía que se burlarían de mí y del pobre Obolus, el elefante. Yo podía soportar todas sus burlas, pero Obolus ya no podía defenderse. Probablemente lo estaban descuartizando y cocinando su carne al fuego mientras se reían de él. Sentí pena por el gran animal y me entristeció pensar que yo era la causa de su muerte.
—Sí —dijo Yzebel—. Por la noche, los hombres vienen al campamento buscando… hum… placeres, y luego algunos vienen aquí a comer. Siempre les preparo comida y, si les gusta, me dejan unas monedas o baratijas de sus victorias en el campo de batalla.
—¿Y si no les gusta?
—Bueno, entonces tiran todo y me rompen la cerámica. —Me miró y debió de ver mi expresión pensativa—. Solo bromeo —añadió—. Saben que no deben causar problemas en las Mesas de Yzebel.
No estaba segura de lo que quería decir, pero no quería que se volviera a enfadar conmigo como cuando me vio por primera vez con la capa de Tendao.
—Ahora —dijo Yzebel—, muéstrame todos tus dedos.
Dejé el nabo y levanté las manos, con los dedos extendidos. Yzebel hizo lo mismo, luego bajó los dedos de su mano derecha, dejando solo el pulgar arriba. La imité. Ahora tenía todos los dedos de una mano arriba y el pulgar de la otra mano.
—Eso —dijo Yzebel—, es la cantidad de pan que necesito.
—Seis.
Levantó una ceja.
—Muy bien. Me alegra que sepas de números. Señaló una gran jarra de barro que se encontraba cerca de la puerta de la tienda abierta—. ¿Puedes llevarle a Bostar esa jarra de vino de pasas y decirle que es de su buena amiga Yzebel a cambio de seis panes de su cosecha más reciente?
—Sí. —Estaba ansiosa por ayudar en todo lo que pudiera—. ¿Dónde está Bostar?
—La tienda del panadero está a solo una flecha de aquí. —Señaló hacia el este—. Por ahí. Olerás el pan cuando te acerques —dudó antes de continuar—. Ten cuidado con la jarra. No quiero que derrames ni una sola gota. Ese vino es muy valioso. ¿Entiendes…? —Aparentemente olvidó que no tengo nombre.
—Obolus —dije.
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