Antología: Escritores africanos contemporáneos. Helon Habila
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Название: Antología: Escritores africanos contemporáneos

Автор: Helon Habila

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9789874681973

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СКАЧАТЬ se trae el tonto de tu padre ahora?”

      “Me está enseñando cosas”. No quería ahondar mucho. “¿Nunca oíste hablar del ayuno?”

      Me miró durante un rato largo, sus ojos grandes como dos taladros, después lo dejó pasar. Quizás tenía un poco de fe en mi padre. Me acarició la cabeza. “Todavía tienes que abrirte el pelo y lavarlo, y lavar también tu uniforme. No creas que lo voy a hacer yo”.

      La mañana fue fácil, pero para la tarde lo único que deseaba hacer era estar sentada inmóvil. Fui a la sombra del árbol de mango cerca del jardín de Maama, una sombra compacta de gruesas hojas verdes. No estaba lejos de la pila de basura, grande, enorme; se suponía que Taata tenía que quemarla la semana anterior. No pude ignorar la montaña de cartones de leche amarillos y blancos, los paquetes grises y rotos de harina de posho, el verde oscuro y el negro de las cáscaras húmedas de banana, otras amarillas y blancas, alguna cosa líquida y naranja, la fruta agrisada, el rosa, azul y blanco de unos papeles rotos que ondeaban, polvo, el relleno de algodón mohoso de un colchón viejo, la cáscara roja de las batatas, la marrón de las mandiocas, hojas de mango por encima como guarnición, y sobre todo eso, espinas de pescado que olían tan dulce como, como, ¿qué? Tan filosas como ananá cortándote placenteramente la lengua. Yo solo podía mirar fijo, oler y sufrir.

      El gato flaco y callejero que alguna vez fue blanco y que siempre daba vueltas por nuestro vecindario avanzó con sigilo sobre la pila de basura. Se volvió de golpe hacia mí, sus ojos rojos agudos y fijos. Yo lo había tenido en brazos cuando era un gatito raquítico. Solía meterse en nuestra cocina a robar las sobras, y yo tenía la misión de echarlo. Pero clavaba las uñas en el tejido de la estera azul y verde desteñida de mi mamá y se aferraba rápido. Lo agarraba del cuello flaco, sintiendo solo tendones y piel, ningún hueso, mientras chillaba y se retorcía en mis manos. Al final, sacaba sus uñitas de la estera y quedaba colgando, flácido. Yo salía corriendo y lo arrojaba al jardín con tanta fuerza y tan lejos como podía, donde caía con gracia, como agua derramándose y formando un diseño en el aire antes de aterrizar. El gatito se sacudía y huía, dejándome envidiosa. Y siempre volvía.

      Ahora, ya crecido, el gato me desestimó rápido y continuó arrastrándose con lentitud sobre los desperdicios, puro hueso bajo la piel flaca y emparchada, moviéndose con gracia, amenazador. Encontró la carcasa de pescado, la tomó y jugó con ella con sus dientitos, dejando caer preciosos trocitos de piel gris blancuzca y carne. Mi pescado. El deseo de sacarle el pequeño esqueleto de las garras fue tan agudo como la necesidad de hacer pis. Como cuando tienes diarrea y corres hacia el baño, aguantando, aguantando. El olor casi a podrido se intensificó, algunas bocanadas casi matándome, como esas flores campanillas cuyo olor susurra al atardecer para luego desaparecer con promesas que se esfuman. El gato se tomó su tiempo para romper los huesos blandos. Mi estómago se retorció ruidosamente. ¿Lo oyó? Levantó la cabecita y me miró, sus ojos rojos resplandeciendo por un rato largo, pequeños trozos de carne colgando de su boca. Con facilidad podría haberlo echado a los gritos, arrojado una piedra, cualquier cosa, si no hubiese visto a una persona en sus ojos. Me refiero a un demonio. Lo juro. Gruñó una risa, tentándome, de la misma manera en que Jesús fue tentado. Entonces engulló el resto de la carcasa, enviando hacia mí aún más olores antes de arrastrarse por la pila, satisfecho. Pero no se fue. Mantuve los ojos en él mientras se sentaba a poca distancia de donde yo estaba y se limpiaba con sus lamidas, la larga lengua rosada entrando y saliendo con rapidez como una llama pálida. Bostezó mostrándome sus finos colmillos amarillentos, los ojos rosados aún lascivos, y ahí nos quedamos, observándonos; él, lánguido; yo, enojada y asustada.

      El hambre se arrastró por todo mi cuerpo, mi estómago, brazos y piernas, igual que el gato al invadir la montaña de desperdicios. Pero el hambre volvía mi mente aguda y clara, la vaciaba de todo, excepto de una idea: iba a matar a ese gato, no dispararle a un pajarito tonto. Era un demonio que había intuido la santa que había en mí. Los murmullos borrachos de mi padre sobre el bien y el mal empezaban a cobrar sentido.

      Se lo conté esa noche cuando nos sentamos junto a nuestra pared. Abrió mucho los ojos y me observó de manera extraña. ¿Estaba asustado o complacido? No podía saberlo.

      “¿Tú? ¿Un gato?”

      “Sí. Se comió mi pescado”.

      Mi padre se quedó mirándome.

      “No me tuvo miedo. Cree que soy débil”. Y entonces murmuré, tal vez esperando que no me oyera. “Ese gato es un demonio”.

      Mi padre desvió la vista, como para ocultar una sonrisa que había asomado en su cara severa y cuadrada. La sonrisa se convirtió en risitas que salían en pequeñas ráfagas dolorosas, y se tomó el pecho como para detenerlas, pero no pudo. Lo había complacido, pensé. Ahora tosía, así que me paré y le froté la espalda por sobre el saco marrón gastado mientras él se reclinaba, débil pero cálido. Me dijo que esa noche podía comer.

      Mi padre dijo que solíamos tener veneno para las serpientes, pero ya casi no quedaba ninguna; las habían matado a todas o estaban escondidas en el bosque. Por lo que al día siguiente subimos por el camino principal hasta la tienda de Tiíta Sukuma. Todo el mundo la llamaba “Tiíta”; quién no querría estar emparentado con alguien cuya tienda tenía todo lo imaginable, incluyendo palitos negros de dulce que sabían a pomada de zapatos mezclada con banana. Eran de China. Si tuviera la oportunidad de mudarme allí, solo comería dulces. Taata no perdió tiempo con largos saludos, como la mayoría de la gente, pero Tiíta estaba acostumbrada.

      “¿Veneno para ratas?”

      “¿Cómo estás, Namuli?” Solo me miró a mí.

      “Bien, gracias, Tiíta. ¿Tienes veneno para ratas? Estamos sufriendo con tantas ratas”. Yo estaba acostumbrada a hablar por mi padre.

      Registró con la mirada estantes y estantes de jabón azul, cajas de fósforos, gelatina de petróleo, café instantáneo, salsa picante, tazas de plástico, platos y jarros. Le hubiese llevado todo el día revisar todas las cosas que tenía abarrotadas en los estantes.

      “Lo tenía por aquí, hmm... ¿Por qué no se consiguen un gato?”

      “¿Quiere el dinero o no?”

      Me avergoncé. Taata tendría que haber bebido algo antes de venir aquí. Ella se dio vuelta y lo miró con severidad. No le temía. Con una tienda como la suya, yo tampoco tendría miedo.

      “Ah, sí, lo puse lejos para que no cayera en las manos equivocadas”. Miró otra vez a mi padre, luego tomó un banco, lo llevó hacia un rincón oscuro repleto de latas y cajas y unas bolsas hinchadas de plástico azul, subió su voluminosa estructura haciendo un esfuerzo, y tomó un frasco de una fila de coloridos paquetes cuadrados. Se bajó del banco, le sacó el polvo al frasco con un trapo y observó la etiqueta.

      “Ten cuidado con esto, ¿eh? Este veneno es fuerte, no es broma”.

      “¿Quién se está riendo? Podemos leer las instrucciones tan bien como usted. ¿Cuánto es?”

      “Le hablaba a Namuli. Querida, dale esto a tu madre para que lo use, ¿está bien? No lo toques. Solo cinco mil”.

      Tomé el jarro envuelto en una delgada bolsa de plástico negro que mi padre guardaba en el bolsillo. Por alguna razón, Maama le había dado dinero. Ella era como yo; a la larga, hacíamos lo que él quería.

      Cuando íbamos a salir, Tiíta dijo, “Kale, Namuli, saludos a tu madre. Una mujer tan buena”. Meneó la cabeza hacia mi padre, pero él ya se había СКАЧАТЬ