Colección de Julio Verne. Julio Verne
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Colección de Julio Verne - Julio Verne страница 47

Название: Colección de Julio Verne

Автор: Julio Verne

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788026835264

isbn:

СКАЧАТЬ justamente como uno de los más útiles productos de Malasia. Eran sagús, vegetales silvestres que se reproducen, como los morales, por sus retoños y sus semillas.

      Ned Land conocía la manera de utilizar esos árboles. Manejando el hacha con gran vigor, derribó dos o tres sagús, cuya madurez denunciaba el polvillo blanco que recubría sus palmas.

      Yo le observaba más con los ojos del naturalista que con los de un hombre hambriento. Nad Land arrancaba de cada tronco una capa de corteza de una pulgada de espesor, dejando así al descubierto una red de fibras alargadas que formaban inextricables nudos amazacotados por una especie de harina gomosa. Esta fécula era el sagú, que constituye uno de los alimentos básicos de las poblaciones de la Melanesia.

      Ned Land se limitó de momento a cortar los troncos como si de leía se tratara, dejando para más tarde la extracción de la fécula, que habría de ser separada de sus ligamentos fibrosos, expuesta al sol para evaporar su humedad y, finalmente, depositada en moldes para endurecerse.

      Eran las cinco de la tarde cuando abandonamos las orillas de la isla, cargados con nuestras riquezas. Media hora más tarde, llegábamos al Nautilus. Nadie presenció nuestra llegada. El enorme cilindro de acero parecía deshabitado. Embarcadas nuestras provisiones, fui a mi camarote, en el que hallé la cena servida. Después de comer, me dormí.

      Al día siguiente, 6 de enero, sin novedad a bordo. Ni un ruido, ni un signo de vida, La canoa se hallaba en el mismo lugar en que la habíamos dejado. Resolvimos volver a la isla Gueboroar. Ned Land esperaba tener más fortuna que en la víspera, como cazador, y deseaba visitar otra parte de la selva.

      A la salida del sol, ya estábamos en marcha. Alcanzamos la isla en pocos instantes. Desembarcamos, y, pensando que lo mejor era fiarse del instinto del canadiense, seguimos a Ned Land, cuyas largas piernas amenazaban distanciarnos excesivamente.

      Ned Land siguió la costa hacia el Oeste. Luego, tras haber vadeado algunos torrentes, llegamos a un altiplano bordeado de magníficos bosques. A lo largo de los cursos de agua vimos algunos martines pescadores que no aceptaron nuestra proximidad. Su circunspección probaba que aquellos volátiles sabían a qué atenerse sobre los bípedos de nuestra especie, y de ello inferí que si la isla no estaba habitada era, por lo menos, frecuentada por seres humanos.

      Tras haber atravesado una tupida pradera, llegamos al lindero de un bosquecillo animado por el canto y el vuelo de un gran número de pájaros.

      -Sólo pájaros -dijo Conseil.

      -Los hay también comestibles -respondió el arponero.

      -No éstos, amigo Ned -replicó Conseil-, pues no veo más que loros.

      -Conseil, el loro es el faisán de los que no tienen otra cosa que comer -dijo gravemente Ned.

      -A lo que yo añadiré -intervine -que este pájaro, convenientemente preparado, puede valer la pena de arriesgar el tenedor.

      En medio del follaje del bosque, todo un mundo de loros volaba de rama en rama, sin más separación entre sus garriduras y la lengua humana que la de una más cuidada educación. Por el momento, garrían en compañía de cotorras de todos los colores, de graves papagayos, que parecían meditar un problema filosófico, mientras loritos reales de un rojo brillante pasaban como un trozo de estambre llevado por la brisa, en medio de los cálaos de ruidoso vuelo, de los papúas, esos palmípedos que se pintan con los más finos matices del azul, y de toda una gran variedad de volátiles muy hermosos pero escasamente comestibles.

      Aquella colección carecía, sin embargo, de un pájaro propio de estas tierras hasta el punto de que nunca ha salido de los límites de las islas de Arrú y de las islas de los Papúas. Pero la suerte me tenía reservada la posibilidad de admirarlo al poco tiempo. En efecto, después de atravesar un soto de escasa frondosidad nos encontramos en una llanura llena de matorrales. Fue allí donde vi levantar el vuelo a unos magníficos pájaros a los que la disposición de sus largas plumas obligaba a dirigirse contra el viento. Su vuelo ondulado, la gracia de sus aéreos giros y los reflejos tornasolados de sus colores atraían y encantaban la mirada. Pude reconocerlos sin dificultad.

      -¡Aves del paraíso! -exclamé.

      -Orden de los paseriformes, sección de los clistómoros -respondió Conseil.

      -¿Familia de las perdices? -preguntó Ned Land.

      -No lo creo, señor Land, pero cuento con su pericia para atrapar a uno de estos maravillosos productos de la naturaleza tropical.

      -Lo intentaré, señor profesor, aunque estoy más acostumbrado a manejar el arpón que el fusil.

      Los malayos, que hacen un activo comercio de estos pájaros con los chinos, se sirven para su captura de diversos medios que a nosotros nos estaban vedados, y que consisten ya sea en tenderles unos lazos en la copa de los elevados árboles en que estas aves suelen buscar su morada, ya sea con una liga tenaz que paraliza sus movimientos. Incluso llegan a envenenar las fuentes en las que estos pájaros van a beber. Nuestros medios quedaban limitados a la tentativa de cazarlos al vuelo, con muy pocas posibilidades de alcanzarles. Y, en efecto, en estas tentativas gastamos en vano una buena parte de nuestra munición.

      Hacia las once de la mañana, alcanzadas ya las primeras estribaciones de las montañas que forman el centro de la isla, todavía no habíamos conseguido cobrar ninguna pieza. El hambre empezaba a aguijonearnos. Habíamos confiado en exceso en la caza y cometido una imprudencia. Pero, afortunadamente, y con gran sorpresa por su parte, Conseil mató dos pájaros de un tiro y aseguró el almuerzo. Eran una paloma blanca y una torcaz que, rápidamente desplumadas y ensartadas en una broqueta, fueron llevadas al fuego. Mientras se asaban, Ned preparó el pan con el fruto del artocarpo. Devoramos las palomas hasta los huesos, encontrándolas excelentes. La nuez moscada de que se alimentan perfuma su carne dándole un sabor delicioso.

      -Es como si los pollos se alimentaran de trufas -dijo Conseil.

      -Y ahora, Ned, ¿qué es lo que falta?

      -Una pieza de cuatro patas, señor Aronnax. Estas palomas no son más que un entremés para abrir boca. No estaré contento hasta que no haya matado un animal con chuletas.

      -Ni yo, Ned, si no consigo atrapar un ave del paraíso.

      -Continuemos, pues, la cacería -intervino Conseil-, pero de regreso ya hacia el mar. Hemos llegado a las primeras pendientes de las montañas y creo que más vale volver.

      Era un consejo sensato, y lo adoptamos.

      Al cabo de una hora de marcha llegamos a un verdadero bosque de sagús. Algunas inofensivas serpientes huían de vez en cuando a nuestro paso. Las aves del paraíso nos huían y había perdido ya toda esperanza, cuando Conseil, que abría la marcha, se inclinó súbitamente, lanzó un grito triunfal y vino hacia mí con un magnífico ejemplar.

      -¡Ah! ¡Bravo, Conseil! -exclamé, entusiasmado.

      -Créame que no vale la pena de…

      -¡Cómo que no! ¡Ahí es nada coger uno de estos pájaros vivos! ¡Y con la mano!

      -Si el señor lo examina de cerca, podrá ver que no he tenido gran mérito.

      -¿Porqué, Conseil?

      -Porque este pájaro está borracho.

      -¿Borracho?

      -Sí, СКАЧАТЬ