El alma del mar. Philip Hoare
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Название: El alma del mar

Автор: Philip Hoare

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9788418217111

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      Estoy en pie en lo que queda del rompeolas a la luz de la luna, cargándome de su brillo. Al parecer, los chamanes de Siberia se desnudan durante la luna llena para absorber su energía; quizá me caliente hoy con su luz prestada. El satélite silencia nuestro mundo; tiene misteriosos poderes, como apunta Bernd Brunner, no del todo explicados, como los agujeros negros o la propia gravedad; algunos científicos creen que la influencia de la luna se extiende a la tierra, desencadenando terremotos, como si las placas tectónicas fueran también una especie de mareas.

      Y si nuestro hogar es un ser vivo, el mar es su batiente corazón, que se hincha cuando la luna se acerca a la Tierra, tirando de nuestra sangre, de la marea en mi interior. Después de todo, la mayor parte del planeta es agua, como nosotros, y sus ciclos nos gobiernan con más poder que ningún cuerpo electo. Sus mareas son nuestro futuro. Siempre van por delante, cada día una hora más; son un recuerdo de que nunca podremos atraparnos a nosotros mismos, por rápido que nademos.

      Pero, para mí, cada día es una inquietud en mi forma de llegar al mar. Me preocupa que algo pueda impedirme alcanzarlo, o que un día no esté allí, como está y no está, dos veces al día. Me he acostumbrado tanto a él, le tengo tanto miedo y lo amo tanto que, en ocasiones, me parece que solo puedo pensar junto al mar. Es el único lugar donde me siento en casa, porque está muy lejos de casa. Es el único lugar donde me siento libre y vivo; no obstante, estoy encadenado a él y un día podría arrebatarme fácilmente la vida, si así lo deseara. Es liberador y transformador, físico y metafísico. Sin su energía, no existiríamos. No hay nada tan grande en nuestras vidas, tan lejano de nuestro poder temporal. Si no hubiera océanos, ¿tendríamos alma? «El mar tiene muchas voces, / muchos dioses y muchas voces», escribió T. S. Eliot. «No concebimos un tiempo sin océano». «En las civilizaciones sin barcos —escribió Michel Foucault—, los sueños se secan». Aunque pudiéramos vivir sin océanos, un mundo de llanuras áridas y valles secos carecería de misterio; todo parecería cognoscible, expuesto.

      En el útero, nadamos en agua salada; nos salen aletas, colas residuales y rudimentarias agallas mientras nos movemos y damos vueltas en nuestros pequeños océanos maternos. Según la tradición, en las comunidades marineras, si un bebé nacía con el saco amniótico intacto, jamás se ahogaría tras sobrevivir a esa asfixia. Estos nacimientos se conocían como «partos velados o enmantillados», y un saco amniótico preservado —que en sí mismo es un velo que separa vida y muerte— extendería su protección a quien lo llevase. David Copperfield nace con una membrana amniótica que es subastada cuando tiene diez años, lo cual hace que se sienta incómodo y confundido, pues considera que se ha vendido una parte de sí mismo. Sentimos primero el mundo a través del fluido que llena el vientre de nuestra madre; oímos a través de su mar interior. El mar es una extensión de nosotros mismos. Hablamos de masas de agua; Herman Melville escribió sobre «momentos de ensoñadora calma […] al contemplar la tranquila belleza y el resplandor de la piel del océano». Comparado con la fina epidermis de tierra que ocupamos, el gran volumen del mar está fuera de nuestro alcance; aporta a nuestro planeta su profundidad y a nosotros, un sentido de lo profundo.

      Y si somos mayormente agua, y apenas algo más, entonces puede que otros cuerpos celestes sean completamente acuáticos. Un astrofísico me habló en una ocasión de exoplanetas recién descubiertos que podrían estar compuestos de masas de agua de cientos de kilómetros de profundidad, con apenas unas rocas en su núcleo duro. Desdeñando nuestra necesidad de tierra, estos océanos globulares, girando translúcidos sobre su eje en alguna lejana galaxia, podrían estar habitados, según la hipótesis de los astrobiólogos —pues su trabajo es estudiar lo que puede que exista o no—, por criaturas gigantes parecidas a las ballenas, que medio naden, medio vuelen por sus líquidas atmósferas.

      La ubicuidad del mar —desde este gris estuario en el que nado hasta los grandes océanos abiertos— es en sí misma interplanetaria y nos conecta con las estrellas; en realidad, no es parte de nuestro mundo en absoluto. No empieza hasta que empieza, y luego parece no terminar nunca. Se escribe a sí mismo en las nubes y en las corrientes con una caligrafía constantemente variable, registra y borra su historia, sostenido por el aire y la gravedad en un acuerdo tácito entre la tierra y el cielo, llenando el espacio entre ambos. Es una nada llena de vida, hogar del noventa por ciento de la biomasa de la Tierra, que aporta el sesenta por ciento del oxígeno que respiramos. Es nuestro sistema de soporte vital, nuestro gran útero. Siempre está rompiendo sus fronteras, dando y tomando constantemente. Es la encarnación de todas nuestras paradojas. Sin él, no podríamos vivir; dentro de él, moriríamos. Al mar no le importa.

      Y ahí se descubre otra historia, el registro invisible de lo que sucede arriba. Preservadas en gélidas cámaras, en el Centro Oceanográfico Nacional de Southampton hay muestras de lecho marino, largas columnas de barro y sedimentos que nos hablan de tiempos remotos como los anillos de un árbol o los tapones de cera de la oreja de una ballena. Compuestas de nieve marina —diminutos animales, plantas y minerales, los ingredientes de la piedra caliza y la tiza—, junto con estratos oscuros depositados por antiguos tsunamis, su pasado es una predicción de nuestro futuro. La propia agua tiene una edad cercana a los cuatro mil años, una historia propia. Y si el mar se ha convertido en un sumidero de dióxido de carbono, que absorbe la energía que hemos liberado del sol, esta cisterna de nuestros pecados es todavía el almacén de nuestros sueños.

      Pero, como acabo de decir, al mar no le importa. Dispensa la vida y la muerte a inocentes y culpables por igual.

      La tempestad, la última y más acuática obra de Shakespeare, fue representada por primera vez en la corte de Jacobo I el Día de Todos los Santos de 1611. Empieza tumultuosamente, enfrentando al público a una tempestad que amenaza las vidas y las «pesadas almas» a bordo de un barco a punto de partirse en dos. En la dramática batahola, el pánico busca culpables. Antonio, que ha usurpado el ducado de Milán, insulta al contramaestre —quien trata de salvar el barco—: «¡Y este infame bocazas! ¡A la horca y que te aneguen diez mareas!». Aquí, el personaje invoca arrogantemente la práctica de ahorcar a los piratas en la orilla, dejando flotar sus cuerpos en las sucesivas mareas: «Quien ha nacido para la horca no teme morir ahogado».4

      Sin embargo, la audiencia comprende poco a poco que estas desgarradoras escenas de pánico y naufragio —que ponen patas arriba el orden social cuando la tripulación lucha por su vida y el estatus de los aristócratas no vale nada frente a las olas: «¿Qué le importa el título del rey al fiero oleaje?»— no son más que un truco de magia, teatro dentro del teatro, una tormenta provocada por el arte de un hechicero y su pícaro socio. Fernando, el hijo del rey de Nápoles, con los pelos de punta, salta del barco en llamas por el fuego que Ariel ha prendido en múltiples lugares de la nave, y grita: «¡El infierno está vacío! ¡Aquí están los demonios!». (Una imagen acaso inspirada en el propio Jacobo I, autor de Demonologie, quien supervisaba en persona la tortura a las brujas. El rey creía que, en un viaje de regreso de Oslo en 1590, su barco había sido atacado por tormentas provocadas mediante brujería y que habían enviado demonios a que lo abordaran).

      De repente, como en un sueño, los náufragos se encuentran en una extraña calma, en una isla llena de sonidos extraños, poblada por seres que no aciertan a discernir; un lugar desconocido, extranjero, en el que los supervivientes de la tempestad son también extranjeros. Algunos de los espíritus del lugar aparecen solo en rumores, como Sícorax, la bruja, bautizada con la unión de «sys», «cerda», y «korax», «cuervo», un pájaro cargado de significado procedente de una «ciénaga malsana». Otros están demasiado presentes, como su hijo Calibán, una criatura bastarda, «un esclavo deforme y salvaje», anfibio, medio hombre, medio pez, «¡piernas de hombre! ¡Brazos y no aletas!». Es un ser quimérico, que parece haberse deslizado desde un mar evolutivo; su homólogo es Ariel, espíritu del aire fluido y ambivalente que elude la definición y puede estar en cualquier momento en cualquier lugar. A ambos los gobierna el todopoderoso mago Próspero desde su exilio rodeado de agua.

      Recientemente, СКАЧАТЬ