El alma del mar. Philip Hoare
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Название: El alma del mar

Автор: Philip Hoare

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9788418217111

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СКАЧАТЬ Miró hacia el océano y declaró que era tan bello que parecía un chiste. Cuando pedaleábamos por la calle Commercial en su bicicleta, adornada con una cesta de mimbre como si fuéramos la Malvada Bruja del Oeste, alguien dijo «Su Majestad» al vernos pasar.

      Fue al final de mi estancia, cuando estaba a punto de tomar el transbordador de vuelta a Boston, cuando decidí ir a ver ballenas. Abandoné la tierra y subí al bote. Cuarenta minutos después, frente al banco de Stellwagen, una yubarta emergió frente a mí. Todavía sigue ahí.

      No es fácil llegar aquí. Nunca lo ha sido. Durante la mayor parte de su historia humana, Provincetown fue accesible solo en barco o a través de una delgada franja de arena que la conecta con el resto de la península. E incluso una vez llegabas, era difícil saber qué había allí y qué había aquí; qué era tierra y qué mar; mapas de la década de 1830 muestran un lugar aislado por el agua, con un perímetro parcialmente inundado. No hubo carretera hasta el siglo xx; en otros tiempos, el ferrocarril traía visitantes a Provincetown, pero fue abandonado hace mucho, al igual que los vapores que traían excursionistas desde Nueva York. Hoy en día los transbordadores operan solo de mayo a octubre, y la avioneta puede verse obligada a permanecer en tierra por una tormenta eléctrica sobre el aeródromo o porque la niebla envuelva el Cabo. Provincetown marca el inicio de la Ruta 6, que va de costa a costa a lo largo de cinco mil seiscientos kilómetros, hasta Long Beach, en California. Pero fue renumerada en 1964, y ahora la carretera más larga de América del Norte parece extinguirse en la arena, como si se hubiera dado por vencida antes de empezar. Es un trayecto larguísimo en coche desde Boston, y la carretera se vuelve más estrecha según avanzas, replegándose sobre sí misma, hasta que el mar la asedia por todas partes, dejando poco espacio al asfalto, las casas o la gente. Nadie llega aquí por casualidad, a menos que quiera. No está de camino a ninguna parte, excepto el mar.

      La gente perdida que encuentra el camino hasta aquí descubre el consuelo de las mareas que anclan los interminables días, que de otro modo escaparían, fuera de control, enfrentados a la naturaleza que la rodea por completo. Mi tiempo lo define el mar, igual que en casa. Pero en lugar de tener que pedalear hasta él, solo tengo que levantarme de la cama y descender los escalones de madera. Olisqueo el aire como un perro y bajo de la barrera. Los eíderes arrullan como exagerados cómicos. El agua es el agua. Floto de espaldas, con el rostro hacia el cielo; en lo alto de la colina, detrás de mí, se halla el monumento que señala la llegada de los peregrinos que partieron de Southampton rumbo a esta orilla hace tres siglos. Giro mi cuerpo hacia él como si fuera la aguja de una brújula. Es como si hubiera nadado todo el trayecto hasta aquí. Cuento mis brazadas. El frío me obliga a salir. Subo de nuevo y pongo a hervir agua para el té, dejando un rato las manos sobre el incandescente fogón eléctrico para restablecer la circulación lo suficiente para poder escribir.

      En mi escritorio están los objetos que resisten mi ausencia guardados en el desván como adornos de Navidad. Una ballena salomónica de cristal verde que compré en la tienda del pueblo. Una edición de la década de 1920 de Moby Dick, con una deslucida imagen en color pegada en la cubierta. Un listón de madera que encontré en la orilla, cuyas capas de pintura verde y blanca se pelan en oleadas. Una tabla de mareas pegada en la pared, que no necesito. Mi cuerpo está sincronizado con su ir y venir; lo oigo subconscientemente mientras duermo y lo percibo cuando estoy en la ciudad. Los demás también lo perciben, aunque crean que no. Me levanta de la cama y me convoca al mar, en cualquier momento del día o de la noche.

      He pasado muchos veranos aquí; también inviernos. Conozco el lugar fuera de temporada, cuando la gente se cae con las hojas y sus huesos se revelan: las casas de tejuelas y las calles blancas bordeadas con conchas aplastadas, como si salieran del mar o llevaran a él. Constreñidas por todas partes por el mar, las casas están construidas con vista a la eficiencia, como barcos; en un lugar como este, no se desperdicia espacio ni recursos. El estudio de un artista tiene cajones empotrados en cada peldaño de la escalera, que la convierten en una gran y ascendiente unidad de almacenaje. En otra casa de campo, mientras disfruto un vaso de ginebra, admiro una cocina larga y estrecha, con los platos almacenados en estantes deslizables. El artista me dice que las diseñó el anterior propietario, Mark Rothko: «Nos hizo prometer que jamás las cambiaríamos».

      Puede que Provincetown sea para algunos un lugar de vacaciones, pero su mejor versión es la más austera, cuando todo es gris, blanco y vacío, y puedes observar por encima de las cercas de madera las vidas de los otros; patios traseros llenos de boyas o viejas camionetas donde hace un siglo habría redes y arpones. En otros tiempos, este fue un lugar industrial entregado a la caza de ballenas y a la pesca. Luego se vació, olvidado por el futuro, que dejó a su gente atrás, la gente insular que conoció Melville, personas que «no reconocían el continente común de los hombres, sino cada isolado que vive en un distinto continente propio».

      En las noches calurosas, la calle Commercial, una de las dos arterias que atraviesan el pueblo, es un lugar abierto y sensual; en invierno, cuando el frío entra y no está dispuesto a marcharse de buen grado hasta medio año después, la crudeza del clima la convierte en una calle oscura, que no lleva a ninguna parte. En 1943, cuando la ciudad se vio amenazada por ataques aéreos y desembarcos alemanes —como si su posición avanzada la convirtiera en un chivo expiatorio de la guerra que trascurría al otro lado del océano—, el joven Norman Mailer caminó por la calle, cuyas casas tenían tapadas las ventanas como protección, y sintió que caminaba hacia el siglo xviii, o al menos hacia lo que le pareció «una aproximación muy cercana a lo que debió de ser vivir en Nueva Inglaterra entonces». Es difícil imaginar un lugar habitado tan vacío. Incluso ahora, en el siglo xxi, durante el día, una fría niebla marina puede adueñarse de sus caminos en primavera —aquí todas las estaciones se retrasan— y llenar las relucientes calles blancas de fantasmas. Los espíritus pueblan esta vieja ciudad llena de crujidos. Sus sombras se ven en las escaleras, atisbas su silueta por el rabillo del ojo. En invierno, caminan por la calle. También están aquí en verano, solo que tienen el mismo aspecto que el resto de la gente.

      El mar acelera y ralentiza el tiempo. Esta ciudad ha cambiado mucho, incluso en los escasos quince años que llevo viniendo aquí, aunque, al mismo tiempo, sigue siendo la misma. Cuando regreso, nunca estoy seguro de si me aceptarán sus gentes, su clima, sus animales, o si se acordarán de mí, y siempre me sorprende que lo hagan. Siempre estoy yéndome, siempre estoy llegando; como dice mi amiga Mary, que vive enfrente, el momento en que llegas a cualquier lugar marca el inicio de tu partida. La vida aquí se mide con la espera de la primavera, el anhelo del otoño, la espera del verano y el anhelo del invierno; todo está inquieto, como el mar. En ocasiones, parece tan perfecto que me pregunto si de verdad existe, si no será una ilusión que emerge por el parabrisas del avión cuando aterrizo y desaparece por la popa del transbordador cuando me marcho; y, en ocasiones, me pregunto por qué vengo en primer lugar, aquí, donde el viento gime y las voces discuten, donde cunde la fobia a estar encerrado en casa y las puertas se te abren en las narices.

      No es un lugar clemente. Somete a sus habitantes a una biopsia, como las cicatrices en una piel demasiado expuesta al sol. Los pulmones se colapsan por el exceso de aire frío. Como sus antepasados, sufren por presumir que viven en esta frontera. Es un desafío constante para la mente y el cuerpo. Un lugar de oscuridad y luz, día y noche, tormentas, mareas y estrellas; un lugar donde tienes que sentirte vivo porque te muestra la alternativa con diáfana claridad.

      La casa de Pat se parece tanto a un barco que podrían haberla traído flotando de Long Point, como se hacía con las casas en el siglo xix, o transportada en una arrastrera, como las mansiones de los capitanes balleneros de New Bedford, «valientes casas y floridos jardines, que vinieron del Atlántico, Pacífico e Índico, arponeados y arrastrados hasta aquí desde el fondo del mar». Dentro de su estudio, el modernísimo kayak de Pat está colgado de las vigas junto a un modelo de madera más antiguo y ambos parecen cocodrilos disecados en un gabinete de curiosidades. Entre ellos se ha extendido una gran sábana de plástico para recoger el agua que se cuela por el techo con la lluvia. Con la creatividad típica de Provincetown, Pat ha instalado un sistema compuesto por una serie de intrincadas СКАЧАТЬ