La Familia de León Roch. Benito Pérez Galdós
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Название: La Familia de León Roch

Автор: Benito Pérez Galdós

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4064066058449

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СКАЧАТЬ se abalanzó á él, y estrechando con vigor su cabeza, le besó en la frente.

      «Tú vendrás al lado mío—le dijo,—y serás católico ferviente, como yo, y me acompañarás en mis dulcísimas prácticas religiosas...

      —¿Yo?

      —Sí, tú. Tú vendrás á mí. ¡Qué feliz seré entonces!... ¡Te quiero tanto!...»

      ¡Y qué hermosa estaba, qué hermosa! León sentía sobre sí el efecto irresistible de belleza tan acabada en rostro y figura, de aquellos ojos en que algo se veía semejante á la inmensidad turbada y resplandeciente del mar, cuando se mira el fondo para descubrir un objeto perdido. Separóse de él María, y en pie delante de un espejo, alzó las manos para soltarse el cabello. Las guedejas negras cayeron sobre sus hombros, que no podían compararse propiamente al frío mármol, sino á la más hermosa carne humana, pues también hay carne de Paros; á eso que el misticismo llama barro y ha servido al divino Artífice para tallar ciertas estatuas mortales que parece no necesitan de un alma para tener vida y hermosura.

      «¡Qué linda!—exclamó Roch, hundido en su sillón como un estúpido,—¡Cada vez más linda!»

      Después de culebrear en derredor del espejo, María entró en su alcoba. León puso su cabeza entre las manos y estuvo meditando largo rato. Tenía fiebre. Después se levantó airado consigo mismo ó contra alguien.

      «¡Necio de mí!—exclamó con su voz más íntima.—Una esposa cristiana quería yo, no una odalisca mojigata.»

      XV

       Un convenio como los que la diplomacia llama «modus vivendi.»

       Índice

      Pasó un rato. De pronto, María lanzó un grito agudo, desgarrador. León fué corriendo á la alcoba y vió á su mujer incorporada en el lecho, con los brazos tendidos, los ojos extraviados.

      «León, León—dijo con espanto.—¿Eres tú? ¿dónde estás? ¡Ah! ya te veo... Abrázame... ¡Qué horrible pesadilla!»

      León procuró tranquilizarla, y no tardó la dama en sosegarse con la apreciación de la realidad, medicina de los desvaríos de la imaginación.

      «¡Qué sueño!... Figúrate... soñé que te habías muerto y que desde lo más hondo de un hoyo negro me estabas mirando, mirando, y tenías una cara...! Después aquello pasó... Estabas vivo; querías á otra... Yo no quiero que quieras á otra.»

      Encadenó con sus brazos el cuello de su marido. «¿Qué hora es?—preguntó.

      —Tarde. Duerme otra vez, que ya no tendrás más pesadillas.

      —Y tú, ¿no duermes?

      —No tengo sueño.

      —Entonces vas á velar toda la noche. ¿Qué haces? ¿Lees?

      —Medito.

      —¿Piensas en aquello que hablamos?

      —En aquello y en tí.

      —Eso, eso: piensa mucho en las verdades que te dije, y así te irás preparando sin saberlo... Me parece que oigo campanas tocando á fuego.»

      Los dos escuchaban. Oíanse ladridos de perros, que en aquella zona de Madrid, donde por cada casa hay diez solares vacíos y solitarios, suelen reunirse para buscar despojos de cocina en los vertederos. Oíase asimismo el lejano chirrido de las ruedas del último tranvía, y también el ritmo metálico, tenue, seguro, invariable del reloj de León en el bolsillo de su chaleco. Todo se oía menos campanas.

      «No es todavía hora de tocar á misa—dijo él.—Duérmete.

      —No tengo sueño, no quiero dormir—replicó María echando atrás su cabeza.—Me parece que he de volver á verte en el fondo del hoyo, mirándome. Tú te reirás de esto. ¡Qué sandez! ¡Mirar y ver después de la muerte quien cree y afirma que con la vida se acaba todo!

      —¿Te he dicho yo eso alguna vez?—manifestó León con enfado.

      —No me has dicho eso; pero yo sé que eso es lo que tú piensas; yo lo sé.

      —¿Por qué? ¿Por dónde lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?

      —Yo lo sé; yo sé lo que tienen en el fondo de su cabeza ciertos filósofos; lo sé todo; y tú eres de esos. Yo no leo tus obras porque no las entiendo; pero quien las entiende las ha leído.»

      Apartóse León de su mujer vivamente afectado. Dió algunos pasos para salir de la alcoba; pero retrocediendo bruscamente, volvió al lado de María, le tomó una mano, y con voz severa le dijo:

      «María, voy á pronunciar la última palabra, la última... He tenido en este momento una idea que me parece salvadora; idea que si es aceptada y practicada por ambos, nos sacará de este infierno.»

      Sobrecogida de emoción y respeto al ver la gravedad con que su esposo hablaba, María no supo decir nada.

      «En dos palabras te expondré mi idea... ¡Proyecto feliz!... no sé cómo no me había ocurrido antes... Es lo siguiente: yo me comprometo á sacrificarte mis estudios y mis tertulias, te sacrifico la noble amistad de los libros y de los amigos. Mi biblioteca se tapiará como la de D. Quijote, y en nuestra casa no se volverá á oir ni siquiera un concepto sospechoso, ni una observación mundana y ligera sobre las cosas más graves del espíritu, ni se hablará de ciencias ni de historia; en una palabra, no se hablará de nada.

      —¡Qué felicidad!—dijo María incorporándose para besar las manos de su marido.—¿Es cierto que me lo prometes y me cumplirás lo que me prometes?

      —Te lo juro por lo más sagrado. Pero no cantes victoria antes de tiempo. Ya comprenderás que no se hacen concesiones de esta clase sino á cambio de otras. Ya te he dicho mi parte; ahora falta la tuya. Yo te sacrifico lo que llamas estúpidamente mi ateísmo, cuando es cosa muy distinta; sacrifícame tú ahora lo que llamas tu piedad, muy problemática por cierto. Para que nos entendamos, has de renunciar á las devociones diarias é interminables, á confesar todas las semanas con un mismo Padre, á poner todo tu espíritu en los accidentes teatrales del culto. Irás á misa los domingos y fiestas, y confesarás una vez al año, sin previa elección de sacerdote.

      —¡Oh! es mucho, es mucho—dijo María, moviendo sobre la almohada su linda cabeza cual si á sí misma se compadeciera por la deplorable mezquindad á que sus piedades quedaban reducidas.

      —¡Mucho, te parece mucho, tonta! Bueno: aumentaré mi parte. Te concedo más: te concedo que si reduces tus visitas á la iglesia, iré á ella contigo.

      —¡Irás conmigo!—exclamó María saltando bruscamente en el lecho como un pez recién sacado del agua.—¿Es verdad lo que dices?... Tú me engañas.

      —Iré, sí; iré... los domingos.

      —¿Nada más que los domingos?

      —Nada más.

      —¿Y СКАЧАТЬ