Roads. Nylsa Martínez
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Название: Roads

Автор: Nylsa Martínez

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Cuadernos de Bartleby

isbn: 9786078098620

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СКАЧАТЬ las cosas, así que nosotros tampoco. ¿Estamos? Mariana le miró desconcertada, ¿en qué estaban? Bien nena, te doy mi pésame, ahh, espero les guste la corona que les enviamos, esbozó una sonrisa burlona, cuídate tú también. Abandonó la sala, mientras el frío la abrazaba más fuerte.

      ¿Se lo digo a mi papá?, no, mejor se lo digo a Marco, se lo digo en cuanto nos veamos.

      ◊

      Veía descender lentamente el féretro. Se aferraba a su padre. No se despegaba de él desde la noche anterior, en menos de veinticuatro horas volvía a ser la niña de papá. Lágrimas, unos hilos discretos iban deslizándose. No se atrevió a ver el rostro de su hermano en el ataúd, la última imagen que tenía era su carita diciendo «lo siento», después de haberle dado un balonazo en la rodilla que traía lastimada. ¿Qué te pasa Quique? ¿que no me ves aquí parada? vete afuera con eso… Lágrimas, tan siquiera debí abrazarlo, decirle que no importaba tanto mi rodilla. Lágrimas. Se asía a la camisa de su padre, volteaba el rostro hacia otro lado y lo único que encontraba eran otras tumbas, muertos y muertos, variedad de fechas inscritas.

      Marco observaba desde lejos el entierro. Resultaba increíble pero podía decir que conocía a Mariana de toda la vida, desde que estaban en la Franklyn; cuando era el lunch time y pasaban con una charola a la cafetería por un sándwich, un pequeño cartoncito con leche y una fruta. Yo no soy como mi padre, se repetía cuando estaba enfadado. Recordaba una de las tantas fiestas de abandono; su madre, sus hermanas gemelas, él: no había llegado, una vez más su padre había estado fuera. Ese cumpleaños, cuando su mamá le compró aquel pastel de tres pisos: no estuviste allí. Cuando la fiesta del rancho la acabaste cuando apenas había comenzado no se por qué cosa: era una sorpresa para Mariana, lo arruinaste también. Reproches que le hubiera gustado gritar a su padre.

      Se atrevió ir al cortejo fúnebre, pues de alguna manera él también quiso al «Quique-Ho», como le decía de cariño. Algunas tardes jugaron fútbol, y en este tiempo con Mariana se había convertido en el hermanito que nunca tuvo. Bye Quiquejo, dijo al ver cómo todos los asistentes se retiraban. Hubiera querido abrazar a Mariana, decirle que todo iba a estar bien.

      ◊

      Regresaron a casa y un silencio sepulcral la inundó. Mariana pasó rápidamente frente al cuarto de Quique; la puerta entreabierta dejaba asomar algunos juguetes, parte de la cama, los colores en las paredes. Qué tristeza ver el vacío, buscar inútilmente lo que ya no está.

      El teléfono sonó y de un salto volvió del sopor en el que se había sumergido, el timbre le hizo recordar que desde la noche anterior tenía un mensaje que dar a Marco Aurelio. Llamarlo, tendría que haberle llamado en el momento. El corazón se le agitó, otra vez sintió que en su estómago se agolpaban monstruosas sensaciones: llamarle, era necesario llamarle.

      Tomó el teléfono inalámbrico de su cuarto y justo antes de marcar entró Carmelita para avisarle que tenía una llamada: ¿quién es? La mujer se encogió de hombros y dijo: se oye una voz de señora, no le pregunté su nombre.

      Por un momento no reconoció la voz llorosa del otro lado, luego supo que era la madre de Marco ¿Sucede algo señora? ¿le pasó algo a Marco? En medio del llanto la señora le explicó que no lo encontraba, que si todo estuviera bien, no se preocuparía porque lo había visto en la mañana, apenas unas horas; pero justamente después de que le vio salir habían pasado algunas cosas importantes. Era necesario saber dónde estaba. Mariana recordó el mensaje no dicho, luego sintió miedo, mucho.

      ◊

      Papá no me lo puedes prohibir, no me puedes hacer esto ¡Qué poco te importa lo que siento! ¿qué no me quieres? Se dirigió rápidamente hacia la puerta de salida de casa, en su mano derecha llevaba las llaves del pick-up que había dejado estacionado en la calle. Su padre fue tras ella y dando un tirón del brazo le dijo: no vas, no hoy, ve después, visita su tumba, no te quiero en ese funeral de narcos. Mariana tiró de su brazo intentando zafarse, lo logró; apresurándose en medio del renqueo generado por la rodilla llegó hasta el enrejado que daba al exterior, se detuvo para abrir la puerta. Su padre volvió a tomarla con fuerza por el brazo, ahora con un poco de violencia: que no vas, no puedes conducir en ese estado, ¡estás borracha! Mariana ignoró las palabras de su padre y haciendo un forcejeo que le permitiera seguir su camino, abrió la puerta exterior y salió. Su padre no soltó su brazo, apretó con fuerza hasta lastimarla: que no mija, no. Ella no pudo continuar forcejeando, se inclinó sobre su rodilla que le estaba causando un dolor insoportable, fuking rodilla de shit, sintió desvanecer todas sus fuerzas, quedando sentada en la banqueta. El llanto terminó de reventarle en el rostro, abrazaba su rodilla y veía pasar los carros en medio de la noche. Esta vida es una mierda, papá, yo también me quiero morir, te juro que me voy a morir. Su padre, a su lado, la abrazaba; mientras, podía sentir cada temblor, cómo la sacudía la tos cuando el aire no le era suficiente para continuar el llanto, sentía las lágrimas de su hija. Las imágenes de cuando era pequeña regresaban una y otra vez, y pensaba en lo grande que era ahora. Volvían a él los recuerdos del pequeño Ho que había emprendido de manera temprana su «gran viaje», ya estaba en el cielo, como decía su esposa Eloísa.

      Mariana lloraba, recordaba la camisa a cuadros que Marco Aurelio había llevado al velorio de su hermanito, su espalda desvaneciéndose al salir de la sala funeraria. Pensaba en el pedacito de papel aluminio hecho bolita, en cada una de las palabras que se dijeron en su última conversación. Lágrimas. Volvía a sentir el aire acondicionado y el frío, las pláticas mezcladas con el aroma a café quemado. Lágrimas. Imaginaba cómo lentamente avanzaría en una fila de autos, los rostros que le iría brindando la ciudad: unas fotografías tristes, apagadas, tan llenas de cansancio que sólo se podría llorar al verlas. Dejar el cuerpo en un cementerio. Qué lenta es la velocidad de los cortejos fúnebres. Gente. Ver hacia todos lados y descubrir en esa manta verde bajo la que yacen cuerpos los bordados hechos a base de fechas, marcas dolorosas de calendario. Tropezar con los bultitos de flores que decoran lo sombrío, hundirse bajo los cipreses repartidos por todo el lugar, que hacen gala como meseros en medio de un banquete. Eso vería, el ataúd descendiendo, gente desconocida llorando, una humedad salada asfixiando todo.

      Era ocioso buscar ese diálogo. No habría respuesta. No encontraría palabras que rompieran el conjuro y la sacaran del sueño furioso, de esa fracción de vida que le encaraba de manera cruda, que le decía que todos habían podido reunirse: sus abuelos, sus padres, el mundo, las distancias, dos países, los tiempos; hasta parar en la Franklyn: Ella y Marco. Dando al final esta estúpida despedida sin sentido, que se burlaba de ella sonoramente, que hacía inútiles todos los encuentros previos a su vida. Que no le permitiría salvarse.

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