Götterdämerung. Mariela González
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Название: Götterdämerung

Автор: Mariela González

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788417649494

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СКАЧАТЬ el cielo entre los tejados, las nubes perezosas que se desgajaban del horizonte.

      —¿Crees en el destino, Gus? —soltó de pronto—. ¿Crees que el mundo es un mosaico compuesto por alguna gran mente y nosotros no hacemos más que movernos entre las teselas? ¿Que nuestro único papel es el de intentar no pisar en falso y destrozar el dibujo?

      —Creo en el desayuno —respondí —. Sobre todo, a esta hora. ¿Vamos a ir a tomarnos algo?

      —Oh, vamos. Después de la que has liado, lo menos que me debes es un poco de filosofía barata. —Viktor sonrió, exhalando una bocanada de aquella hierba marina—. No son ni las diez de la mañana y sin previo aviso el pasado ha venido a mí a darme dos bofetadas. Si creyera en el destino, bien parecería que está intentando darme un tirón de orejas. Recordarme quién soy. Pero no entiendo el motivo.

      —Bueno, Vik, tú sabes tanto como yo. Lo ves a diario con ese ojo derecho tuyo. O algo parecido. La realidad no es un mosaico inmovible, donde cada pieza tiene un único lugar, sino un tapiz sin tejer. Tenemos todas las hebras delante para elegir y entrelazar las que deseemos. Las agujas son nuestro albedrío.

      —Que tengamos lo mismo delante no significa que veamos lo mismo, recuérdalo. Entonces no crees que haya un tejedor supremo, una fuerza superior por encima de nuestras voluntades. Qué triste. —Vik me miró con fingida decepción.

      —¿Quién podría creer eso, en estos tiempos que corren? —repuse—. Desde que los dioses dejaron de ser ideales metafísicos en un panteón lejano y se convirtieron en algo mucho más espeluznante y terrible. En políticos.

      —Ah, touché —se rio mi compañero—. En todo caso, si lo que ha sucedido esta mañana es una señal…—Se encogió de hombros—. Bueno, a lo mejor debería estar atento a lo que quiere mostrarme.

      No dijimos nada más en un buen trecho, hasta llegar casi a la altura de nuestro hostal. Sabía que Viktor se había sumido, como tantas otras veces, en la contemplación del dibujo que ansiaba recrear en su tapiz. Por mi parte, el estómago empezaba a acusar la lejanía de mi última comida. Unos metros adelante, el viejo Günther estaba abriendo la puerta de su taberna. Decidí que poner un plato de beicon delante de mi amigo sería un buen método para terminar de saldar mi deuda de aquella mañana. Me dispuse a ofrecérselo, pero entonces me di cuenta de que había salido de su ensoñación y aminorado la marcha. Seguí su mirada, ceñuda de repente.

      En la puerta del hostal esperaba un hombre vestido con chaqueta púrpura y un elegante sombrero de copa. Se apoyaba en un bastón dorado con la cabeza de un zorro en el mango. Sacó el reloj de su bolsillo, lo miró, y al cerrar la tapa se percató de nuestra presencia. Nos miró y sonrió, estrechando sus ojos taimados al hacerlo, lanzando hacia nosotros aquella perspicacia sobrehumana. Lo reconocimos al momento.

      Le gustaba adoptar toda clase de formas. En ocasiones había sido un noble prusiano. Otras, un extraño alquimista danés, dueño de un espectáculo ambulante. Desde hace algún tiempo se había mantenido en un único papel, el de Alto Magistrado del káiser Odín en territorio germano; un cargo creado ex profeso con el que viajaba de aquí para allá garantizando el cumplimiento de las leyes.

      La única forma de no equivocarse con su identidad era llamándole Loki.

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      -¿Os habéis preguntado cómo fue la primera vez que el hombre vio llover?

      »Hoy en día, si os pilla una tormenta repentina en medio de la calle, siempre podéis buscar un portal bajo el que esconderos hasta que escampe, en caso de que no os dé tiempo a llegar a casa. O meteros en alguna taberna, en una tienda... En todo caso, no deja de ser una incomodidad menor, ¿verdad? Una tontería que quizás solo os retrase a la hora de ir a clase o hacer un recado. ¿Estoy en lo cierto?

      Al menos doce cabezas infantiles asintieron al escuchar a Enzo, que sabía cuándo dejar aquellas pequeñas pausas para permitir su participación. Se escuchó algún tímido «sí», alguna risa de un crío más pequeño. Tenía frente a él un público vacilante todavía, pero era normal. Acababa de comenzar su historia y estaba en ese momento en que debía dejar las migas de pan. Ya llegaría el gran efecto. Vaya si llegaría. No había escogido al azar aquella esquina de la plaza Romerberg, el centro neurálgico de Frankfurt, para su sesión de aquel día: sabía que su voz se amplificaría al declamar, que sus palabras rebotarían de piedra en piedra, ascendiendo por el campanario, encendiendo los corazones y los ánimos. Tal vez impresionando a los padres que habían dejado allí a sus críos, que se mostrarían generosos con las monedas como agradecimiento por el rato de libertad.

      —Tuvo que ser tremendo aquello, ¿eh? La primera lluvia. El primer rayo. Como si el cielo se estuviera cayendo sobre las cabezas de esos pobres, indefensos humanos que no conocían nada del mundo —prosiguió —. Y después de eso, la primera nevada. El suelo temblando por vez primera, en algún momento. La naturaleza debió de parecerles a los padres de los padres de nuestros padres un enemigo terrible, procedente de una fuerza más allá de su comprensión. No es de extrañar, por tanto, que se inventaran a los dioses para darle explicación.

      Esta vez hubo alguna reacción diferente, como Enzo había previsto. Nada que no hubiera pasado antes. Uno de los chicos mayores que escuchaban al final de la concurrencia, quizás de diez u once años, bufó enseguida al escuchar su última frase. Se detuvo un par de segundos, esperando que interrumpiera, pero no lo hizo. Sin embargo, había mordido el anzuelo. Dejaría que lo sacudiera un poco más, que se creyera dueño de aquella mosca que atrapaba … y después tiraría.

      —El arma más poderosa que hemos tenido nunca como especie ha sido nuestra imaginación. Gracias a ella se nos ocurrió que, aunque no poseyéramos dientes o garras, tal vez podríamos construir trampas para atrapar a otros animales. Y que quizás si nos vestíamos con las pieles de los desdichados que cazábamos no pasaríamos tanto frío. Ella nos enseñó a diseñar techos sobre nuestras cabezas para resguardarnos de esa lluvia inmisericorde, y nos hizo plantearnos que podíamos rezar a algún ser todopoderoso para que alejara semejante castigo de nosotros. Todas esas plegarias, dirigidas a los causantes de los fenómenos naturales, acabaron por convertirse en una suerte de energía colectiva. Las historias que se contaban al amor de la lumbre en los tiempos pretéritos cobraron entidad: los dioses adquirieron nombres y rostros, y poblaron los cielos sobre nuestras cabezas, el inframundo bajo nuestros pies. Todo gracias a la fe de los que creyeron en ellos.

      El chaval mayor del fondo, de nuevo, expresó su desagrado con un resoplido. Se rio, dio un codazo a un muchacho que venía con él, una versión suya en miniatura, de ojos mucho más grandes e inseguridad manifiesta. La admiración con que este le miraba movió al pequeño escéptico a hablar.

      —Yo ya he escuchado tonterías de estas —replicó, ufano, levantando la voz todo lo que podía. El resto de la audiencia se giró hacia él—. Mi padre dice que no hagamos caso a los herejes como tú. Hay mucha gente que dice que los dioses son una invención de los seres humanos. Si es así, ¿cómo viven con nosotros, respirando, comiendo, durmiendo? ¿Cómo nos gobiernan ahora desde la tierra y no desde sus palacios en el cielo?

      Aquello era una buena pregunta, estaba claro. Los niños más jóvenes no entendían bien qué pasaba, pero se volvieron a Enzo, expectantes, esperando que replicara. Las palabras del chaval, no obstante, habían atraído otra clase de orejas a su alrededor. Adultos que pasaban por allí se pararon a escuchar, curiosos. Ahora sí, Enzo podía comenzar con el verdadero golpe de efecto, con el auténtico mensaje. Era un cuentacuentos, pero también un historiador con conciencia СКАЧАТЬ