Название: La librería encantada
Автор: Christopher Morley
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788418264436
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«A mí me gustaría volver en algún momento y curiosear un poco», dijo el agente publicitario. «Me gustaría que usted me recomendara algún libro.»
«Lo primero que se necesita es adquirir cierto sentido de la piedad. El mundo lleva 450 años imprimiendo libros y la pólvora sigue teniendo mayor circulación. ¡Da igual! La tinta del impresor es más explosiva: acabará ganando. Sí, tengo aquí unos pocos de eso que podríamos llamar buenos libros. Porque ha de saber que sólo hay unos treinta mil libros realmente importantes en el mundo. Supongo que cerca de cinco mil fueron escritos en inglés y otros cinco mil han sido traducidos ya a nuestra lengua.»
«¿Abre por las tardes?»
«Hasta las diez en punto. Muchos de mis mejores clientes son de los que se pasan el día entero en su trabajo y sólo pueden visitar las librerías de noche. He de decirle que los auténticos amantes de los libros son, por lo general, miembros de las clases más humildes. Un hombre apasionado por los libros tiene muy poco tiempo o paciencia para hacerse rico urdiendo estratagemas para timar a los demás.»
La pequeña calva del librero brilló bajo la luz de la bombilla que colgaba sobre la mesa. Sus ojos eran serios y brillantes, su barba roja y bien recortada se erizaba como un alambre. Llevaba una astrosa chaqueta marrón estilo Norfolk a la que le faltaban dos botones.
«Un poco fanático», pensó el visitante, «pero muy entretenido.» «Muy bien, señor», dijo en voz alta, «encantado de conocerlo. Vendré en otra ocasión. Buenas noches.» Y desanduvo el pasillo en dirección a la puerta. Cuando ya estaba cerca de la salida, el señor Mifflin encendió un reflector que colgaba del cielorraso, de modo que el joven se halló de pronto frente a un enorme tablero repleto de notas, anuncios, circulares y pequeñas anotaciones escritas en tarjetas con una letra muy esmerada. Una de ellas llamó su atención:
R
Si su mente necesita fósforo pruebe con Trivia,
de Logan Pearsall Smith.
Si su mente necesita una bocanada de aire fresco, azul
y purificador desde las colinas y los valles de prímulas,
pruebe La historia de mi corazón, de Richard Jefferies.
Si su mente necesita un tónico de hierro y vino
y una historia estremecedora de principio a fin
pruebe los Cuadernos de Samuel Butler
o El hombre que fue jueves de Chesterton.
Si necesita «algo más irlandés», y desea solazarse
irresponsablemente en la rareza humana, pruebe
Los semidioses, de James Stephens. Es mejor
de lo que uno espera o merece.
Es bueno darle un vuelco total a la mente y luego,
como un reloj de arena, dejar que las partículas
caigan en la otra dirección.
Alguien que ame la lengua inglesa puede divertirse
a lo grande con un diccionario de latín.
ROGER MIFFLIN
Los seres humanos prestan muy poca atención a lo que se les dice a menos que ya sepan algo al respecto. El joven no había oído hablar de ninguno de estos libros prescritos por el especialista en biblioterapia.
Estaba a punto de abrir la puerta cuando Mifflin apareció a su lado.
«Verá usted», dijo con cierto pudor, «me ha interesado mucho nuestra charla. Esta noche estoy solo, mi mujer se fue de vacaciones. ¿Le gustaría quedarse a cenar conmigo? Justo estaba buscando algunas recetas nuevas cuando entró usted.»
El joven se mostró sorprendido, y no menos encantado, con aquella invitación tan inusual.
«Vaya, es usted muy amable», dijo. «No me gustaría causarle ninguna molestia.»
«¡Todo lo contrario, amigo!», gritó el librero. «Detesto comer solo y tenía la esperanza de que apareciera alguien. Procuro tener invitados para la cena cuando mi esposa no está en casa. Debo quedarme, como ve, para cuidar del negocio. No tenemos servicio, así que estoy obligado a cocinar. La verdad: me divierto mucho. Ahora, encienda usted su pipa y póngase cómodo durante unos minutos mientras preparo la cena. Haga como que ha vuelto a mi guarida.»
En una mesa de libros, a la entrada de la tienda, Mifflin dejó un letrero que decía:
PROPIETARIO CENANDO.
SI DESEA ALGO, HÁGALA SONAR
Junto al letrero puso una vieja campana y luego condujo al joven publicista hasta la trastienda.
Detrás de la pequeña oficina en la que aquel extraño comerciante había estado revisando sus libros de cocina, una estrecha escalera conducía a la galería superior. Justo detrás, unos pocos peldaños se abrían a las dependencias domésticas del inmueble. El visitante siguió a Mifflin hasta un pequeño salón, a la izquierda, calentado por las brasas que ardían bajo la antigua chimenea de mármol amarillento. Encima de la repisa había una colección de ennegrecidas pipas y una lata de tabaco. En la pared, un lienzo de gran tamaño representaba con enfáticos óleos una aparatosa caravana azul tirada por un robusto animal blanco; un caballo, evidentemente. El suntuoso escenario del fondo resaltaba la poderosa técnica del pintor.
Las paredes estaban atestadas de libros. Dos sillas cómodas y algo destartaladas fueron arrastradas hasta la rejilla de hierro de la chimenea. Un terrier de color mostaza se hallaba echado tan cerca de las brasas que un ligero olor a pelo chamuscado se dejaba sentir en el ambiente.
«Éste es mi gabinete», dijo el anfitrión. «Mi capilla para el sosiego. Quítese el abrigo y póngase cómodo.»
«De verdad», insistió Gilbert, «no quiero molestarlo con…»
«¡Tonterías! Ahora siéntese y encomiende su alma a la Providencia y a la cocina. Voy a ponerme manos a la obra con la cena.»
Gilbert sacó su pipa y, lleno de júbilo, se preparó para disfrutar de una velada inusual.
Se trataba de un hombre joven con buenas cualidades, amable y sensible. Era consciente de sus limitaciones en asuntos literarios, pues había ido a una excelente universidad donde los clubes de juerguistas y las funciones de teatro le habían dejado muy poco tiempo para leer. Aun así, se consideraba un amante de los buenos libros, pese a que, por lo general, los conocía de oídas. Tenía veinticinco años y ya era empleado de la Agencia de Publicidad Materia Gris.
El pequeño salón en el que se hallaba era simple y llanamente el santuario del librero, el lugar que albergaba su biblioteca privada. Gilbert miró con curiosidad las estanterías. Casi todos los volúmenes estaban magullados, envejecidos. Evidentemente habían sido elegidos, uno por uno, en humildes cajones de segunda mano. Todos revelaban las marcas del uso y la meditación.
El señor Gilbert tenía esa seria obsesión por la autosuperación que ha cegado las СКАЧАТЬ