Название: Las tribulaciones de Richard Feverel
Автор: George Meredith
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788417743949
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La pequeña Clare besó a su madre, hizo una reverencia al persistente sacerdote, y se fue a la cama como una niña buena. En cuanto salió la criada, la pequeña Clare se cambió y se puso ropa de calle. Se la tenía por una niña obediente. Le dejaban tener la luz encendida media hora, para apaciguar su miedo a la oscuridad. Cogió la luz y caminó de puntillas hasta la habitación de Richard, pero él no estaba. Entró a hurtadillas en el dormitorio. El murmullo del viento en las cortinas la asustó y dio la vuelta, huyendo por el pasillo hasta volver a su habitación con rapidez. No estaba muy asustada, pero al sentirse culpable estaba en guardia. Al rato volvió a merodear por los pasillos. Richard había desairado y ofendido a la jovencita, y ella quería saber si no se arrepentía de comportarse así con su prima. No iba a preguntarle si no había recibido su beso de cumpleaños, pues, si lo había olvidado, la señorita Clare no iba a recordárselo, y esa noche era la última oportunidad para reconciliarse. Así meditaba, sentada en las escaleras, cuando oyó la voz de Richard en el piso de abajo pidiendo que le sirvieran la cena.
—El señorito Richard ha vuelto —anunció el viejo Benson, el mayordomo, a sir Austin.
—¿Y bien? —dijo el baronet.
—Dice que tiene hambre —vaciló el mayordomo, con una mirada de profundo desagrado.
—Dadle de comer.
El enorme Benson también vaciló al anunciar que el chico había pedido vino. Era algo sin precedentes. Las cejas de sir Austin se enarcaron, pero Adrian sugirió que tal vez quería brindar por su cumpleaños, y le dieron un clarete. Richard estaba graciosísimo. Brindaba con cada vaso de vino, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes. Ripton parecía un granuja a punto de ser detenido, pero su hambre y el pastel de perdiz le protegían del escrutinio de Adrian, a quien divertía observar a los chicos. Que había algo que averiguar lo delataba la nariz de Ripton, y se sentó a escuchar.
—¿Me dicen, chicos, que lo habéis pasado muy bien? —comenzó en broma, provocando una risotada de Richard.
—Yo diría, Rip: «¿Divirtiéndonos, chavales?». ¿Te acuerdas del granjero? ¡A su salud, padre! Aún no lo hemos pasado bien, pero pronto disfrutaremos. Por desgracia no hemos visto muchas aves. Las cazamos por placer y las devolvemos a sus dueños. ¡Te gusta la caza, eh! Ripton es un desastre en lo que el primo Austin llamaría el reino del «habría» y del «podría». Vemos un ave y Rip suelta: «¡Se me ha olvidado cargar el arma, oh, no!». ¡Rip, pásame el vino! ¡Y déjate la nariz! ¡A tu salud, Ripton Thompson! Las aves no tuvieron la decencia de esperarle, así que, padre, es culpa suya y no de Rip, que no hayamos traído una docena. ¿Qué has estado haciendo en casa, primo Rady?
—Recitar Hamlet, en ausencia del príncipe de Dinamarca. El día sin ti, amigo mío, ha sido aburrido.
Habla: ¿puedo confiar en su sinceridad?
Su sonrisa se me antoja más bien una mueca.
—¡Los poemas de Sandoe! Te los sabes, Rady. ¿Por qué no citar a Sandoe? Sabes que te gusta, Rady. Pero, si me has echado de menos, lo siento. Rip y yo hemos pasado un día estupendo. Hemos hecho nuevos amigos y visto mundo. Voy a contártelo. Primero, un caballero saca el rifle para cazar un ave de corral. Luego, un granjero echa a todos, caballeros y mendigos, de sus terrenos. Después, un hojalatero y un campesino piensan que Dios y el diablo luchan constantemente para ver quién debe reinar en la tierra. El hojalatero está del lado de Dios, y el campesino…
—A tu salud, Ricky —le interrumpió Adrian.
—Oh, me olvidé, padre. Sin ánimo de ofender, solo cuento lo que he oído.
—No ofendes, querido —respondió Adrian—. Soy consciente de que Zoroastro no está muerto. Has escuchado un credo común. Brindemos por los devotos del fuego, si quieres.
—¡Por Zoroastro, entonces! —gritó Richard—. ¡Vamos, Rippy, a la salud de los devotos del fuego!
El rostro plastificado de Ripton lanzó una mirada conspiradora y temerosa que no habría deshonrado a Guy Fawkes.1
Richard suspiró.
—¿Qué te pareció lo de Blaize, Rippy? ¿No dijiste que fue divertido?
De nuevo recibió un abyecto ceño por parte de Ripton. Adrian observó la pretendida inocencia de los jóvenes y advirtió que hablaban en clave. «Está claro, este chico ha probado su primer bocado de vida y ya habla como si fuera un veterano. Si no me equivoco, ha mentido. Mi respetado jefe —pensó en sir Austin—, si anima un combustible, peor. Este chico está hambriento de vida, y cuando se suelte, quedará como un idiota», auguró Adrian para sí mismo.
El tío Algernon entró cojeando para ver a su sobrino antes de que terminara de cenar, y su agradable presencia consiguió sonsacarle algo de lo que tramaba.
—Dime, ¿qué opinas, tío? —dijo Richard—. ¿Dejarías que un viejo granjero maleducado y bruto te pegara sin hacérselo pagar?
—Imagino que le devolvería la gracia, hijo mío —respondió su tío.
—¡Claro que sí! Y yo también. Pagará por ello —la mirada del joven era salvaje; su tío le dio unas palmaditas para que se calmara.
—He zurrado a su hijo y le zurraré a él —dijo Richard, y pidió más vino a voces.
—¿Qué te pasa? ¿El viejo Blaize te ha estado dando guerra?
—¡No te preocupes, tío! —el chico asintió misteriosamente.
Adrian leyó en el rostro de Ripton: «¡Dice que no se preocupe y lo suelta!».
—¿Ganamos hoy, tío?
—Sí, hijo, y les ganaríamos si jugasen limpio. Les ganaría con una sola pierna. Solo merecen la pena Watkins y Featherdene.
—¡Ganamos! —chilló Richard—. Sirvámonos vino y brindemos.
Tocaron la campanilla y pidieron más vino. Entró Benson y dijo que se habían acabado los suministros. Una botella más y se acabó. El capitán silbó; Adrian se encogió de hombros.
Sin embargo, llegó otra botella gracias a Adrian. Le gustaba estudiar a los jóvenes borrachines.
Algo preocupaba a Richard, aunque guardó silencio a pesar de su embriaguez. Demasiado orgulloso para preguntar cómo se había tomado su padre su ausencia, ansiaba saber si por ello había caído en desgracia. Llevó la conversación hacia ese terreno repetidas veces, pero Algernon y Adrian lo evitaban una y otra vez. Al final, cuando el chico expresó su deseo de dar a su padre las buenas noches, Adrian le dijo que debía irse directamente a la cama. Al oírlo, a Richard se le cayó el alma a los pies y la alegría lo abandonó. Se marchó a su habitación sin decir una palabra.
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