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mientras todavía hay luz afuera”. Camina hasta la cocina. El gato lo sigue. Si quiere salir, por lo general se queda al lado de la puerta de la cocina, y a veces se para sobre sus patas de atrás y rasguña la pared cerca de la puerta. Se sienta al lado de su plato vacío. “Cómete el alimento balanceado del bol. Todavía no es hora de cenar. Más tarde te daré un poco más de comida fresca”. El gato lo mira, se queda sentado. “Está bien, está bien”. Él saca un poco de pavo del envase de plástico en el que está, y lo deja caer en el plato. El gato lo come y va hacia la puerta. “¿Me vas a dejar solo conmigo mismo? Está bien. Hasta luego”, abre la puerta y el gato sale. Él vuelve al dormitorio, se sienta ante su mesa de trabajo y piensa si debería seguir escribiendo lo que empezó esta mañana. Todavía le quedan un par de horas antes de que oscurezca. No. Ya sabe hacia dónde va la cosa. Mañana. Después del desayuno. Se saca las zapatillas y se acuesta en la cama. La habitación está un poquito fría. ¿Y qué? No, no tomes frío. Agarra la manta que está en la silla al lado de la cama. Fue un regalo de su madre cuando tuvieron su primera hija. De Irlanda, les dijo ella. La había encargado por correo. Les regaló otra de un cuadriculado diferente cuando nació la segunda. Su hija mayor usó esta por mucho tiempo. Después la dejó, cuando dejó de vivir con ellos, y él la mandó a la tintorería y ahora piensa en la manta como si fuera suya. La desdobla y se acuesta en la cama y extiende la manta encima de él hasta el cuello. Sus pies asoman afuera. ¿Y qué? No se le van a enfriar. Tiene puestas las medias. Pone las manos sobre su pecho y piensa en el sueño del que se despertó esta mañana, cuando apenas empezaba a hacerse de día. En el sueño, su mujer llevaba un vestido azul. De pana. Abierto en el cuello, tal vez los primeros tres botones, y con un cinturón alrededor del talle. Ella tenía ese vestido desde antes de que se conocieran y lo usaba mucho cuando afuera hacía frío y salían a comer, o iban a ver un concierto o una obra de teatro. Fue una de las muchas prendas suyas que él donó a los Corazones Púrpuras y a los Veteranos. Al principio las chicas se probaron todo, pero en el correr de dos años casi no se llevaron nada, ni una sola alhaja, aunque no querían que él vendiera o donara ninguna de esas cosas. Ella llevaba el pelo peinado hacia atrás, y le colgaba sobre los hombros. Parecía saludable, vivaz, feliz, y corría de aquí para allá por toda la casa. “Detente”, dijo él, cuando ella pasó volando a su lado. “¿Adónde vas tan apurada? Eres como un gato”. La alcanzó en el baño del corredor. Ella se estaba mirando en el espejo del botiquín. Se paró detrás de ella, bien cerca, y le dijo a su imagen en el espejo: “Estás hermosa otra vez. Y cuando estás tan hermosa no quiero alejarme de ti ni por un segundo”. “Tengo que dejarte”, le dijo ella a la imagen en el espejo, y él dijo: “No, me entendiste mal. Me refería a otra cosa. En fin, ¿qué importa a qué me refería? Y tal vez lo que dije sobre que estabas hermosa es algo que no debí decir”. La rodeó desde atrás con los brazos. Ella miró la imagen de las manos de él en el espejo, luego se dio vuelta entre sus brazos hasta quedar cara a cara y se besaron. El sueño terminaba ahí. Cosas de la vida. En fin, al menos llegó a besarla. Cierra los ojos. Tal vez haga una siesta, piensa, y logre soñar con ella otra vez. El gato está golpeando una de las ventanas del dormitorio. Hay tres tipos de ventanas en esta habitación: una larga frente a la cama que le parece que se llama ventanal, pero puede ser que se equivoque; dos ventanas pequeñas a la derecha de la cama, de como máximo sesenta por noventa y que se abren y se cierran con una manija; y una ventana normal, encima de la silla en la que estaba apoyada la manta, precisamente la que el gato está golpeando con su pata. “Vete”, dice él. “Déjame descansar. No has estado afuera tanto tiempo, y además hace lindo tiempo y tienes puesto tu abrigo de piel”. El gato, parado en un saliente exterior, a unos dos metros del suelo, no deja de golpear la ventana con su pata. Él se levanta, alza la ventana y luego el mosquitero. El gato entra, salta al suelo y sale corriendo de la habitación. Él cierra el mosquitero y deja la ventana un poco abierta por debajo. Vuelve a la cama y se cubre con la manta, junta las manos sobre su pecho y cierra los ojos. Lo va a intentar de nuevo. Sería lindo tener otro sueño con ella tan pronto, después del de esta mañana. Ya ha sucedido alguna vez, y quizás una continuación de aquel, o uno en el que hagan el amor. Esos son los mejores, o igual de buenos que cualquier sueño en el que los dos se besen, aun si en esos sueños nunca llegó a acabar. Se queda dormido. No sueña, o no recuerda haber soñado, cuando se despierta.
DUÉRMETE
Se despierta y ella no está. ¿Qué creía? Por supuesto que no está. Pero él se imagina que sí. O lo intenta. Extiende la mano hasta donde ella solía dormir. Palpa el colchón hasta el final del que era su lado de la cama. La toca. Su espalda. Desliza la mano hacia arriba a lo largo de su espina y acaricia suavemente su cuello. Desliza la mano hacia abajo por la hendidura de su espalda hasta su trasero. Lo siente. Lo acaricia. Hace círculos con su mano alrededor de una nalga, luego la otra. ¿Puedes sentirme?, piensa. “¿Puedes sentir mi mano?”, dice. “Te fuiste por tanto tiempo. Es bueno tenerte de vuelta. ‘¿Bueno?’. No hay una palabra para eso. ¿Puedes darte vuelta sobre tu espalda?”. Ella se da vuelta. Él tantea sus pechos debajo de su camisón. Tantea entre sus piernas debajo de su bombacha. Los últimos años, en la cama, ella usaba pañales. O “toallas”, preferían llamarlos. Él se los sacaba a la mañana, aun si estaban secos, cosa que casi nunca ocurría, después de sacarla de la cama y llevarla al baño. “Creí que había tirado todas tus bombachas hace años. Estaban en el segundo cajón de la cómoda, eran unas diez. Te pregunté si no había problema. Después de todo, ya no las usabas más. Desde hacía años, y pensábamos que nunca lo harías. Y estaban viejas y ni siquiera una organización tipo Goodwill o Corazón Púrpura habría querido aceptarlas. Ahora tienes puesta una. ¿Se me escapó una? Supongo que significa que piensas que ya no necesitas las toallas de noche, y tal vez ni siquiera de día. Bien. Te prefiero en bombacha, y estoy seguro de que tú también. La sensación debe ser más agradable. La toalla, pienso, podía ser un poco incómoda de usar, y no son fáciles de poner y de sacar. Debemos haber hablado de esto antes”. Se desplaza un poco más cerca de ella. No puede ver su cara en la oscuridad. No puede ver ninguna parte de su cuerpo. Y ella sigue debajo de las mantas. La noche está fría. Deben ser alrededor de las dos o tres de la mañana. El momento más apacible afuera. Todas las cortinas de la habitación están corridas. Él las corrió antes de que se fueran a dormir. Quería dormir hasta tarde esta mañana, porque últimamente no está durmiendo mucho. Algunas noches da vueltas en la cama durante horas, o después de unas pocas horas de sueño. No sabe por qué. Tal vez debería dejar de beber una hora o dos antes de irse a dormir. Lo que hace ahora, y ha hecho durante meses, o más, es dejar de beber antes de entrar en su cuarto, lavarse, meterse en la cama y leer hasta que se le cansan los ojos y apaga la luz. “¿Te importaría si te toco ahí abajo? Sé que antes lo hice sin preguntar, pero eso solo fue para averiguar lo que llevabas puesto”. No la está tocando ahora, y dice: “Quiero decir, tu entrepierna”, y tantea su entrepierna. El vello alrededor. Luego sus muslos cerca de la entrepierna. “Siempre me gustaron tus muslos. A ti no. Pensabas que eran demasiado anchos. O ‘rechonchos’, esa es la palabra que me parece que usabas, pero yo siempre pensé que estaban muy bien. O no tan anchos o rechonchos. O lo que sea que quiera decir. Siempre me encantó también el vello ahí abajo. Tan mullido. A ti no; pensabas que tenías demasiado. Y sé que no te gusta que hable así sobre tu cuerpo. Nunca te gustó. Pero yo lo hacía igual, tal vez porque eso me excitaba. Claro que porque me excitaba; eso lo sabemos los dos. Yo adoraba su suavidad. Tersura. Desnudez”. Siente su vagina. “No debería juguetear así. Pero quiero tocarla. ¿Te molesta? Di que te molesta y pararé”. Tira un poco de su vello púbico. “Eso no dolió, ¿verdad? Si dolió, lo siento; pararé. Si quieres que siga, lo dirás, ¿verdad? Oh, esto no nos lleva a ninguna parte. En realidad, no sé lo que quiero decir con eso. Y sueno tan asqueroso, cosa que puedo ser, eso también lo sabemos los dos. De acuerdo, retiraré mi mano”, y la retira, y luego trata de ponerla otra vez. Ella no está allí. Él yace sobre su espalda. Retira una de las tres almohadas –sumadas las de ambos, siempre tenían cuatro– que había acomodado contra la pared para poder recostarse contra ellas mientras leía, anoche antes de irse a dormir. Tal vez tener la cabeza sobre tres almohadas fue lo que le impidió dormir. Tal vez no. Pero tal vez ahora pueda volver a quedarse dormido. Dos, si son buenas almohadas, y las suyas lo son, deberían ser suficientes para
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