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СКАЧАТЬ o princesas… ¿qué eran? Cenicientas. Cuchicheaban. Y en primer plano, cerca de las piedras y los nenúfares, había dos ranas heridas, una enyesada, la otra con una venda atada alrededor del ojo: parecían ranas que habían sido besadas y besadas con violencia, pero se habían quedado ranas. Lo enmarcó, lo colgó en su cuarto y lo tituló ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?

      Para esa época, Sils tenía un novio –un novio llamado Mike Suprenante, de la glamorosa y prohibida Albany– y el significado del cuadro había crecido, se había ampliado, se había vuelto más gracioso; se había convertido en todo.

      Había conocido a Mike a fines de marzo, en un bar sobre la orilla del lago que se llamaba Casino Club, donde habíamos ido a bailar. Teníamos identificaciones falsas y los fines de semana durante el año escolar era un buen lugar para ir a bailar. A veces bailábamos entre nosotras, desafiantes y sin varones, con un mohín paródico. Bailábamos twist de una manera profundamente burlona. Bailábamos swing, girando y haciéndonos girar una a la otra. Después esperábamos que los hombres nos compraran tragos. La pista de baile era una gran plataforma; las bandas eran ruidosas, los músicos nos guiñaban el ojo, eran simpáticos; los tragos costaban menos en la Ladies Night, y a veces veíamos a nuestros maestros estudiantes, jóvenes y atractivos con sus sacos azules. A veces alguno sacaba a bailar a Sils, antes de reconocerla, y en la mitad del baile se daba cuenta de quién era y la saludaba con un avergonzado “hola” o se encogía de hombros con timidez o la apuntaba con el dedo como con un revólver o se llevaba el dedo a la sien.

      La noche que Sils conoció a Mike, tenía una falsa camelia en el pelo y una túnica sin mangas y unos jeans. Llevaba puestos todos sus anillos y brazaletes en una mano, solo de un lado, el otro desnudo. Yo bailé mucho. Cada vez que un hombre apuntaba en nuestra dirección para sacar a bailar a Sils, Mike (una “persona atractiva e insulsa”, dije de él más tarde), que se había acercado y se había presentado apenas un poco más temprano esa misma noche, aterrizaba con tragos extra y tomaba posesión de ella, llevándola a la pista; la reclamaba, “Yo la vi primero”, y ella lo dejaba. En los bailes rápidos con él, ella hacía su baile de la intensidad: se apoyaba profundamente en cada cadera y sostenía los puños en alto, uno lleno de anillos, el otro desnudo, como un boxeador. Su cara –con la nariz cortada como un diamante, los pómulos abiertos hacia los lados como un crucifijo– se veía dura y dramática en esa luz. Y así, para cuando los otros hombres llegaban a la mesa, terminaban de enjuagarse las encías con cerveza, terminaban de tragar, no les quedaba otra que yo. “Bueno, y a ti, ¿te gustaría bailar?”, decían con aire de haber sido estafados. A mí no me importaba. Lo entendía. Me había puesto mis pendientes blancos que brillaban en la luz negra del bar; me había delineado los ojos con sombra. Me había cepillado el pelo para adelante y después lo había tirado violentamente hacia atrás para que el volumen lo volviera más salvaje. Me había chequeado en el espejo del baño de mujeres: era demasiado flaca, y no era Sils. Pero estaba convencida –una convicción que mantuve ingenuamente por años– de que si alguien llegaba a conocerme, a conocerme de verdad, yo le iba a gustar mucho.

      En los temas lentos, como “Nights in White Satin”, dejaba que los hombres –obreros de la construcción, vendedores de autos– me abrazaran fuerte. Podía sentir sus barrigas y su olor a transpiración, sus sexos endurecidos, sus camisas mojadas, sus brazos grandes a mi alrededor. A veces les apoyaba las manos en las caderas, con los ojos cerrados y me recostaba en uno de sus hombros mientras bailábamos.

      “Estuvo muy bonito”, me decían al final, gritando por encima del próximo tema de la banda. “Gracias –decía yo–. Muchas gracias”, siempre les agradecía, me sentía agradecida, y se los hacía saber.

      “¿Cómo volvemos a casa?”, le grité a Sils al oído. La pregunta habitual de nuestras salidas nocturnas. Me estaba quedando en su casa a pasar la noche, una de las pocas maneras que había conseguido para salir hasta tan tarde. Su madre hacía el turno noche en el motel, y sus hermanos se estaban quedando con sus novias o estaban otra vez en Canadá, Sils no estaba segura de dónde estaban exactamente. Me miró desconcertada, se encogió de hombros, y apuntó discretamente a Mike. Él movía el pie, fumaba un cigarrillo y miraba a la banda, pero rodeaba el respaldo de la silla de Sils con el brazo.

      ¿Qué necesidad de preguntar? Yo siempre podía contar con Sils; Sils era el camino; Sils era nuestra vuelta a casa, siempre.

      Mike solo tenía una moto, pero le había pedido prestado el auto a un amigo. Manejaba despacio para que durara, no dejaba de mirar a Sils, que estaba sentada cerca de él en el asiento delantero, no dejaba de hacerle preguntas del estilo de “¿Cómo hiciste para ser tan bonita?”. A lo que ella contestaba: “Déjame en paz”, y después se reía. Yo estaba sentada atrás, muda, mirando por la ventanilla los árboles de la noche y las casas oscuras flotando como botes.

      Mike estacionó al final de la calle, justo a la entrada del cementerio, y yo me bajé y esperé. Me alejé del auto para dejar que se besaran. Tenía mucha paciencia, me parecía, para ciertas cosas. Salté la cerca y deambulé por el borde del cementerio un rato, pero cuando miré hacia atrás, ellos estaban todavía dentro del auto besándose, así que me alejé más. Busqué la tumba de la pequeña Estherina Foster, y me senté ahí con ella en la oscuridad. Escuché para ver si había alguna voz que pudiera ser la de ella, algún pío o susurro, pero no había nada. Jugueteé con una rosa de plástico de tallo largo que habían aplastado en la tierra. Le limpié el barro y la hice rebotar por ahí, dibujando palabras en el aire: mi nombre, el de Sils, el nombre de Estherina. No se me ocurrieron otros nombres. Escribí Feliz cumpleaños, Carajo y Paz. Después tiré la flor en las sombras. Qué silencioso era el mundo de noche, los árboles sin brotes se dibujaban siniestros contra el cielo, las ramas se estiraban como buscando algo para atrapar y devorar, ¡tal vez las estrellas acarameladas y muertas! El piso estaba frío, cubierto de hojas; el pantano cercano había empezado a descongelar su olor a cloaca. A la luz de la luna el cielo parecía salvaje, brillante y jaspeado como el mar. La gente sola, la gente atrapada, la gente de campo, todos miraban al cielo, yo lo sabía. De alguna manera ese cielo era la salida, pero era también el testigo constante, inmutable, del antes y después de nuestras decisiones –era testigo de todas las muertes que se llevaban a las personas a otros mundos–, así que la gente tenía una tendencia a hablarle. Le quité la vista, me abracé las piernas y me cerré bien la chaqueta. Me saqué los pendientes y los metí en el bolsillo, el aire estaba extrañamente frío y con olor a hongos. Me pregunté si alguna vez me enamoraría de un chico. ¿Me pasaría? ¿Por qué no? ¿Por qué no? Ahí mismo hice un juramento y desafié a ese cielo y a esos árboles, y aposté: juré sobre la tumba de Estherina Foster que lo haría. Pero no sería de un chico como Mike. Nada que ver. Sería de un chico muy lejano; yo iría allí algún día y lo encontraría. Él estaría allí simplemente. Y yo lo amaría. Y él me amaría. Y estaríamos juntos, amándonos así, en ese lugar, donde fuera que estuviera. Tenía toda una vida por delante. Tenía paciencia y fe y una cabeza llena de canciones.

      –¿Dónde estabas? –preguntó Sils. Ella y Mike habían salido del auto pero estaban reclinados seductoramente contra la puerta.

      –Fui a caminar.

      Mike se dio vuelta para mirar a Sils:

      –Tengo que devolver el auto.

      –Hasta luego –dijo ella.

      Él la besó otra vez, delante de mí. “Te llamo mañana”, le dijo. Se subió al auto e hizo una vuelta de tres puntos –yo había estado aprendiendo eso en la escuela de manejo– y después se alejó a toda velocidad.

      En la cocina nos preparamos un desayuno nocturno: galletitas saladas y chocolate caliente hecho de jarabe de chocolate Bosco. Mojamos las galletitas en el chocolate caliente y las dejamos ablandarse y flotar ahí como mugre en un estanque.

      –Una СКАЧАТЬ