Название: Monja y casada, vírgen y mártir
Автор: Vicente Riva Palacio
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664099501
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Las muchachas lanzaron un grito, y la luz se apagó.
—Cierren—dijo una voz de hombre—nosotros iremos á reconocer.
La puerta se cerró, los embozados que venian de una pieza iluminada vacilaron deslumbrados; pero Martin acostumbrado á la especie de penumbra que reinaba en la calle, se quitó precipitadamente el balandran, se lo envolvió en el brazo derecho como una adarga, y tiró de la espada.
Martin conocia muy bien México para saber qué clase de mugeres vivian en aquella casa, y los parroquianos que la frecuentaban, que eran siempre camorristas, pendencieros y hombres de mala conducta, comprendió que el lance era indispensable.
Los embozados rodearon á Martin con los estoques en las manos; pero el Bachiller era hombre que lo entendia en esto del manejo de las armas. Cubierta su espalda por el muro, y procurando no separarse de allí, el Bachiller tenia á sus enemigos á raya, y su espada como una víbora flexible y ligera, y sus movimientos rápidos pero estudiados abatian los estoques de sus contrarios, aprovechando los momentos para tirarles algunas puntas, y mas de una vez creyó Martin sentir que algo mas que el aire detenia su espada.
Pero aquello no podia prolongarse hasta el amanecer. Martin sentia el cansancio, y sus adversarios lo comprendian, porque multiplicaban sus ataques: fatigado, jadeante, se contentaba ya con defenderse sin atacar.
Entonces quiso hacer un gran esfuerzo y buscar su salvacion en la fuga, apretó la espada y se arrojó en medio de la calle lanzando un chillido agudo y semejante al que lanzan las lechuzas en lo alto de las torres durante la noche.
Como por efecto de un conjuro, los tres embozados retrocedieron inclinando las espadas, y contestando con otro grito semejante. Martin se acercó á uno de ellos.
—¡Mariguana!—esclamó Martin.
—¡Garatuza!—esclamó el otro.
Y todos se agruparon en derredor del Bachiller.
III.
Doña Beatriz de Rivera.
LA estancia en que habia penetrado el Oidor, estaba escasamente iluminada por dos bujías de cera, colocadas en candeleros de plata, sobre una grande y pesada mesa de madera pintada de negro, con grandes relieves y adornos dorados; en derredor de la estancia habia enormes sitiales semejantes en su adorno y construccion á la mesa, con respaldos y asientos forrados de rico damasco, color de naranja, y sobre una de las puertas se advertia un baldoquin del mismo color con una pequeña imágen de Santa Teresa.
Doña Beatriz era una dama como de veintitres años, alta, pálida, con dos ojos negros y brillantes que resaltaban en la blancura mate de su rostro, su pelo negro estaba contenido por una toquilla blanca y sin adorno.
Doña Beatriz vestia un traje negro de terciopelo con el corpiño ajustado, y con unas anchas mangas que desprendiéndose casi desde el hombro dejaban ver sus hermosísimos brazos torneados y mórvidos, y sus manos pequeñas y perfectamente contorneadas deslumbraban por la gran cantidad de anillos de brillantes que tenia en los dedos.
Podia adorarse aquella muger, como el ideal de la belleza de aquellos tiempos. El Oidor permanecia de rodillas delante de Beatriz teniendo entre sus manos una de las manos de la jóven, y contemplando su rostro apasionadamente.
—Alzad D. Fernando—dijo Beatriz, procurando levantarle suavemente—alzad, que por mas que me plazca miraros así, mas quiero veros á mi lado.
—Doña Beatriz, pluguiera á Dios, que pudiese yo pasar mi vida, contemplandoos de esta manera, os amo tanto.
—¿Me amais? ¿y no os amo yo tambien? ¿No sois vos el dueño de mi vida y de mi alma? Ah, D. Fernando, por vos atropello todos los respetos, y mirad, á esta hora de la noche no solo os permito llegar hasta aquí, sino que os llamo. ¿Quereis aun mas?
D. Fernando, besó delirante la mano de Beatriz, y se levantó.
—Aquí, aquí,—le dijo la jóven, indicando un sitial que estaba cerca del suyo,—aquí tomad asiento porque el dia avanza y tengo un negocio de que hablaros.
D. Fernando acercó un poco mas el sitial, y se sentó volviendo á tomar entre la suya la blanca y tibia mano de Beatriz.
—Hablad, hablad Señora, os escucho y os miro ¿qué mas puedo anhelar en el mundo?
—Oidme D. Fernando: ¿conoceis á D. Pedro de Mejía, el hermano de Blanca, de mi ahijada de confirmacion?
—Le conozco, Doña Beatriz.
—¿Y qué pensais de él?
—Es un hombre fabulosamente rico, aunque con el peligro de que su hermana al cumplir veinte años, ó al casarse, le quite la mitad del capital, segun la disposicion de su padre al morir, pero ademas de eso, D. Pedro es el hombre mas orgulloso, mas déspota y mas codicioso que ha llegado de España.
—Pues bien, esta tarde ha estado D. Pedro de Mejía con mi hermano D. Alonso de Rivera, y le ha pedido solemnemente mi mano.
—¡Qué todo el poder de Dios me valga!—exclamó D. Fernando levantándose pálido de furor.
—Sosegaos D. Fernando que bien sabeis que os amo y antes consentiria en tomar el velo, que ser esposa de otro hombre que no fueseis vos.
—Oh gracias Doña Beatriz, gracias—esclamó D. Fernando, llevando á sus lábios la mano de la jóven—gracias, solo por vos he temblado, por lo demás, nada me importa que todos se opongan, soy fuerte y poderoso, y os llevaré al altar mal que les pese.
—Mi hermano dió á D. Pedro su palabra de que se haria la boda, aunque yo me opusiera, sabe mi hermano que os amo, D. Fernando, y he aquí porque se empeña en ella, cree que sois su enemigo, por el afan con que habeis procurado que se lleve á efecto la fundacion que hizo mi difunto tio,—que en paz descanse—D. Juan Luis de Rivera, de un convento de carmelitas descalzas......
—Pero Beatriz, vos sabeis muy bien que habeis sido la que exijió de mi amor que se llevara á cabo la voluntad de vuestro tio......
—Sí, D. Fernando, mi hermano D. Alonso no tiene razon: yo os he suplicado que se fundase ese convento, porque en su lecho de muerte, y cuando ya las sombras de la eternidad pasaban sobre la frente de mi tio, me llamó á su lado y me hizo jurar por Dios, por sus Santos, por la memoria de mi madre, y por él, que nos habia recojido desde niños, que nos legaba un inmenso caudal, me hizo jurar que yo haria cuanto fuese de mi parte para que se cumpliera su última voluntad: desde entonces, cada vez que olvidaba el encargo, la imágen de mi tio, aparecia en mis sueños recordándome mi juramento, y ya lo veis, no vivo, ni estaré tranquila, mientras ese convento no se funde, y no desaparezca esa sombra que me persigue......
Doña Beatriz con una especie de terror, estrechó la mano de D. Fernando, acercándose á él y sus ojos vagaron recorriendo toda la estancia.
—Calmaos, Doña Beatriz, calmaos, que yo os juro sobre la salvacion de mi alma que hoy al romper el dia, se СКАЧАТЬ