Название: Ana Karenina (Prometheus Classics)
Автор: Leon Tolstoi
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9782378076115
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Ya en el teatro Francés, Vronsky salió con el coronel al fumadero y le dio cuenta del resultado de su gestión.
El coronel, después de haber reflexionado, resolvió dejar el asunto sin consecuencias. Luego, para divertirse, comenzó a interrogar a Vronsky sobre los detalles de su entrevista.
Durante largo rato el coronel no pudo contener la risa; pero lo que le hizo reír más fue oír cómo el consejero titular, tras parecer calmado, volvía a irritarse de nuevo al recordar los detalles del incidente, y cómo Vronsky, aprovechando la última palabra de semirreconciliación, emprendió la retirada empujando a Petrizky delante de él.
–Es una historia muy desagradable, pero muy divertida. Kedrov no puede batirse con ese señor. ¿De modo que se enfurecía mucho? –preguntó una vez más.
Y agregó, refiriéndose a la nueva bailarina francesa:
–¿Qué me dice usted de Claire? ¡Es una maravilla! Cada vez que se la ve parece distinta. Sólo los franceses son capaces de eso.
Capítulo 6
La princesa Betsy salió del teatro sin esperar el fin del último acto.
Apenas hubo entrado en su tocador y empolvado su ovalado y pálido rostro, revisado su vestido y, después de haber ordenado que sirvieran el té en el salón principal, comenzaron a llegar coches a su amplia casa de la calle Bolchaya Morskaya.
Los invitados afluían al ancho portalón y el corpulento portero, que por la mañana leía los periódicos tras la inmensa puerta vidriera para la instrucción de los transeúntes, abría la misma puerta, con el menor ruido posible, para dejar paso franco a los que llegaban.
Casi a la vez entraron por una puerta la dueña de la casa, con el rostro ya arreglado y el peinado compuesto, y por otra sus invitados, en el gran salón de oscuras paredes, con sus espejos y mullidas alfombras y su mesa inundada de luz de bujías, resplandeciente con el blanco mantel, la plata del samovar y la transparente porcelana del servicio de té.
La dueña se instaló ante el samovar y se quitó los guantes. Los invitados, tomando sus sillas con ayuda de los discretos lacayos, se dispusieron en dos grupos: uno al lado de la dueña, junto al samovar; otro en un lugar distinto del salón, junto a la bella esposa de un embajador, vestida de terciopelo negro, con negras cejas muy señaladas.
Como siempre, en los primeros momentos la conversación de ambos grupos era poco animada y frecuentemente interrumpida por los encuentros, saludos y ofrecimientos de té, cual si se buscara el tema en que debía generalizarse la charla.
–Es una magnífica actriz. Se ve que ha seguido bien la escuela de Kaulbach –decía el diplomático a los que estaban en el grupo de su mujer–. ¿Han visto ustedes con qué arte se desplomó?
–¡Por favor, no hablemos de la Nilson! ¡Ya no hay nada nuevo que decir de ella! –exclamó una señora gruesa, colorada, sin cejas ni pestañas, vestida con un traje de seda muy usado.
Era la princesa Miágkaya, muy conocida por su trato brusco y natural y a la que llamaban l'enfant terrible.
La Miágkaya se sentaba entre los dos grupos, escuchando y tomando parte en las conversaciones de ambos.
–Hoy me han repetido tres veces la misma frase referente a Kaulbach, como puestos de acuerdo. No sé por qué les gusta tanto esa frase.
Este comentario interrumpió aquella conversación y hubo de buscarse un nuevo tema.
–Cuéntanos algo gracioso… pero no inmoral –dijo la mujer del embajador, muy experta en esa especie de conversación frívola que los ingleses llaman small–talk, dirigiéndose al diplomático, que tampoco sabía de qué hablar.
–Eso es muy difícil, porque, según dicen, sólo lo inmoral resulta divertido –empezó él, con una sonrisa–. Pero probaré… Denme un tema. El toque está en el tema. Si se encuentra tema, es fácil glosarlo. Pienso a menudo que los célebres conversadores del siglo pasado se verían embarazados ahora para poder hablar con agudeza. Todo lo agudo resulta en nuestros días aburrido.
–Eso ya se ha dicho hace tiempo –interrumpió la mujer del embajador con una sonrisa.
La conversación empezó con mucha corrección, pero precisamente por exceso de corrección se volvió a encallar.
Hubo, pues, que recurrir al remedio seguro, a lo que nunca falla: la maledicencia.
–¿No encuentran ustedes que Tuchkevich tiene cierto «estilo Luis XV»? –preguntó el embajador, mostrando con los ojos a un guapo joven rubio que estaba próximo a la mesa.
–¡Oh, sí! Es del mismo estilo que este salón. Por eso viene tan a menudo.
Esta conversación se sostuvo, pues, porque no consistía sino en alusiones sobre un tema que no podía tratarse alternativamente: las relaciones entre Tuchkevich y la dueña de la casa.
Entre tanto, en torno al samovar, la conversación, que al principio languidecía y sufría interrupciones mientras se trató de temas de actualidad política, teatral y otros semejantes, ahora se había reanimado también al entrar de lleno en el terreno de la murmuración.
–¿No han oído ustedes decir que la Maltischeva –no la hija, sino la madre– se hace un traje diable rose?
–¿Es posible … ? ¡Sería muy divertido!
–Me extraña que con su inteligencia –porque no tiene nada de tonta– no se dé cuenta del ridículo que hace.
Todos tenían algo que decir y criticar de la pobre Maltischeva, y la conversación chisporroteaba alegremente como una hoguera encendida.
Al enterarse de que su mujer tenía invitados, el marido de la princesa Betsy, hombre grueso y bondadoso, gran coleccionista de grabados, entró en el salón antes de irse al círculo.
Avanzando sin ruido sobre la espesa alfombra, se acercó a la princesa Miágkaya.
–¿Qué? ¿Le gustó la Nilson? –le preguntó.
–¡Qué modo de acercarse a la gente! ¡Vaya un susto que me ha dado! –contestó ella–. No me hable de la ópera, por favor: no entiende usted nada de música. Será mejor que descienda… yo hasta usted y le hablé de mayólicas y grabados. ¿Qué tesoros ha comprado recientemente en el encante?
–¿Quiere que se los enseñe? ¡Pero usted no entiende nada de esas cosas!
–Enséñemelas, sí. He aprendido con esos… ¿cómo les llaman?… esos banqueros que tienen tan hermosos grabados. Me han enseñado a apreciarlos
–¿Ha estado usted en casa de los Chuzburg? –preguntó Betsy, desde su sitio junto al samovar.
–Estuve, ma chère. Nos invitaron a comer a mi marido y a mí. Según me han contado, sólo la salsa de esa comida les costó mil rublos –comentó en alta voz la Miágkaya–. Y por cierto que la salsa –un líquido verduzco– no valía nada. Yo tuve que invitarles a mi vez, hice una salsa que me costó ochenta y cinco copecks , y todos tan contentos. ¡Yo no puedo aderezar salsas de mil rublos!
–¡Es única en su estilo! –exclamó la dueña, refiriéndose a la Miágkaya.
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