El conde de Montecristo ( A to Z Classics ). A to Z Classics
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Название: El conde de Montecristo ( A to Z Classics )

Автор: A to Z Classics

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9782378072469

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СКАЧАТЬ el señor Morrel corrió a tomar informes, que fueron bien tristes. El anciano volvió solo a su casa, dobló su vestido de bodas llorando, pasó todo el día dando paseos por su cuarto, y no se acostó; porque yo vivía debajo de él, y escuché sus pasos toda la noche. Yo mismo he de confesar que tampoco dormí, el dolor de aquel pobre padre me causaba mucho mal, y cada uno de sus pasos me estrujaba el corazón como si hubiese puesto el pie sobre mi pecho. Al día siguiente, Mercedes fue a Marsella para implorar la protección de M. Villefort, pero nada obtuvo; en seguida fue a hacer una visita al anciano. Cuando le vio tan sombrío y tan abatido, cuando supo que había pasado la noche sin acostarse, y que no había comido desde el día anterior, quiso llevárselo a su casa para prodigarle los cuidados de una hija a un padre, pero el anciano no quiso consentir en ello: «No -decía-, no saldré de esta casa, porque a mí es a quien más ama mi desgraciado hijo, y si sale de la prisión a quien primero correrá a ver será a mí. Y entonces, ¿qué diría si no me viese aquí esperándole? »

      Yo escuchaba todo esto desde mi cuarto, y hubiera querido que Mercedes determinase al anciano a seguirla, porque aquellos pasos día y noche sobre mi cabeza no me dejaban descansar.

      -Pero ¿no subíais vos a consolar al anciano?

      -¡Ah!, caballero -respondió Caderousse-, no se puede consolar al que no quiere ser consolado, y él era de esta especie; además, no sé por qué, pero me parecía que tenía repugnancia en verme. Pero una noche que oía sus sollozos, no pude resistir por más tiempo, y subí; pero cuando llegué a la puerta, ya no sollozaba, oraba.

      La elocuencia y ternura de sus palabras, yo no sabré describirla, caballero; aquello era más que piedad, era más que dolor; así, pues, yo, que no soy muy santurrón y que no gusto mucho de los jesuitas, dije para mí ese día: «Ahora me alegro de ser solo y de que Dios no me haya enviado ningún hijo, porque si fuera padre y sintiese un dolor semejante al de ese anciano, no pudiendo hallar en mi memoria ni en mi corazón todo cuanto él dice al Señor, me precipitaría al mar por no sufrir tanto tiempo.»,

      -¡Pobre padre! -murmuró el sacerdote.

      -Cada vez vivía más solo y aislado. El señor Morrel y Mercedes venían a verle a menudo, pero su puerta seguía cerrada y aunque yo tenía completa seguridad de que estaba en su habitación, él no respondía. Un día que, contra su costumbre recibió a Mercedes, y la pobre joven igualmente desesperada, procuraba socorrerle: «Créeme, hija mía -le dijo-, ha muerto… y, en lugar de esperarle nosotros, él es quien nos espera… de este modo yo soy muy feliz; porque soy el más viejo y, de consiguiente, le veré primero que nadie… »

      Por bueno que uno sea, pronto cesa de visitar a las personas que le entristecen; el viejo Dantés acabó por quedarse completamente solo. Yo no veía subir a su casa más que a personas desconocidas, que bajaban con algún paquete mal encubierto; comprendí después lo que eran aquellos paquetes. Iba vendiendo poco a poco, para vivir, lo que tenía. Finalmente se agotaron los recursos del pobre anciano… , debía tres plazos, le amenazaron con echarle de la casa; entonces pidió ocho días de término y le fueron concedidos. Supe estos pormenores, porque el casero entró en mi casa después de haber salido de la suya.

      Durante los tres primeros días oía sus pasos como de costumbre, pero al cuarto ya no oía nada. Me atreví a subir, la puerta estaba cerrada y a través del agujero de la llave, le vi tan pálido y tan demudado que, juzgándole muy enfermo, hice avisar al señor Morrel y corrí a casa de Mercedes. Los dos se apresuraron a ir a socorrerle. El señor Morrel llevaba consigo un médico, el cual reconoció que aquella enfermedad era una gastroenteritis, y le mandó que guardase dieta. Yo estaba allí, caballero, y nunca olvidaré la sonrisa del anciano al oír aquella orden. Desde entonces abrió su puerta, ya tenía una excusa para no comer, puesto que el médico le había mandado guardar rigurosa dieta.

      El abate lanzó un gemido.

      -Esta historia os interesa, ¿no es verdad, caballero? -dijo Caderousse.

      -Sí -respondió el abate-, me enternece mucho.

      -Mercedes volvió y le halló tan demudado, que como la primera vez quiso llevarle a su casa. Tal era la opinión del señor Morrel, pero el anciano gritó y se desesperó tanto, que tuvieron que dejarle. Mercedes se quedó a la cabecera de su cama. El señor Morrel se alejó, haciendo señal a la catalana de que dejaba una bolsa sobre la chimenea. Pero, escudado en el mandato del médico, el anciano no quiso tomar nada.

      En fin, después de nueve días de desesperación y de abstinencia, expiró maldiciendo a los que habían causado su desgracia, y diciendo a Mercedes:

      -Si volvéis a ver a Edmundo, decidle que muero bendiciéndole.

      El abate se levantó, dio unos cuantos pasos por el cuarto, llevándose ambas manos a la cabeza.

      -¿Y vos creéis que ha muerto… ?

      -De hambre, caballero, de hambre -dijo Caderousse-, os lo aseguro, tan cierto como que los dos somos cristianos.

      El abate cogió el vaso de agua medio lleno con una mano convulsiva, lo bebió de un solo sorbo, y se volvió a sentar con los ojos inflamados y las mejillas pálidas.

      -Confesad que es una desgracia -dijo con voz ronca.

      -Tanto mayor cuanto que Dios no se ha mezclado en nada; los hombres únicamente tienen la culpa de todo.

      -Pasemos, pues, a hablar de esos hombres -dijo el abate- pero pensad que os habéis comprometido a decírmelo todo; veamos, ¿qué hombres son esos que han hecho morir al hijo de desesperación y al padre de hambre?

      -Dos hombres celosos de él, caballero. El uno por amor, el otro por ambición: Fernando y Danglars.

      -Y, decidme, ¿cómo se manifestaron esos celos?

      -Denunciaron a Edmundo como agente bonapartista.

      -Pero ¿quién de los dos le denunció? ¿Quién de los dos fue el verdadero culpable?

      -Ambos, caballero; el uno escribió la carta, el otro la echó al correo.

      -¿Y dónde se escribió la carta?

      -En la misma Reserva, la víspera del casamiento.

      -Eso es, eso es -murmuró el abate-. ¡Oh! ¡Faria! ¡Faria! ¡Qué bien conocíais los hombres y las cosas!

      -¿Qué decís, caballero? -preguntó Caderousse.

      -Nada -replicó el sacerdote-. Proseguid.

      -Danglars fue quien escribió la denuncia con la mano izquierda, para que su letra no fuese conocida, y Fernando quien la envió.

      -Pero-exclamó de repente el abate-, vos estabais allí…

      -¿Yo? -dijo Caderousse asombrado-. ¿Quién os ha dicho que yo estaba?

      El abate comprendió que se había adelantado demasiado.

      -Nadie -dijo-, pero para estar tan al corriente de todos esos detalles, es preciso que hayáis sido testigo de ellos.

      -Es verdad -dijo Caderousse con voz ahogada-, allí estaba.

      -¿Y no os opusisteis a esa infamia? -dijo el abate-. Entonces sois su cómplice.

      -Caballero -dijo Caderousse-, me habían hecho beber los dos hasta el punto que perdí la razón. СКАЧАТЬ