La transformación de las razas en América. Agustin Alvarez
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Название: La transformación de las razas en América

Автор: Agustin Alvarez

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

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isbn: 4057664097361

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       Índice

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      "En la América del Norte se aprendió a trabajar y a gobernar; en la América del Sur se aprendió a rezar y obedecer".—"La herencia moral de los pueblos hispanoamericanos". (Rev. de Filosofía, año 1, N.º 3). Agustín Álvarez.

      I.—Álvarez y la hora actual

      Nunca será más oportuno e interesante estudiar a Agustín Álvarez que en la hora actual, tanto por lo que el hombre, la vida y su obra comportan de halagüeño y significativo como para enfrentarlo con la incertidumbre y regresión del momento. Vientos de reacción soplan por todas partes; luctuosos tiempos los que corren y más luctuosos, acaso, los que se avecinan. Reacción criollista y religiosa a la vez. El pasado bárbaro vuelve a la escena con sus violencias primarias, su "culto nacional del coraje". El dogma pujando por ahogar la libertad y el libre examen. El amo esforzándose por anular la crítica y la fiscalización. En suma, las dos fórmulas fatales: reacción política y reacción religiosa. Estado social peligroso, formas funestas a los pueblos nuevos que han menester savia joven e ideales nuevos.

      Y no es alarmismo de pesimista el nuestro: miramos los fenómenos sociales objetivamente, poniendo sordina a la pasión y al entusiasmo.

      Según la afirmación de un escritor humorista, hábil juglar de paradojas, "todo se había mestizado en el país: el comercio, el trabajo, la agricultura, las vacas, los caballos, los carneros; lo único que se mantenía criollo puro era la política. Y es lo único que no anda bien"[1]. Acaso la única verdad de todo un libro. Esa es la política que persiste, que triunfa; puramente empírica y sentimental, personalista. Ni económica, ni social, ni científica. De palabras sonoras, de gestos teatrales, de declamaciones histriónicas, sin una idea económica, sin principio filosófico o propósito social que la determine. Es la vieja política que vuelve—o más bien, que continúa—a pesar del cambio de unos hombres por otros, y de las declamaciones prosopopéyicas de los palaciegos en el Capitolio: es decir, la política de Tartufo, que ya encontrara aquí Luz del Día en su peregrinación por América, cuando, cansada de vivir en Europa, hizo su viaje de incógnito por estas tierras según la sabrosa creación alberdiana. Es que el señor Tartufo es un viejo conocido nuestro. Para Alberdi era un personaje familiar. Miral cómo retrata al tipo ideal de su mandatario, con condiciones también ideales: "Debe tener en apariencia—dice—todas las aptitudes del mando, pero en realidad debe carecer de todas, porque si una sola le acompaña, eso será lo bastante para que nunca llegue al poder; con el exterior de un gobernante nato, debe ser más gobernable que un esclavo; debe ser un timón con el aire de un timonero; una máquina con figura de maquinista, un carnero con piel de león, un conejo con el cuero de una hiena, un bribón consumado con el aire grave del honor hecho hombre. Debe ser un mentiroso de nacimiento y al mismo tiempo el flajelo de los mentirosos para darse el aire de odiar a la mentira. El carácter es un escollo y el vicio de decir la verdad es otro. El que ama el poder y aspira tenerlo, debe dejarse mutilar la mano antes que abrirla, si está llena de verdades: verdad y poder son antítesis. Debe tener el talento de ocultar la verdad por la palabra y la prensa. La frase gobierna al mundo a condición de ser vacía, porque la frase, como la tambora, hace más ruido a medida que es más hueca"[2].

      Esta página admirable del eminente hombre público parece escrita para nuestra época. La tierra fantástica de su Quijotania, que no es sino ésta que nosotras conocemos, fue siempre y sigue siendo aún, propicia a los tartufos que hasta se han puesto del lado del pueblo soberano...

      "Ilusos o criminales—dice un respetable escritor—gracos o dulcamaras, su brillante fraseología sólo sirve para engañar a los crédulos y arrastrarlos a la perdición. ¡Qué cuadro doloroso el de estas naciones corroídas en que una fachada opulenta esconde un edificio en ruinas y en que el aparato de la civilización sólo sirve de máscara a la decrepitud y los vicios de la decadencia!"[3].

      La regresión de esta hora histórica es innegable. Es un estado de plena patología política. Hechos hay a granel que abonan la seriedad de este aserto; bastará auscultar serenamente el ambiente social para percibirlo. Es "el tinglado de la antigua farsa" que dijera Benavente. Mas no es caso de lamentarse ni temblar: recojamos el ánimo y vayamos hacia Agustín Álvarez. Estudiémoslo y meditemos su obra de múltiples proyecciones sociales, fecunda y sobria en enseñanzas, que, en la recia urdimbre de su pensamiento, robusteceremos nuestro espíritu, en su vida austera hallaremos un modelo que imitar y en la cosecha del sembrador encontraremos la buena semilla—todavía infecunda—para esparcirla a todos los vientos, en la seguridad de que contribuiremos al mejoramiento moral, social y político de este pedazo de suelo en que nos toca actuar y vivir.

      II.—El hombre y la obra

      Por mi parte tengo que confesar con rubor no haber conocido a Álvarez, sino algo después de los veinte años, vale decir, en su obra de pensador, de moralista, de sociólogo, de educador, que lo fue en el más alto concepto del vocablo. Su vasta, compleja e inusitada labor esparcida en numerosos volúmenes, de filosofía, de educación, de política y de sociología, escritos con ese sello tan característico, tan suyo, que lo hace inconfundible entre mil.

      No he conocido antes a Álvarez. Por otra parte no estoy seguro de que hubiera comprendido en toda su intensidad e intención el valor de sus escritos y obras, en la primera juventud en que gustamos más de la frase que suena, de la cláusula armónica al oído, que de su contenido o sustancia. Y no es mía la culpa; en mi lejana ciudad natal el maestro era un desconocido y seguirá siéndolo quién sabe por cuanto tiempo. Allí donde, según el decir suyo, tan exacto como mortificante, se gasta más sebo y cera para fabricar velas que jabón para la higiene, claro está que Álvarez y sus ideas no podían llegar sino de contrabando. El medio es francamente hostil a ellas. Se lo ignora como se lo ignora a Ameghino: sólo se los conoce de nombre. Apenas si Darwin y Comte tienen uno que otro discípulo infiel. ¿Y cómo iba a escucharse la voz del maestro laico, del filósofo de la libertad, del crítico agudo y mordaz de nuestra patología política y social si aquellas sociedades provincianas son un exponente del pasado hispano-colonial con todos sus prejuicios y rutinas? ¿Podría oírse la voz de Álvarez, su crítica recia y fuerte a todos los dogmas religiosos donde el espíritu manso y serenamente episcopal del padre Esquiú preside la vida de las gentes todavía con sus sermones en olor de santidad?

      No podía percibirse, pues, su pensamiento entre el ruido ensordecedor de las campanas echadas a vuelo diariamente, para mejor gloria del Señor, el canto de los beaterios y la mendicante pobreza mental del pueblo. Compréndese fácilmente que en los pueblos de provincias, donde el fanatismo toma formas tan raras y en donde, pudiéramos afirmar sin exageración, sólo se aprende a rezar y a despreciar el trabajo manual, un pensador de su estirpe y de la fuerte contextura de su crítica fuese sistemáticamente excluido. Así este virtuoso del pensamiento es casi un extraño; sólo comienza hoy a conocérselo. Por otra parte, la prensa gaucha y mercachifle, que tiene para el tartufo el aplauso suelto y fácil, tuvo para él su silencio de guerra. Y se comprende bien.

      El político criollo no podía ir a buscar a sus obras una frase pertinente para ornamentar su discurso con la cita indispensable, porque él lo tenía catalogado en un "Manual de patología". El abogado, más o menos leguleyo y enredista, el procurador ave negra, en fin, la serie interminable de los que cayeron bajo la agudeza mortificante de su pluma y toda esa legión enorme de gente "buena" con que nos encontramos diariamente, que vive tributando culto a los prejuicios más groseros y ridículos, no podía ser amiga de Álvarez, y hoy han de prendérsele a su nombre y a sus obras con mal disimulada saña.

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