La Incógnita. Benito Perez Galdos
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Название: La Incógnita

Автор: Benito Perez Galdos

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 4057664172624

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СКАЧАТЬ una llaga que nadie ha visto y que sólo el médico debe ver. Yo mismo me asombro de llevar en mí un afecto depresivo que no me favorece; me sondeo, y trato de analizarlo para encontrar su origen. ¿Es envidia, es más bien intuición? ¿Es que penetro, sin darme cuenta de ello, el carácter de este individuo, y adivino que es una mala persona revestida de brillantes adornos sociales? ¿Es que...?

      Pero estoy fatigado, aturdido, y presumo que en mi próxima, después de pensar un poco en este peregrino caso, te podré decir algo más concreto.

       Índice

      6 de Diciembre.

      He vuelto á las andadas, compañero, y aquella serenidad de espíritu que adquirí dándome un baño (perdona lo extravagante de la figura) en las turbias aguas de la política, se la llevó la trampa. Hoy estoy muy nervioso, y á pesar mío saldrán á relucir en mi carta conceptos amargos y apreciaciones que no se ajustarán quizás á la realidad. He pasado mala noche, batiéndome con lo absurdo, queriendo ahuyentar las cavilaciones sin poderlo conseguir, porque me atacaban con lógica deslumbradora, y me desarmaban y me rendían. No extrañes, pues, que esté hoy inaguantable.

      Ese Malibrán se me ha atravesado de tal modo que no le puedo tragar. Seguramente te has olvidado de su fisonomía, y quiero recordártela. Representa como unos cuarenta años, pero creo que tiene más. Buena figura: es lo que comunmente se llama un hombre guapo. No se olvida, vista una vez, su cara expresiva, que comparo, relacionándola con la pintura, á algo que abunda en la variada colección de mi tío. Aquel rostro afilado, aquel mirar penetrante, aquellas facciones correctísimas, la barba rubia acabada en punta, la frente de marfil, la color anémica, te recuerdan esos cuadros votivos de la pintura italiana que tienen en el centro á la Virgen, y á cada lado de ésta dos santos, San Jorge ó San Francisco, San Jerónimo ó San Pedro. Cornelio me hace recordar á veces al San Jorge, con su cariz de guerrero afeminado, y á veces, pásmate, al San Francisco de Asís, de seráfica y calenturienta belleza. Vas á decir que me voy del seguro. Es que, en efecto, estoy bastante excitado, y me excito más escribiéndote estas cosas, en vez de ponerme á estudiar el discursito que pronunciaré dentro de dos días, combatiendo el dictamen sobre el Proyecto de ley de rectificación de listas electorales. Ahora, relatemos.

      Pues, como te dije, entró Malibrán, llamado con premura por mi padrino para consultarle acerca de un cuadro que acababa de adquirir. Tiempo hacía, según nos dijo, que lo había visto en la sacristía de las Descalzas de Villalón, sin poder meterle mano. Por fin, el administrador de Cisneros logró apandar la joya, y se la remitió. Es una tabla como de cincuenta centímetros por cuarenta, y representa el bautismo de Jesús. Las dos figuras desnudas, amarillas y tiesas destácanse en el fondo ennegrecido, con cuya lóbrega tinta se funde el sombreado de los cuerpos. En la parte superior se ve un par de ángeles con vestiduras de elegantes pliegues, sosteniendo un letrero con las palabras sacramentales del Bautismo. En cuanto llegó Malibrán, empezaron las discusiones frente á la obra de arte. «Ó esto es un Massaccio—dijo Cisneros con suficiencia triunfal,—ó yo no entiendo palotada de pintura.» Á lo que respondió el diplomático, después de mirar mucho la tabla, de cerca y de lejos, y de frotarla en diferentes partes: «Qué sé yo, qué sé yo... Me inclino á creer que es más bien un Pinturrichio. La figura del Bautista se parece extraordinariamente á las que hay en los frescos de Araceli en Roma.» Y tras esta razón pericial, siguió dando otras, que debían de ser muy fuertes. Entráronme ganas de contradecirle, aunque no entendía ni jota de aquellas cuestiones, y apoyé la opinión de Cisneros, el cual la sustentaba con furor, fundado en una referencia de Ceán Bermúdez. Luego corrió á su archivo y trajo una carta autógrafa, inédita, en la cual el célebre investigador de Bellas Artes da cuenta de haber visto una relación de los cuadros traídos de Italia por un don Alonso Núñez de Villalpando, fundador de las Descalzas de Villalón. Háblase en dicha nota de una tabla del Massaccio, tasada en no sé cuántos miles de escudos, y que se tenía por obra en alto grado maravillosa. Respecto á dimensiones y asunto, dice el papel: «Es como de un pie y medio de alto, y representa el bautismo de Nuestro Redentor.» Malibrán movía la cabeza, sonriendo, y quitaba importancia, con la mayor urbanidad, á las fuentes críticas de donde mi tío sacaba sus especiosos argumentos. Por fin, el testarudo castellano se atufó, y nada... tijeretas han de ser... «¡Oh! un Massaccio, el padre del Renacimiento... Tengo el cuadro más raro que existe en las galerías particulares de Europa y aun en las oficiales. Esta tabla no se sabe lo que vale. Es un tesoro. Véanla ustedes: les permito tocarla; pero... con muchísimo respeto. Usted, señor Malibrán, es muy inteligente; pero por esta vez reconozca que se ha caído. Y por más que en ello se empeñe, no logrará desacreditar mi colección ni desvirtuar la gloria de este gran hallazgo.»

      La discusión no se acababa. Villalonga y yo nos pusimos de parte de mi tío, y Augusta votaba con Cornelio, lo que me sabía muy mal. Allá nos íbamos ella y yo en conocimiento de tal asunto, y opinábamos por capricho, ó quizás por simpatías personales, como suele suceder en la mayoría de las polémicas. Es casi seguro que ambos oíamos entonces por primera vez el nombre de Massaccio. Y, no obstante, yo sostenía con calor el partido de Cisneros ó massaccista, y ella se declaraba franca y resueltamente pinturrichista.

      Querido Equis, ríete todo lo que gustes de esta simpleza; pero en aquel punto y hora, y mientras disputábamos sobre una cosa que entendíamos como si nos pusieran á descifrar escritura chinesca, asaltó mi mente una sospecha que me trajo al estado de inquietud en que me encuentro todavía. Mi corazón, antes que mi entendimiento, se lanzaba ansioso al campo de las adivinaciones, partiendo de un hecho insignificante, incierto quizás. Pero ¡cuántas tonterías hay, reveladoras de hechos graves! ¡Cuántas nimiedades saltan ante nuestra vista destapando misterios, y abriendo los horizontes de investigación que cerrara la cautela! Mi suspicacia y el odio instintivo que aquel pegajoso diplomático me inspiraba, odio revelador también, lleváronme á creer que cuanto hablaron mi prima y Malibrán aquel día encerraba un sentido doble, y que sus palabras eran fórmulas de inteligencia convenidas, al modo de una clave cifrada. Augusta se fué, diciendo que iba á recoger á unas amigas para llevarlas á paseo, y á poco se despidió también Malibrán, dejando á mi padrino solo con su cuadro y su tenaz opinión de que era legítimo Massaccio, por encima de todas las cábalas de la envidia. Como yo me mostrara bastante frío y con pocas ganas de jalearle, toda la matraca que dió después fué contra el amigo Villalonga, que le aguantaba con estóica paciencia.

      Retiréme á un ángulo del gabinete aquél, tan bonito, tan diferente de cuanto vemos en otras casas, y durante largo rato examiné una por una las rosas del suelo. Necesito explicarte esto. Hay allí una magnífica alfombra de Santa Bárbara, hermana de las de Palacio y Sitios Reales, blanda, gruesa y amorosa bajo nuestras pisadas. Es de fondo blanco, rameado amarillo y guirnaldas de rosas, estilo Carlos IV, que ante la crítica dominante pasa hoy por anticuado. Á mí no me lo parece... Pero, sea lo que quiera, los colores se conservan admirablemente; el tejido es de una solidez que avergonzaría á toda la industria moderna; y en cuanto á las rosas, te diré que las deshojé con mis miradas, mientras en el otro extremo de la pieza apuraban el tema Villalonga y Cisneros. Este, inquietísimo, entraba y salía, trayendo papeles y librotes con alguna referencia en apoyo de su dictamen, y también cuadros para buscar argumentos comparativos. Ví abierta ante mí una papelera, en cuyos compartimientos brillaba el oro antiguo y de ley con la amarillez elegante de las onzas peluconas. De aquellas áureas gavetas sacó mi tío un papel, que leyó como se podría leer un bando. Era el inventario citado por Ceán Bermúdez; y en el tragín que el buen señor armaba, se tambaleó de improviso una armadura completa, milanesa, y cayó al suelo con estrépito y chirrido de articulaciones metálicas, como guerrero que cae mal herido en el combate.

      Después oí la voz de Cisneros en la pieza inmediata, riñendo con los criados, llamándoles idiotas, embusteros y enredadores. Pedía su ropa, no ésta, sino aquélla. El gabán de pieles no, ¡zopenco!... sino el otro... Al СКАЧАТЬ