Название: La desheredada
Автор: Benito Pérez Galdós
Издательство: Public Domain
Жанр: Драматургия
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«Que le cojan ahora—dijo una mujer del pueblo, que después de la descalabradura del señor comisario, simpatizaba, ¡oh vilipendio!, con el criminal.
–¡Que venga la guardia de la alcantarilla!»—exclamó el concejal inflamado de coraje.
Los guardias civiles y los de Orden Público trataron de remontar el arroyo; pero venía muy crecido. Peligraba el lustre de las botas y aun las botas mismas.
«¿Quién pesca ahora a ese condenado?
–Hay una reja que no le dejará internarse. Ha de estar a cuatro o cinco varas de la boca».
Miraban todos y no le veían. Un guardia civil arriesgó las botas, acercándose a la boca. Llevaba fusil.
«Allí está—gritó—. Le veo los ojos».
El guardia distinguía dos luceros en la obscuridad. Desde allí Pecado atisbaba a sus perseguidores con cierta serenidad provocativa.
«¡Granuja!—gritó el civil—, sal de ahí o te hago fuego.
–¡Fuego, fuego!»—clamó a lo lejos la voz del comisario, a quien piadosas chulapas ponían una venda.
Pecado había entrado con ánimo de no parar hasta verse en lugar seguro, aunque tuviera que ir a las entrañas de la tierra. Pero la obscuridad y el espanto de aquel sitio acongojaron su corazón, aún no suficientemente varonil para arrostrar ciertos lugares. Se detuvo; viose entre dos especies de muerte, y vaciló… Le consolaba que los guardias no podían entrar a cogerle. ¿Y si le hacían fuego?… Entonces se achicó tanto, que volvió a ser niño y a tener miedo. Dirigió la mente a ciertas ideas confusas de su tierna niñez; pero aquellas ideas estaban tan borradas, tan lejanas, que poco o ningún alivio encontró en ellas. De Dios no quedaba en él más que un nombre. Era como un rótulo escrito sobre un arca vacía, de la cual, pieza por pieza, han ido sacando los ricos tesoros. Nada sabía; su tía le hablaba poco de Dios, y el maestro de escuela le había dicho sobre el mismo tema mil cosas huecas que nunca pudo comprender bien. Las nociones de su tía y las palabras del maestro se le habían olvidado con el penoso trabajo del taller de sogas y aquella vida errante de juegos, raterías y miseria.
Sin saber cómo, este orden de ideas llevole a reconocerse culpable. Algo chillaba dentro de él que se lo decía. Era criminal, y sus perseguidores tenían razón en perseguirle, y aun en matarle atándole en un palo y estrangulándole. Esto le hizo estremecer de espanto, ¡a él que había visto una y otra ejecución en el Campo de Guardias sin conmoverse!… Pero aunque se reconoció bien perseguido, su orgullo estaba allí para aconsejarle no entregarse… ¡Fuera miedo!… Desgraciadamente para él, estos fieros pensamientos se aplacaban con el agotamiento de las fuerzas físicas. Estaba cansado; en todo el día no había comido más que el currusco de pan que le dio su tía al ir al trabajo. ¡Y había dado tantas vueltas a la rueda en el aposento obscuro del soguero!… ¡Y corrió tanto después para ir desde la calle de las Amazonas a su casa!… ¡Tenía un hambre tan atroz y una sed!…; sobre todo, una sed de padre y muy señor mío. A estas insufribles molestias se unió el frío. Sus pies desaparecían en el agua, y desde lo interior del cañón de ladrillo venía un aliento glacial que le empujaba hacia afuera. ¿Qué haría?
Determinose entonces en él ese fenómeno de observación retrospectiva que suele acompañar a las situaciones de gran perplejidad. El espíritu turbado abandona el palenque de la duda, y se refugia en los hechos que han precedido inmediatamente a la situación terrible. Espantose de no haber previsto lo que le pasaba, y comparo la serenidad de la mañana con el apuro y desasosiego de la tarde. ¡Qué lástima haber vivido aquel día!… ¡Qué lejos estaba de que iba a cometer barbaridad tan grande! No había ido con gusto al trabajo por ser domingo. Nunca iba con gusto, porque él daba a la rueda y su tía cobraba. Pero al fin, con gusto o sin él, allá fue tranquilo, pensando en que por la tarde se divertiría en el Canal o en la Arganzuela. Había estado toda la mañana esperando con mucho anhelo la hora de soltar el trabajo. Contaba los segundos por las vueltas de la odiosa rueda. Creíase motor del misterioso reloj del tiempo. Dale que le dale, había llegado al fin la hora, y la manivela, que para él era parte de sus propias manos, se había quedado sola en el taller, quieta y muda.
Sin decir adiós al maestro, porque el maestro no le saludaba a él a ninguna hora, Pecado había salido y bajado a saltos por la Ribera de Curtidores.
Aún le parecía ver los puestos rastreros y las manos recogiendo cachivaches. Era día de toros. Aquellos barrios estaban muy animados. Todo lo recordaba perfectamente; todo lo veía, como si lo tuviera delante, revivido a sus ojos en la obscuridad de su escondite. Se acordaba de que, al llegar a la Ronda, le había detenido el paso un perezoso carromato de cinco mulas, de esos que no acaban de pasar nunca. El muchacho, impaciente y atrevido, atravesó por debajo de la panza de una de las mulas, que por más señas era torda. Después vio un entierro; luego encontró a dos chicas del barrio que le dieron un cacahuet, y él…, él las había administrado un par de nalgadas a cada una, porque eran muy bonitas… Representábase luego la llegada a su casa; recordaba que su tía, antes de darle de comer, le había anunciado el hurto del ros, y que él, sin poderse contener al oír tan atroz noticia, abandonó la comida, y subiendo otra vez a la Ronda, se lanzó por el barranco abajo en busca de la cuadrilla. Lo demás, por ser más reciente y desagradable, se le representaba con matices aún más vivos. El ensangrentado cuerpo de Zarapicos no se quitaba ya de delante de sus ojos… Su orgullo y sus malos instintos rebuscaban todos los sofismas del egoísmo para producir una reacción; pero si estos ganaban algún terreno, al punto lo perdían. Los sofismas hacían grandes esfuerzos por destruir la hermosa flor del arrepentimiento; pero cuantas más hojas le arrancaban, más lozanas las echaba ella.
«¡Date, date, canallita!—gritó el guardia—, o te dejo seco».
Pecado miró al guardia. No, no se entregaría. Antes morir que entregarse. Eso de que le llamaran canallita, le exasperaba… Vislumbró el presidio, como en sus sueños infantiles había vislumbrado otras veces el Cielo… Pero si el hambre y la sed le devoraban, ¿qué podía hacer más que entregarse? Y el guardia aquel era precisamente un hombre a quien Mariano admiraba mucho por su gallardía y su simpático rostro. Se llamaba Mateo González, y servía en el puesto de la calle del Labrador. Pecado le imitaba en el modo de andar. En sus sueños de ambición, no se le ocurría jamás ser general, ni obispo, ni banquero, ni comerciante famoso, sino ser Mateo González.
Este, que era ladino, tuvo una idea feliz. Pecado le vio desaparecer, y por un momento tembló de alegría. Pero no le dio tiempo el guardia a regocijarse, porque otra vez apareció por el arroyo adelante. En vez de fusil, traía dos naranjas en la mano derecha.
«¡Eh, Marianín!—gritó inclinándose para verle mejor y mostrarle lo que llevaba—. Sal; no seas tonto. No te haremos nada… ¿Ves? Si sales, te doy estas dos naranjas».
Pecado dio un salto hacia fuera y se arrojó en brazos del guardia.
«¡Ah tunante…!»—dijo este con alegría, echándole la zarpa al cuello y dejándose arrebatar las naranjas.
—IV—
Consagremos un recuerdo de consideración y lástima, en el último renglón de esta tragedia, al digno señor comisario de Beneficencia, autor de tantos y tan hermosos expedientes. Él solo sería capaz, si le dejaran, de elevar en pocos años a una altura increíble, dentro de los archivos nacionales, esos grandiosos monumentos papiráceos en que se cifra nuestra bienandanza. Sería preciso tener corazón de estuco para no afligirse al verle descalabrado, con la mano en la frente y esta ceñida por un pañuelo, corriendo en coche simón hacia la Casa de Socorro de la calle de Embajadores, donde por la noche se vistió СКАЧАТЬ