La araña negra, t. 2. Ibanez Vicente Blasco
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Название: La araña negra, t. 2

Автор: Ibanez Vicente Blasco

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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isbn: http://www.gutenberg.org/ebooks/45830

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СКАЧАТЬ qué le hizo el doctor Rodríguez?

      – Me obedeció como un buen hermano apenas me presenté en su casa y me siguió a la de la condesa, donde a pesar del gran imperio que sobre sus impresiones tiene y de su reconocida dureza de corazón, no pudo menos de conmoverse. Te digo que el espectáculo que ofrecía el cuerpo de la condesa tendido en medio de su gabinete era para aterrorizar al hombre más feroz.

      A pesar de esta afirmación, el padre Claudio hablaba con completa tranquilidad, y su voz meliflua no se alteraba con el recuerdo de aquella sangrienta escena.

      Realmente el jesuíta no tenía de qué condolerse. El negocio no había sido del todo malo. Bien era verdad que la Compañía, con la muerte de Pepita, había perdido uno de sus más útiles auxiliares, pero este accidente había servido para ligar más a la Orden a un Hércules que podía prestar en adelante muy buenos servicios.

      El hermano Antonio tampoco se conmovía gran cosa. Aquella relación de un suceso espantoso estaba en armonía con sus malvadas aficiones, y parecía oirla con deleite y hasta con gustosa impaciencia, pues fijaba sus ojos en el rostro de su superior para adivinar las palabras. En algunos pasajes del relato revolvíase nerviosamente en su asiento y agitaba su cabeza como olfateando el espacio. Había en él mucho de la fiera que dilata su hocico al husmear en el viento las emanaciones de la sangre.

      El "socius" estaba horrible escuchando con tanto placer la descripción del repugnante aspecto que ofrecía el cadáver de la condesa, y el padre Claudio contemplaba con agrado el espíritu infernal que se transparentaba tras los ojuelos del mastín ensotanado que le servía de secretario.

      – Era necesario, como antes he dicho – continuó el lindo jesuíta – , hacer ver que Pepita había muerto naturalmente, y el doctor Rodríguez, una vez repuesto de su primera impresión, determinó que la muerte de la condesa fuese a causa de una congestión cerebral. El tinte violáceo que la estrangulación había dejado en el hermoso rostro daba algún fundamento a la suposición de tal enfermedad.

      – ¿Y el conde? ¿Qué hacía entretanto, reverendo padre?

      – Lloraba como un niño y se mostraba tan débil que casi no podía andar sin descansar a cada instante su cabeza sobre mi pecho. Cuando volví yo con el doctor Rodríguez, tuvimos que separarlo a viva fuerza del cadáver de su esposa, al que estaba abrazado como un loco dándole furiosos besos.

      – ¿Y de qué modo acabó vuestra paternidad por dar un carácter natural al suceso?

      – Sabes que a mí, aunque humilde siervo del Señor, me sobran los medios para salir triunfante de todos los conflictos, y en el de ayer he tenido pericia suficiente para no dejar un solo cabo suelto ni desperdiciar el menor detalle que delatase la verdad de todo lo ocurrido. Lo primero y más urgente era el dar un aspecto de fallecimiento natural al cadáver de Pepita, e inmediatamente pusimos manos a la obra el doctor y yo. Baselga nos dejaba hacer, mirándonos con estúpida indiferencia, y todo su empeño consistía en acercarse al cadáver, lo que nosotros procurábamos evitar.

      – ¿Y los criados? ¿Dónde estaban? ¿Qué decían?

      El hermano Antonio hizo estas preguntas con el acento de un genio postergado que pilla a un colega en grave falta de distracción.

      – Hermano Antonio – dijo el superior con aire de ofendido – , eres un ignorante tan presuntuoso, que algunas veces te olvidas de tu posición miserable hasta el punto de querer elevarte al mismo nivel de tus superiores. La culpa la tengo yo, que te concedo libertades que no te mereces Y te relato por pura condescendencia cosas que no debías saber. Porque te he dicho algunas veces que siguiendo como hasta el presente podrías algún día ocupar altos puestos en la Orden, te has engreido y abusas de mi confianza; pero ten presente que así como puedo elevarte puedo convertirte en polvo, y casi me dan tentaciones de abandonar al que se muestra como un soberbio e incorregible charlatán.

      Bajó la cabeza el "socius", anonadado por tal reprimenda, y se apresuró a desvanecer con un nuevo rasgo de rastrera adulación el mal efecto que en su superior habían causado sus palabras.

      – Reverendo padre, perdón, en nombre del dulcísimo Jesús, de cuanto haya podido decir en ofensa de vuestra reverencia. No soy yo quien ha hablado, sino el demonio, que muchas veces me impulsa a ser soberbio y olvidar mi humilde posición. Perdón, padre mío, perdón, que yo con toda mi alma me arrepiento de mi soberbia.

      Y el secretario se puso de rodillas ante su superior, imitando la actitud de un niño que tiembla ante el castigo.

      Aquello podía resultar degradante, rastrero y vergonzoso para la dignidad de un hombre; pero debía gustar mucho al padre Claudio, por cuanto de su rostro se borró la ceñuda expresión de desagrado y se dignó extender su blanca y cuidada diestra sobre la mugrienta cabeza del "socius", diciéndole con su dulce voz al mismo tiempo que le bendecía:

      – Levántate, hermano; yo te perdono en nombre de Dios, a quien has ofendido dudando de mi pericia. Porque por centesima vez te repito que los actos que nuestra Orden realiza responden a la inspiración del Eterno, y, por lo tanto, peca el que pone en duda su eficacia, pues así como Dios no se equivoca nunca, jamás pueden equivocarse los directores de la Compañía, que es la gloriosa milicia de Cristo. Tu dices que eres creyente y por esto siempre debes creer en nuestra santa institución. Así confío que será "per omnia secula seculorum".

      – "Amén" – contestó el secretario con acento contrito, y levantándose del suelo, volvió a ocupar su asiento.

      El padre Claudio, como si estuviera conmovido por tan edificante escena y no quisiera perder tan buena ocasión para estar algún rato en comunicación con Dios, cruzó ambas manos con expresión seráfica, y llevándolas a su boca de femenil contorno, al mismo tiempo que entornaba graciosamente los ojos, quedóse en perfecto recogimiento y como abstraído en la contemplación de celestiales visiones.

      El hermano Antonio no era nombre capaz de dejarse engañar por tales éxtasis y conocía que lo que se proponía el padre Claudio era desesperar con la larga oración su impaciencia por saber todo lo ocurrido en casa de la condesa.

      Habituado el "socius" a la obediencia, esperó pacientemente que su superior terminase la oración, y cuando ésta acabó, no hizo la menor demostración de curiosidad, seguro de que de este modo el padre Claudio continuaría su relato.

      El secretario conocía perfectamente a su superior, pues éste siguió diciendo:

      – Lo primero que hicimos fué colocar a la condesa en su lecho. El doctor Rodríguez tiene gran práctica en el manejo de los cadáveres, y aprovechando que el de la condesita estaba todavía caliente, y manejándolo sin ninguna contemplación y sin fijarse en el crujido de los huesos, cada uno de los cuales hacía palidecer a Baselga, consiguió darle el aspecto de un cuerpo que no estaba contraído por los horrorosos espasmos de una muerte violenta. El rostro de Pepita tornábase por instantes de un color espantoso. El color cárdeno habíase convertido en negruzco; los ojos parecían próximos a saltar de las órbitas, y la lengua asomaba rígida por entre los labios; pero Rodríguez no es manco para esta clase de trabajos, a los que más de una vez lo hemos dedicado, y con todo el cuidado de un artista, fué transformando y retocando aquella espantosa fisonomía. Los ingredientes del tocador de la condesa, hábilmente usados, nos prestaron un gran servicio. La blanca pasta que en los saraos había embellecido el rostro de Pepita, sirvió en tal ocasión para cubrir las repugnantes manchas de sus mejillas; otros afeites lograron dar una palidez dulce a sus amoratados y sanguinolentos labios; cerramos sus ojos, arreglamos sus espeluznados cabellos, y cuando subimos el embozo de la cama hasta no dejar al descubierto más que una parte de la cabeza, quedamos satisfechos contemplando nuestra obra. La condesa no tenía a la vista la más leve señal de haber muerto violentamente.

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