Los enemigos de la mujer. Ibanez Vicente Blasco
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Название: Los enemigos de la mujer

Автор: Ibanez Vicente Blasco

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ cada pieza por su reborde de cemento. A trechos se abrían en los muros largas aspilleras para que la tierra expeliese su humedad; pero cada una de estas ventanas cegadas tenía una planta silvestre, una planta de vida dura y acre perfume, que se esparcía con la indestructible voluntad de vivir del parasitismo, derramándose muro abajo, cubierta de flores la mayor parte del año. Las espesas arboledas de la cima, los interminables balaustres blancos con arcos de clemátides color de vino, parecían chorrear una vida inferior florida y verde por estos desgarrones de las murallas, enviándola al mar.

      – Cuando vea esto desde abajo, en una barca, lo apreciará usted mejor. El señor de Castro dice que se acuerda de la reina Semíramis y de los jardines colgantes de Babilonia… Son comparaciones que sólo se le ocurren á él. Lo único que yo puedo decir es lo que ha costado todo esto. ¡La piedra que ha habido que traer! Toda una cantera. ¡Y las barcazas de tierra vegetal para rellenar los huecos, nivelar el suelo y hacer un jardín decente!..

      Le entusiasmaban los parterres modernos en torno del edificio y entre éste y la verja lindante con el camino de Mentón, por su armonía elegante, por las reglas majestuosas á que estaban sometidos árboles y plantas. El entendía así los jardines, como todas las cosas de la existencia: mucho orden, respeto á las jerarquías, cada uno en su sitio, sin ambiciones que producen confusión. Pero temía exponer sus gustos de «hombre rancio», acordándose de las burlas del príncipe y de Castro. Estos preferían el parque, lo que el coronel llamaba en sus adentros el «jardín salvaje».

      Habían aprovechado los vetustos olivos existentes en el promontorio como base de este parque. Eran árboles que no podían ser llamados viejos, por resaltar mezquina é insuficiente esta denominación; eran simplemente antiguos, sin edad visible, con un aire de inmutable eternidad que los hacía contemporáneos de las rocas y de las olas. Más que árboles parecían ruinas, muros de leña negra deformados y derrumbados por una tormenta, montones de madera encorvada y ahuecada por el chamuscamiento de un incendio extinguido. También en ellos era más importante lo invisible que lo expuesto á la luz. Sus raíces, gruesas como troncos, desaparecían serpenteando en la tierra roja para volver á surgir treinta ó cuarenta metros más allá. Habían muerto por un lado y resucitaban vigorosamente por el otro. Lo que quinientos años antes era tronco aparecía ahora como un muñón negro en forma de mesa, cortado por el hacha ó el rayo; y la raíz, á flor de tierra, florecía á su vez, convirtiéndose en árbol, para continuar una existencia sin límites visibles, en la que los siglos se contaban como años. Otros olivos tenían el corazón roído, vaciado; sostenían simplemente la mitad de su coraza de corteza, como una torre partida por una explosión; pero en lo alto ostentaban su inverosímil cabellera vegetal, unos puñados de hojas plateadas á lo largo de las ramas sinuosas y negras. A sus pies, la madera de las raíces, que parecía guardar en sus nudos las primeras savias del planeta, abarcaba un radio mucho más grande que el ocupado por el ramaje en el espacio. Algunos olivos que sólo contaban trescientos ó cuatrocientos años se erguían con una arrogancia de juventud, frondosos y exuberantes, tendiendo sobre el suelo su sombra ligera, inquieta, casi diáfana, una sombra de cristal empolvado que cambiaba de sitio según el capricho del viento.

      – Su Alteza dice que hay olivos aquí que fueron conocidos por los romanos. ¿Lo cree usted, profesor? ¿Algún árbol de éstos será del tiempo de Jesucristo?..

      Ante la indecisión de Novoa, continuó sus explicaciones. Caminaban, entre muros de vegetación recortada, hacia el final del parque.

      – Mire usted: el jardín griego.

      Era una avenida de laureles y cipreses, con bancos curvos de mármol, y teniendo por fondo una columnata en semicírculo.

      – A mí me hubiese gustado plantar palmeras, muchas palmeras, de Africa, del Japón y del Brasil, como las que hay en los jardines del Casino. Pero el príncipe y don Atilio las aborrecen. Dicen que son un anacronismo, que jamás han existido en esta tierra, y las han importado los ricos de gustos ordinarios que edifican desde hace cincuenta años en la Costa Azul. Ellos sólo admiten el antiguo jardín provenzal ó italiano, olivos, laureles y cipreses, pero no cipreses como los de España, copudos, enormes y fúnebres, para adorno de calvarios y cementerios. Mírelos usted: son ligeros y finos como plumas. Para que no los tumbe el viento hay que plantar dos ó tres juntos, y forman un solo penacho.

      Habían llegado al fondo del parque, donde estaban los olivos más frondosos. Marchaban por senderos abiertos á través de altas masas de vegetación silvestre y olorosa que podía desafiar con su savia brava el ambiente marítimo cargado de sal. Eran plantas de hoja dura que exhalaban perfumes exóticos é intensos. Novoa, al aspirarlos, evocó lejanas visiones geográficas. Un olor de incienso y de arroz sazonado con karri flotaba sobre este jardín selvático. De un árbol á otro se tendían una especie de lianas. Estas guirnaldas naturales habían empezado á florecer en pleno invierno, bajo el soplo de una primavera precoz, destacándose con una magnificencia de fiesta galante sobre el verde severo y pálido de los olivos.

      – Don Atilio dice que todo esto le hace pensar en una sinfonía de Mozart.

      El Mediterráneo estaba á sus pies, profundamente azul, peinándose con lentos cabeceos en una fila de escollos puntiagudos que sacaban de sus hilos acuáticos borbollones de espuma. Se bifurcaba el promontorio aquí, formando los dos brazos de una horquilla desigual. El más corto era una prolongación del parque, llevando aguas adentro la magnífica arboleda que abullonaba su dorso. El otro descendía hasta el mar como un caos de rocas y tierras sueltas, sin más que algunos pinos retorcidos que se aferraban al suelo, empeñados tenazmente en prolongar su agonía. La miseria y el abandono de esta lengua de tierra arrancaban una mueca dolorosa al coronel cada vez que tendía su vista por encima del muro divisorio. La punta ruinosa, mordida por el mar, con cuevas que amenazaban convertirse en estrechos, sin entrada fija, aislada de tierra firme por los jardines de Villa-Sirena y defendida por una pared hostil, representación inexpugnable del derecho de propiedad, era para don Marcos un motivo de indignación y de escándalo.

      Sin duda por esto le volvió la espalda, dirigiendo sus miradas más allá del peñón en que está asentada Mónaco.

      – Eso es hermoso, profesor: uno de los panoramas más dulces que existen. Por algo viene aquí la gente de todos los extremos de la tierra.

      Fijó su vista en unas montañas de color violeta que avanzaban sobre el mar en último término, como el final de un mundo. Eran las llamadas Montañas de los Moros, con la punta del Esterel, una desviación de los Alpes Marítimos, un sistema montañoso aparte, que se mete aguas adentro. Al otro lado existía un pedazo de la llamada Costa Azul que empieza en Tolón y Hyères; pero este fragmento no interesaba al coronel. Lo que él veía, con su imaginación mas que con los ojos, recorriéndolo á vuelo de pájaro, era la verdadera Costa Azul, la suya, la de las gentes bien nacidas y ricas, á las que visitaba en sus «villas» elegantes ó en los hoteles de gran precio.

      Los Alpes Marítimos formaban una muralla paralela al mar. En algunos lugares descendía rápidamente sobre el Mediterráneo, con el ligero declive de un baluarte, sin ninguna alteración que disimulase su derrumbe. En otros puntos su caída era más suave, creando un oleaje de piedra, montañas filiales que avanzaban sobre las olas, dibujando cabos y suaves golfos. Y en estos remansos marítimos, desde el Esterel á la frontera de Italia, las gentes ricas y friolentas llegadas todos los inviernos habían acabado por convertir en capitales de fama mundial adormiladas ciudades de provincia. Las aldeas de pescadores se transformaban en pueblos elegantes; los grandes hoteles de París y Londres edificaban sucursales enormes en las desiertas bahías; las tiendas más lujosas del bulevar instalaban su filial en villorrios donde algunos años antes todo el mundo andaba descalzo.

      Toledo recorría con el pensamiento la ondulante línea de localidades célebres asomándose al mar en la punta de los promontorios ó encogiéndose en la herradura de los pequeños golfos para recibir mejor la refracción del sol invernal enviada por las murallas rojas de los Alpes: СКАЧАТЬ