La sabiduría de la humildad. Francisco Javier Castro Miramontes
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СКАЧАТЬ la mañana

      que trae la gran noticia

      de tu presencia joven,

      en gloria y poderío,

      la serena certeza

      con que el día proclama

      que el sepulcro de Cristo

      está vacío!

      Alegre la mañana

      que nos habla de ti,

      alegre la mañana».

      (De la Liturgia de las Horas, Laudes)

      Y entre espacios de silencio y meditación, la Fraternidad va desgranando su oración como respiración del alma que se sabe huérfana en los trabajos de la vida. Tras la voz compartida, unos instantes de silencio parecen querer de nuevo dejar hablar a la voz de Dios en lo íntimo del corazón. Tras lo cual, poco a poco, los Hermanos se van dispersando para, después de un frugal desayuno, retomar los trabajos dejados ayer o iniciar otros nuevos: la limpieza de las estancias conventuales, la huerta con sus frutos y flores (a san Francisco le gustaba que el hermano hortelano dejase siempre un espacio de tierra para sembrar flores), la atención a grupos y visitantes, la labor pastoral en la iglesita y en pueblos cercanos, el estudio y la meditación..., el trabajo que nos hace conquistar palmo a palmo la humildad.

      La mañana concluye con el nuevo repicar de la campana, que anuncia próxima la oración, la hora intermedia (sexta), hacia el mediodía solar, tras lo cual el almuerzo da un respiro a los frailes, que al tiempo que se alimentan comparten experiencias en animado diálogo. A partir de ahí –lo exige la más loable tradición–, tiempo de siesta, o si se quiere de descanso, que cada cual aprovecha a su gusto. Hay quien pasea, quien dormita en el coro, quien lee, y quien, directamente, se deja llevar por el sueño, que guía hacia un lecho.

      La tarde es tiempo de trabajo y también de ocio santo en el que los frailes pueden disponer, según las necesidades del convento, de un tiempo libre a discreción, hasta que de nuevo la campana anuncia que atardece el día y que es hora de dar gracias a Dios por las bendiciones recibidas, así como para hacer presentes todas las lacras de la Humanidad (las guerras, la miseria, la injusticia, el desempleo, la drogadicción y el alcoholismo, la enfermedad... suelen ser motivo de oración): «Dios mío, ven en mi auxilio; date prisa, Señor, en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo». Y el himno invita a reflexionar sobre el misterio mismo de la vida:

      «Quédate con nosotros;

      la noche está cayendo.

      ¿Cómo te encontraremos

      al declinar el día,

      si tu camino no es nuestro camino?

      Detente con nosotros;

      la mesa está servida,

      caliente el pan y envejecido el vino.

      ¿Cómo sabremos que eres

      un hombre entre los hombres,

      si no compartes nuestra mesa humilde?

      Repártenos tu cuerpo,

      y el gozo irá alejando

      la oscuridad que pesa sobre el hombre.

      Vimos romper el día

      sobre tu hermoso rostro,

      y al sol abrirse paso por tu frente.

      Que el viento de la noche

      no apague el fuego vivo

      que nos dejó tu paso en la mañana.

      Arroja en nuestras manos,

      tendidas en tu busca,

      las ascuas encendidas del Espíritu;

      y limpia, en lo más hondo

      del corazón del hombre,

      tu imagen empañada por la culpa».

      (De la Liturgia de las Horas, Vísperas)

      Anocheciendo es tiempo de alimentar el cuerpo y serenar los ánimos, a veces turbados por la lucha diurna y por la sacudida de las pasiones, porque los frailes son, antes que nada, hombres frágiles, buscadores de la luz, caminantes de la vida que creen haber encontrado una flecha que indica la dirección cierta hacia la meta ansiada. La oración de la noche completa la jornada de desvelos, de zozobras y de esperanzas:

      «Como el niño que no sabe dormirse

      sin cogerse a la mano de su madre,

      así mi corazón viene a ponerse

      sobre tus manos al caer la tarde.

      Como el niño que sabe que alguien vela

      su sueño de inocencia y esperanza,

      así descansará mi alma segura,

      sabiendo que eres Tú quien nos aguarda.

      Tú endulzarás mi última amargura,

      Tú aliviarás el último cansancio,

      Tú cuidarás los sueños de la noche,

      Tú borrarás las huellas de mi llanto.

      Tú nos darás mañana nuevamente

      la antorcha de la luz y la alegría,

      y, por las horas que te traigo muertas,

      Tú me darás una mañana viva. Amén».

      Y en el misterioso silencio de la noche, cuando el sueño invita al recogimiento más profundo, cuando el bosque se acalla y el mar parece sosegar su furia, el fraile deposita su última oración en los brazos de la Madre, a la que invocó a primera hora del día, mientras un fraile enciende un cirio verde junto a un icono de Santa María, María de Nazaret:

      «Salve, Regina, mater misericordiae,

      vita, dulcedo et spes nostra, salve.

      Ad te clamamus, exsules filii Evae.

      Ad te suspiramus, gementes et flentes

      in hac lacrimarum valle.

      Eia ergo, advocata nostra,

      illos tuos misericordes oculos

      ad nos converte.

      Et Iesum, benedictum fructum ventris tui,

      nobis post hoc exsilium ostende.

      O clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria».

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