Название: Mujeres en conflictos
Автор: Christiane Félip Vidal
Издательство: Bookwire
Жанр: Изобразительное искусство, фотография
Серия: Invasoras
isbn: 9786124854330
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Hasta que Patricia comenzó a reportar por televisión, callaron el hecho a su madre. Ella tampoco leía el periódico, pero en cambio, miraba la tele. Por temor a que la viera en la pantalla sin previa información, Patricia la llamó: cumplía con un simple trabajo de periodismo en Afganistán. Tranquilizada, su madre que nunca había viajado y para quien Afganistán, París, Bogotá o Piura era igual, le pidió simplemente que se cuidara.
Se ríe cuando se le pregunta si su credencial de reportera especial de El Comercio le abrió las puertas, y contesta que ser latina, peruana y mujer no eran credenciales que abrieran las puertas. En Pakistán, su presencia no suscitaba ningún interés. Se había dado cuenta desde un principio que cuando recurría a autoridades pakistaníes, simplemente no la veían. Su mirada pasaba por encima de ella y se dirigían a los hombres que estaban detrás. Y no se debía a su pequeña estatura…
Se había convertido en la versión femenina de Garabombo, el invisible, de Manuel Scorza. Y, como Garabombo, decidió aprovechar su invisibilidad porque, en una guerra, a quien pasa desapercibido, le va mejor.
Se le veía incluso tan inofensiva que, una vez en Afganistán, mientras iba camino a Kabul, hizo un alto en Jalalabad, un pueblo en pleno desierto donde, agobiada de calor, les pidió a unos hombres armados que la dejaran ingresar a un ambiente techado. Una vez repuesta, revisó antes de salir la cámara que acostumbraba a tener siempre lista colgando del cuello y, al salir, se topó con ocho hombres apuntándola con sus armas. No se inmutó. Solo pensó que esa sería una buena foto. Agarró su cámara e hizo una serie de tomas. En todas, los afganos sonríen. Para ellos era una diversión: solo la querían asustar y ver cómo iba a reaccionar, convencidos de que les suplicaría que no la mataran como lo hacía la mayoría de los extranjeros a quienes les gastaban la misma broma. Les sorprendió por lo tanto que un ser tan frágil no les tuviera miedo e, impactados por su valentía, pero convencidos de que, si no la habían matado ellos, la iban a matar otros, uno de ellos la escoltó hasta Kabul para protegerla de cualquier agresión.
En medio de tanta soledad e indefensión: Tim McGirk, luego los talibanes afganos… «Tuve suerte», reconoce. Las desventajas del principio iban cediendo el paso a las ventajas. «Yo era un ser chiquito que no podía hacerle daño a nadie. Mi presencia no se notaba ni para bien ni para mal, y eso jugó en mi favor», dice. Y se ríe recordando el «incidente», porque si hay algo que caracteriza a Patricia Castro es su risa, una risa suave que acompaña ciertos comentarios y recuerdos y chispea en sus ojos.
Doblemente invisible tras una burka, con un tamaño para nada amedrentador y un físico que poco la diferenciaba de los locales, despertó la confianza de taxistas, dueños de hostales y comerciantes. Algunos, incluso, al verla tan sola, tan pequeña, le tenían lástima y estaban dispuestos a ayudarla y protegerla. Mientras nunca se lo habrían permitido a un periodista, muchos no tuvieron ningún reparo en que se acercara a sus esposas y a sus hijas y ellas, a su vez, la pusieron en contacto con otras mujeres. Las mujeres no le tenían miedo ni desconfiaban de ella: se convirtieron en su público predilecto.
Gracias a ellas, Patricia adquirió un mejor conocimiento del mundo musulmán y en especial de la situación de las mujeres. Ella, que desde un punto de vista occidental siempre había visto la burka como una prisión de tela, descubrió que la percepción de estas mujeres era otra y que el concepto de libertad no se podía limitar a una prenda.
En ese clima hostil a los periodistas y a las mujeres, la burka fue por lo tanto su garante de invisibilidad a la vez que su pasaporte, y le permitió reportar incluso una violenta manifestación talibán desde el balcón de una casa. Una mujer en un balcón era de lo más normal: podía estar haciendo la limpieza. Lo más difícil fue entrar, subir hasta el balcón, tomar las fotos y, sobre todo, bajar y salir antes de que alguien notara su presencia o que la marea de hombres cada vez más violentos se acercara a la casa. Frente a un hombre, o dos, una puede hablar, razonar o, con suerte, escapárseles si se dispone de un entrenamiento maratónico como era el suyo. ¿Pero contra cientos, contra miles?
Otras corresponsales han pagado caro el querer reportar en medio de turbas de hombres enardecidos: Lara Logan, corresponsal de CBC, en febrero de 2011; Caroline Sinz, periodista de France 3, en noviembre del mismo año junto con Mona Al Tahawy; Sonia Dridi, corresponsal de France 24, en octubre del 2012. Las cuatro, en la plaza Tahrir de El Cairo, en Egipto. Hasta tal punto que la organización Reporteros Sin Fronteras (RSF) aconsejó, mediante un comunicado en el periódico Le Monde del 25 de noviembre de 2011, «que los medios de comunicación no envíen a mujeres a realizar reportajes a Egipto».
El dolor cambia la mirada
En Pakistán, el contacto se veía facilitado por el uso del inglés, una de las lenguas oficiales del país. Lo hablaban los pashtunes, mientras no ocurría lo mismo en Afganistán, donde necesitaba de un intérprete. Pero un idioma no es garante de comprensión del otro. Cada uno ve y percibe el mundo de manera distinta.
La mirada de Patricia había sido hasta entonces la de una mujer treintañera occidental. Su sensibilidad funcionaba a partir de una interpretación occidental: de adentro suyo para afuera del otro. Deshacerse de lo personal, aprender a mirar desde la mirada del otro, aceptar otro sistema de valores, se construye a partir de vivencias y dolores. El dolor humano permite pasar la barrera de la incomprensión y entender que cada cual tiene su forma de interpretar, no importa que sea correcta o incorrecta.
El primer choque se produjo cuando una mujer le pidió que cargara a su bebe para sacarse juntas una foto y, apenas se la entregó, se fue corriendo. Bebe en brazos y cámara al cuello, Patricia la persiguió. Tenía excelente forma física y corría muy veloz pues algo quedaba de su entrenamiento para la maratón de Nueva York. Alcanzó rápidamente a la mujer, dispuesta a increpar a una madre egoísta capaz de abandonar a su criatura para salvarse ella…
La mujer le dijo que estaba sola, desesperada, que no tenía familia y que Patricia representaba la salvación para su niña. La podría sacar del país y la bebé iba a vivir. Era lo único que quería. Salvar a su hija.
¿Qué ayuda ofrecer? Las soluciones son escasas. Siempre se recurre a lo elemental: dar comida, alojamiento, lo cual, en una guerra, puede también marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Patricia le dio todo el dinero que tenía, la llevó a comer y luego a un albergue de ONG. Nunca volvió a saber de ella.
Piensa que sentir el dolor de las víctimas le permitió darlo a conocer con decencia y respeto.
Y el dolor estaba en todas partes: en los hospitales, en los hospicios, en los albergues, en la calle. Vio a muchos muertos, a muchas mujeres caminando solas, desamparadas, buscando a maridos, a hijos, a algún familiar. Vio a la gente corriendo en direcciones contrarias, saliendo de Afganistán, entrando a Afganistán. Y todos contando dolor. Más los robos, la delincuencia.
Pero lo peor lo presenció en un hospital de niños.
En ausencia del director, se encargaba una mujer. Patricia reconoce que, de dirigirse a las autoridades de salud, nunca le habrían hecho caso, mientras la mujer la dejó pasar para ser testigo del horror y para que diera a conocer esta otra faceta invisible de la guerra.
Los niños del hospital no eran niños abandonados por sus padres. Sus padres habían muerto o ellos se habían perdido y, heridos y solos, los habían recogido y llevados al hospital. Muchos se estaban muriendo, pero seguían esperando a padres que nunca iban a volver.
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